Para un pueblo que, como el español, dejó de trabajar la tierra en cuanto pudo, abruptamente en todo caso, dejando tras de sí el páramo que conocemos, para hacinarse en torres en las ciudades, con objeto de lograr el sustento con trabajos lo más alejados posibles de la naturaleza, muchos de ellos intelectuales o, como mejor diríamos, “en los servicios”, es este un libro bien interesante, que ayuda sino a una reconciliación sí al menos a una aproximación a lo que pudo ser y no fue, es decir, un pueblo que compatibilizara ambos: el arado y la pluma, como acontece en otras sociedades perfectamente avanzadas, como las nórdicas o, sin ir tan lejos, las centroeuropeas. Sucede que aquí, sin embargo, las cosas fueron distintas, y el campo una execrable fuente de atraso, por el atraso en su desarrollo, precisamente, que prolongó la Guerra Civil mucho más de lo que hubiera resultado soportable. De ahí, el páramo, insistimos, ese no querer ver el campo ni en pintura, y mucho menos los trabajos del campo.
Pero existe un mundo, una parte del mundo, en el que trabajar en el campo y ejercer una profesión, digamos, más o menos intelectual, es, no ya solo posible, sino incluso necesario, por la rica, imprescindible, simbiosis que se produce entre ambos. Se puede ver una y otra vez en cada uno de los capítulos de este libro, de indudable raigambre anglofrancoalemana, aunque, sobre todo en los dedicados a Leonard Woolf, Colette o Voltaire. Se propone el autor mostrarnos hasta qué punto fue no ya compatible sino absolutamente necesario el contacto de estas personas que pensaban y escribían con el campo, cada uno en sus diversas formas. Woolf parecía ver su lucha por podar sus manzanos como una metáfora de la lucha por la vida en general y, la de él, en particular, con Virginia, y sus continuas crisis. Para Colette, era, en cambio, la única mansedumbre posible, la paz, la quietud, a que podía aspirar un espíritu voraz, insaciable, bulímico, diríamos, como el suyo. Para Voltaire, cultivar sus fincas de Ferney ya pasados los 60 años fue una manera de demostrar que mejorando lo cercano se podía también mejorar el mundo. “¡Cultiva tus viñas y aplasta al infame!”, escribió. En fin, tenemos también a Orwell, que buscaba con su guadaña en Barnhill domeñar el caos, a Rousseau que encontró, pasados los 50, una filosofía razonable en observar las plantas, o a Jean Paul Sartre que, en realidad en oposición a todos ellos, vio la naturaleza, el castaño en concreto, como aquello indiferente, imperturbable y herático, donde después de todo en mayor medida se realizaba la náusea.
En todos ellos, encuentra el autor, una manera de relacionarse con la naturaleza que supone toda una filosofía o, al menos, un proyecto ético, moral. Nos muestra aquí, por lo tanto, Damon Young, de una manera, por cierto, muy próxima al reportaje periodístico, con capitulitos breves que parten de una anécdota para ir arrastrándonos a la categoría que quiere mostrarnos, una beneficio distinto al que, comúnmente, se ha demandado a la naturaleza, a saber, paz y, tal vez, un poco de ejercicio físico. Pero la naturaleza, en las diversas formas de relación que permite, cultivándola, u observándola solo, representa también una invitación a la reflexión, a la filosofía. Nos recuerda Young que esto, de todas maneras, no es nuevo, que ya Platón y, antes que él, Aristóteles, sentían inclinación por ofrecer sus clases en arboledas y que hasta el muy urbanita Sócrates tuvo en un momento un devaneo, el que figura en un momento del Fedro cuando, también de paseo, y a las puertas de Atenas, muy cerca ya del río Iliso, después de sentarse un momento en el suelo mullido por la hierba, dijo aquello de “¿No es la frescura de la brisa de lo más agradable y placentero […]? Y qué delicia suprema esta hierba, tan espesa en esta suave pendiente como para acomodar la cabeza en ella.”
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Autor: Damon Young. Título: Filosofía en el jardín. Traducción: Julio Hermoso Oliveras. Editorial: Ariel. Venta: Todostuslibros
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