2022 comenzó en una terraza con vistas al fin del mundo, sentada en una butaca que no era mía, leyendo un libro ilustrado que tampoco me pertenecía y que devoré esperando a que amaneciera. Leí mucho este año, casi siempre de noche. Leí peligrosamente, más expuesta que de costumbre a las hechuras de los libros cuando rasgan la piel. De la primera quincena de enero han quedado Los cinco inviernos (Alfaguara), de Olga Merino, que será un libro del año toda la vida.
Leer por trabajo libros apresurados, que se publican, se engullen y digieren a toda prisa, hace que olvides pronto o apenas recuerdes. Por eso sé que los que permanecieron lo hicieron a pesar de esa circunstancia. Del inicio de la primavera conservo el hallazgo de una novela perfecta, a la que no le sobra siquiera un folio. Se trata de Stoner, de John Williams, un clásico al que llegué una mañana de Jueves Santo, otra vez, en una terraza con vistas al fin del mundo, en una butaca de lectura que no era mía y con un ejemplar que tampoco me pertenecía. Por mínima, resulta sobrecogedora la tragedia en la vida de este profesor universitario hijo de una familia de granjeros: sus derrotas, claudicaciones y la aceptación que hace de ellas. «Shakespeare le habla a través de 300 años, señor Stone. ¿Lo escucha?».
La primavera, que fue también un tiempo eufórico y confuso, se me fue dando rodeos y escribiendo a mano en los aviones. Me hice con libros ligeros, a los que pudiese volver entre aeropuertos, con ganas de leer el mismo libro siendo ya otra persona. La llama doble, de Octavio Paz, y El amante, de Marguerite Duras, hollaron en las sensaciones que me producían entonces los meses cuando giraban a toda prisa hacia el verano. También aquel fue el momento para escuálidos descubrimientos como La belleza del marido, de Anne Carson, que fue deshaciéndose como una lectura inofensiva.
Leí peligrosamente este año porque llegué tarde a páginas que debí conocer mucho antes. Pessoa y su Libro del desasosiego, por ejemplo. E incluso las historias islómanas fueron abriéndose paso en mi biblioteca junto a otros legajos de mar. Descubrí la poesía de Stevenson y su isla del Tesoro. Volví a la Metamorfosis de Ovidio, que seguía en el escritorio desde los días de El tercer país. Y también La Odisea en una versión inspirada en la traducción de Samuel Butler, y bestiarios, muchos bestiarios, que combiné con cartas náuticas y relatos de mar. Pasé todo el verano navegando hacia un libro que acabé entregando.
El otoño y el invierno llegaron como una ventisca que arrancó del escritorio todo mar y plantó la enfermedad y la locura en mi mesa de trabajo. Es, acaso, la nueva novela en la que he comenzado a trabajar. Ya no leo peligrosamente, sino con ese convencimiento de que cada palabra habrá de llegar a puerto seguro, sin rodeos, domas ni balcones con vistas al fin del mundo.
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