Otro 20 de diciembre, el de 1963, hace hoy justo 60 años, se inician los juicios de Auschwitz. Uno de los primeros en ser llamado a declarar es Karl Höcker, quien fuera Obersturmführer (primer teniente) de las Waffen-SS, una de las tropas más perversas y despiadadas de la historia de la humanidad. Detenido por las autoridades de Alemania Occidental a comienzos de la década en Preußisch Oldendorf (Westfalia), su solar natal, donde se desempeñaba como empleado de banca, ahora se enfrenta a cargos penales en el proceso que se sigue en Fráncfort contra los responsables del complejo de Auschwitz. Con un historial en el holocausto que se remonta al campo de Neuengamme (Hamburgo) en 1940, donde sirvió al mando del comandante Martin Weis, el antiguo Obersturmführer, también a las órdenes de Weis, formó parte de la Operación Reinhard, nombre en clave de la estrategia puesta en marcha por los nazis para el exterminio de los judíos polacos. A lo largo del proceso quedará probado que participó, con plenos poderes, en aquellas deportaciones y en aquellos asesinatos.
Acaso conscientes de que el Reich que iba a durar un milenio estaba tocando a su fin, los carniceros se aplican en el colofón de su abominable tarea: la solución final. Unas piedrecillas impregnadas en gas Zyklon-B y convenientemente dispuestas en unos orificios practicados al efecto en la cámara de gas —referencia obligada en la geografía universal de la infamia para la posterioridad— quitaban la vida a tres mil personas en pocos minutos. Por la mañana, los infelices condenados a morir por aquellos que se creían de una raza superior, ungidos por las valquirias, los dioses de la peste o los héroes muertos del Valhalla, llegaban en un tren, del que descendían a las cámaras de gas. Esa misma noche, sus cadáveres habían sido incinerados y sus ropas facturadas para Alemania.
Baer se ahorcó en junio —si bien hay quien sostiene que la muerte le sobrevino con un infarto de miocardio—. Josef Mengele, el médico que practicaba los experimentos más atroces, está huido. El Hauptscharführer (jefe de pelotón) Otto Moll, responsable directo de las cámaras de gas y uno de los mayores sádicos del Reich de los mil años, fue condenado a la pena capital en el juicio de Dachau, en diciembre de 45, y ahorcado en mayo del año siguiente. Rudolf Höss, el último comandante en jefe de Auschwitz (SS-Obersturmbannführer), condenado a muerte por el Tribunal Nacional supremo de Polonia en 1947, fue ahorcado frente a las cámaras de gas del mismo campo que dirigió en abril de ese mismo año. De modo que el Obersturmführer Höcker es de los pocos que quedan para responder ante el tribunal de Fráncfort por el genocidio.
El testimonio del antiguo primer teniente se centra, básicamente, en su participación en el proceso de selección que determinaba quiénes, de entre los recién llegados, merecían seguir viviendo —condenados, eso sí, a trabajos forzados— y quiénes merecían la muerte. Aunque varios testigos le acusaron de haber estado en la plataforma donde se decidía la suerte de los recién llegados, nadie pudo demostrarlo de un modo irrevocable. Las declaraciones del acusado no eran verosímiles.
“No tenía ninguna posibilidad de influir en los hechos, no quise que ocurriesen, ni participé en ellos. No hice daño a nadie y nadie murió en Auschwitz por mi culpa”. Pero Höcker no aparece en ninguno de los álbumes fotográficos, que documentan aquel horror, junto a ninguno de aquellos carniceros. Y es muy probable que no aparezca porque era él quien tomaba las fotos.
De su afición a la fotografía da cuenta el que habría de pasar a la Historia como El álbum de Höcker. Tomado en las navidades del 44, se trata de unas instantáneas totalmente ajenas a esas imágenes del horror, a veces originales de los mismos cautivos —según nos iría descubriendo el curso del tiempo—, para documentar, pensando en la posteridad, las atrocidades que allí se estaban cometiendo. Esas vistas en las que se apilan los cadáveres raquíticos, esos supervivientes comidos por el hambre, esa ilustración, en fin, de la geografía universal de la infamia.
Muy por el contrario, los clichés de El álbum de Hocker nos descubren a los SS que servían en Auschwitz en sus horas de asueto. A su modo, son tan despreciables como esas otras vistas que dan fe de los resultados de su barbarie. Cuando su desempeño en el asesinato masivo se lo permitía, los jóvenes arios, ungidos por los dioses de la muerte, cantaban fraternalmente, acompañándose por el acordeón de uno de ellos. Höss, Baer, Hössler —ya comandante de la prisión femenina de Birkenau— y el doctor Mengele los escuchaban muy divertidos. Perfectamente podían venir de matar a varios miles de personas cuando les retrató Höcker, pero no se nota.
Parecen tipos normales —Hössler trabajó en un almacén antes de la guerra, Baer tenía un pasado de pastelero— y en las vistas del Obersturmführer hasta confraternizan con sus subordinados. Las chicas de las SS, todas voluntarias, telefonistas y secretarias del campo, toman el sol en esplendidas tumbonas en el Solahütte, una colonia de vacaciones a orillas de un precioso lago a 30 kilómetros de Auschwitz. El propio fotógrafo, que aquí sí aparece, juega con un simpático perro —pastor alemán, por supuesto— que bien podía haber matado a dentelladas a algún cautivo.
Si señor, las de Höcker son unas imágenes plácidas. Y eso es lo malo porque nos demuestran lo que ya sabemos: que los mayores criminales de la historia pueden llegar al poder elegidos por las personas normales. Y que la gente corriente, el paisanaje apacible que puebla cualquier paisaje, es capaz de convertirse en la más monstruosa alimaña para sus semejantes. Bastó con que les convencieran de estar ungidos por las valquirias, los héroes que yacen en el Valhalla o los dioses de la peste y todos se creyeron de una raza superior.
Höcker fue condenado a siete años de cárcel por colaborar en el asesinato de un millar de hebreos. Cumplió sólo cinco. Al salir volvió al banco y a cultivar la fotografía como el buen aficionado que era. Murió en el 2000 con 88 años. Su álbum se perdió hasta que un oficial estadounidense lo encontró en un apartamento de Fráncfort y lo donó al Museo del Holocausto de Estados Unidos. Así se escribe la Historia. O así se ilustra, que será mejor decir en este caso.
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