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El albañil de los dedos sangrando y el libro que se salvó de la guillotina - Zenda
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El albañil de los dedos sangrando y el libro que se salvó de la guillotina

No era la primera vez que trabajaba en una obra, que desde los 12 había estado yendo a pintar casas particulares. A quitar el papel pintado de las casas y meter el gotelé. También a hacer trabajos de barnizador y lijarme las huellas de los dedos en los famosos “pitos”. Recoger cartones, cascos, echar propaganda,...

Trabajaba de albañil en una obra. Tenía 18 años recién cumplidos y quería sacarme el carné de conducir y comprarme un coche de segunda mano y recoger a mi novia. Pero aún no tenía el carné, y aún no tenía el ansiado coche de segunda mano. En cualquier caso sabía que, si no hacía nada, nada bueno me acabaría pasando, así que me puse a trabajar de ayudante de albañil en una obra. Era una pequeña urbanización de dos bloques pequeños en el barrio de Tetuán.  Así que todos los días tomaba el tren de cercanías en Móstoles para luego coger el Metro en Aluche e ir hasta la parada de Tetuán. Tenía que madrugar para estar vestido y con la pasta y los ladrillos de tosco listos para comenzar a las 08:00 la jornada, que nos habían dado metros a destajo y había que aprovechar.

No era la primera vez que trabajaba en una obra, que desde los 12 había estado yendo a pintar casas particulares. A quitar el papel pintado de las casas y meter el gotelé. También a hacer trabajos de barnizador y lijarme las huellas de los dedos en los famosos “pitos”. Recoger cartones, cascos, echar propaganda, o con 16 años pasarme de aprendiz el verano pintando colegios en la empresa “Pinturas Manzanares” de Vallecas. Ya sabía que, si quería algo que costara dinero, necesitaba hacer algo para tenerlo. Y en aquellos 18 años me tocó, antes de entrar en mi primer curso de la Ingeniería Informática de Sistemas de la Universidad Politécnica de Madrid, poner ladrillos, hacer pasta, cargar puntales y lo que tocara.

"Recuerdo aquel día en concreto porque me esperaba mi primera novia. Me esperaba para llevarme a la Cafetería de La Flecha y poder tomar un café juntos"

Y recuerdo un día en concreto. Un día que llegaba a eso de las 7:30 a la estación de Renfe de Móstoles totalmente molido y con los dedos de mis manos en completo penar. Al cargar el ladrillo tosco en pilas, se metían esquirlas muy pequeñas en los guantes que no salían con el sudor, y poco a poco se iban clavando en las yemas de los dedos, haciendo que sangraran como el rocío de una hoja. Con gotitas pequeñas que salían de mis huellas dactilares, casi borradas de la lija y las esquirlas. Recuerdo aquel día en concreto porque me esperaba mi primera novia. Me esperaba para llevarme a la Cafetería de La Flecha y poder tomar un café juntos. Y cuando llegué dolorido y me senté en el asiento de su Peugeot 205 blanco, con los dedos hechos fosfatina, le dije:

—¿Ves estos dedos con sangre?

Ella me miró la mano. Me cogió los dedos. Asintió.

—Pues quiero que sepas que voy a trabajar y estudiar como un “hijodeputa”, porque en el futuro estos dedos solo van a manejar un “ratón”.

La vida, y un chaval gallego mayor que yo, se llevaron a aquella novia que me abandonó mucho antes de que yo pudiera cumplir mi sueño. Pero sabe que cumplí aquella promesa que hice aquel día. Y sí, estudié y trabajé como un “hijodeputa”, de lunes a domingo desde que la hice. Creo que esa rutina de trabajar todos los días me viene de aquel juramento que hice al volver un día de poner ladrillos.

"Me di cuenta de que tenía que aprender más cosas. Pero no cosas de esas que se estudian en los libros. Esas son fáciles. Te las explican, te ponen unos ejemplos, resuelves unos ejercicios y carril"

Pero no iba a bastar con estudiar. Ni mucho menos. Habría que hacer aún muchas más cosas. Rápido descubrí que la vida no va de sacarse títulos. Aprobar exámenes es fácil. Si suspendes mucho es que aún no le has pillado el truco. Sigue probando. Para mí era casi como resolver crucigramas. Yo me hice experto en sacar las asignaturas, pero sabía que eso no valía para mucho si quería cumplir mis objetivos. Tendría que hacer mucho, mucho, mucho, mucho más para que se hiciera realidad mi sueño. Hoy, con 30 años de distancia con aquel día, miro atrás y me doy cuenta de lo lejos que estaba de imaginarme lo largo e intenso que iba a ser el viaje.

Además, a medida que mi mundo se fue expandiendo, a medida que mi esfera de conocimiento se fue ampliando, demostrándome que sabía mucho menos de lo que creía, me di cuenta de que tenía que aprender más cosas. Pero no cosas de esas que se estudian en los libros. Esas son fáciles. Te las explican, te ponen unos ejemplos, resuelves unos ejercicios y carril. Las difíciles iban a ser las otras.

Con los años he conocido a mucha gente, y un amigo del curro, al que adoro más que a las pesetas, me lo explicaba como a él se lo explicaba su madre —que a veces nos sentamos a hablar de lo que queremos a nuestras madres y lo mucho que nos quieren ellas—.

—Hijo, en la vida hay que ser inteligente y listo para los “recaos”.

Ahí, la madre de mi amigo podría hacer como Barack Obama en el discurso a la prensa y decir eso de: “Mamá, ¡out!” soltando el micrófono. Y es verdad, claro que hay que estudiar y saber cosas. Claro que es imprescindible saber lo que te enseñan en la universidad, en los libros que he leído como obseso, en los artículos de Internet y todo lo que aún estudio todos los días. Pero tuve que aprender que, para que esas manos no tocaran más ladrillos, hacía falta saber muchas más cosas.

"Lo malo de saber que puedes irte a una obra a volver a poner ladrillos, poner pisos, barnizar puertas o poner pladur, es que sabes que si tienes una dificultad puedes irte a una obra a volver a poner ladrillos, poner pisos, barnizar puertas o poner pladur"

Cosas que tienen que ver con los humanos, con habilidades para resolver problemas. Los tuyos y los de los demás. Desarrollar capacidades que te permitieran ser útil para la sociedad, para los demás, para resolverte tus dificultades tú solito. Aprendí a buscar compañeros de viaje que se juntaran a mí. A ayudarlos a ellos para que les fuera bien, que a nadie la va bien si le va a mal a los de su alrededor. Para que el camino fuera más llevadero. Una lista enorme de habilidades que no me enseñaron en ningún libro. Ni en los de autoayuda. De esas cosas que se aprenden en la piel, con los sentidos, con la carne. Con esos nervios que se comen el estómago cuando estás sufriendo. Con esas noches interminables de vueltas en la cama dando vueltas a un problema, como si fuera un cubo de Rubik para elegir el siguiente movimiento.

Lo malo de saber que puedes irte a una obra a volver a poner ladrillos, poner pisos, barnizar puertas o poner pladur, es que sabes que si tienes una dificultad puedes irte a una obra a volver a poner ladrillos, poner pisos, barnizar puertas o poner pladur. Sí, lo he dicho bien. Lo malo de saber eso es que sabes que puedes acabar haciendo eso si es necesario, y eso no compila con tocar un ratón y dedicarle la vida a mi pasión: la informática, que era a lo que yo me quería dedicar desde niño.

"Al final, era un trabajo que me permitía ganarme la vida, pero no me dejaba estar con mi gran pasión, que eran los ordenadores"

Lo cierto es que hoy, después de haber hecho muchos “recaos” para buscarme la vida, después de haber trabajado en desarrollar muchas habilidades y de haber estudiado y trabajado de la forma que me prometí a mí mismo, no he conseguido que esa máxima deje de tener vigencia en mi vida y sigo trabajando y estudiando de la misma forma. Sigo pensando que si no estudio, si no me esfuerzo en el trabajo, si no hago bien mis “recaos”, mañana me toca volver a ponerme el mono, los guantes, el casco e irme a la obra. Al final, era un trabajo que me permitía ganarme la vida, pero no me dejaba estar con mi gran pasión, que eran los ordenadores.

Cuento a mis amigos muchas veces que, cuando yo estaba en la obra, el encargado de ella, que era un chaval de unos 30 años, tenía la costumbre de reírse de mí. Yo no me juntaba con mucha gente, y en los desayunos y comidas leía libros. Me decía algo que siempre recuerdo:

—Chaval, tienes una cabeza que solo vale para llevar el casco.

No. Sería un gorro.

Lo cierto es que hay una intrahistoria muy peculiar de aquel tiempo en mi obra que se cerraría años después. Es una historia pequeña, pero muy especial para mí. Especialmente para aquel chico que era Chema Alonso con 18 años. Para un chico que salía a pasear a su perrito, mayor, al parque del Barrio de La Loma en Móstoles y se sentaba a leer. Siempre leía libros. Era bastante solitario, ya que nunca fui el más “popu” de nada.

"Como podéis comprobar, la forma de buscarse la vida en Móstoles cuando todo era inalcanzable ayuda a desarrollar muchas habilidades"

Ese Chema Alonso de 18 años que vivía en la Calle Barcelona tenía un vecino que trabajaba en una encuadernación muy grande que había en Móstoles, llamada “Atanes Lainez”, que ya no existe. Se cerró hace años. Y en esta encuadernación, como en todas, los libros defectuosos se tiraban a lo que se llamaba “El papelote”, es decir, a una jaula para destrozar y reciclar. Eso permitía a la empresa recuperar algo de dinero con los libros malos gracias al valor del papel. Mi vecino buscaba en la jaula antes de que se la llevaran a destrozar aquellos libros que pudieran estar medio bien, y luego me los ofrecía a mí y a otra clientela que había construido con el tiempo.

Yo le compraba rebajados muchos de ellos, los arreglaba, los forraba, y los devoraba. Como podéis comprobar, la forma de buscarse la vida en Móstoles cuando todo era inalcanzable ayuda a desarrollar muchas habilidades, como la de emprender negocios, vender, y encontrar eficiencias en los gastos.

Pues bien, en aquel año, cuando yo tenía 18, compré un libro viejo de un escritor que había visto en la televisión. Aún no había salido a la venta —estaba en la encuadernación—, y yo lo compré con pliegos sin cortar, la portada manchada de pegamento y hecho un guiñapillo, pero estaba completo. Así que genial. El libro en cuestión era El Club Dumas, que llegó a mis manos en 1993 cuando iba a entrar a trabajar de albañil en una obra en Tetuán. Así que se venía conmigo para acompañarme en la RENFE, en el Metro, en los bocadillos y en las comidas.

"Así que el día que comimos juntos por primera vez me llevé ese libro, sin contarle toda la historia. Avergonzado por estar ante él. Admirado y sorprendido. Y le puse el libro encima de la mesa para que me lo firmara"

Y me encantó. Me encantó tanto, que siempre que me preguntaban lo nombraba como uno de mis preferidos —si no el preferido—, por ejemplo en un artículo en 2011 hablaba precisamente de eso en mi blog. No sé si fue porque el libro hablaba de Los Tres Mosqueteros, de un amante de los libros, o porque fue mi forma de ser libre en aquel verano tan duro, con un futuro tan incierto por delante. Una forma de irse a otro universo, construido con maestría usando letras cosidas unas tras otras. Así que se coló en mi alma ese libro para siempre. Se me tatuó. Y…

… y la vida, después de trabajar y estudiar como un “hijodeputa”, me dio un día la oportunidad de conocer al escritor de aquel libro. De llevarle un libro salvado de la guillotina de la fábrica de papel reciclado en Móstoles, comprado de estraperlo antes de que saliera a la venta a un chaval de Móstoles, leído por un obrero de la construcción —siempre me consideraré un obrero porque lo he sido y sé que puedo volver a serlo—, cuando estaba luchando por cumplir su sueño de que los dedos de sus manos no sangraran y pudieran tocar un ratón.

Así que el día que comimos juntos por primera vez me llevé ese libro, sin contarle toda la historia. Avergonzado por estar ante él. Admirado y sorprendido. Y le puse el libro encima de la mesa para que me lo firmara. Y hoy es, probablemente, el libro al que más cariño tengo de mi biblioteca.

Mi libro de ‘El Club Dumas’ firmado por Arturo Pérez-Reverte.

El día que Arturo Pérez-Reverte me firmó el libro no sabía nada de esta historia. Ni de que una simple copia vieja de un libro pudiera significar tanto para mí. Pero es la magia de la vida. Para él fue firmar un libro a una persona que acababa de conocer y que le caía bien. Para mí, significaba cerrar un círculo que me llevó de unos dedos sangrando por los ladrillos toscos, hasta sentarme a charlar con uno de tus ídolos. Y es que mi futuro, cuando hice el juramento, estaba por hackear, pero aún no lo sabía.

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Chema Alonso

Es el actual Chief Digital Officer de Telefónica. Es uno de los ponentes más populares en las conferencias de hacking y ciberseguridad de todo el mundo durante más de una década, donde ha presentado y presenta sus trabajos de investigación e invocación tecnológica. Fue Most Valuable Professional de Microsoft durante 12 años en el área de ciberseguridad. En su formación académica, Chema Alonso es Doctor por la Universidad Rey Juan Carlos en Seguridad Informática, donde además sacó su título de Ingeniero Informático. También es Ingeniero Técnico en Informática de Sistemas por la Universidad Politécnica de Madrid, que le nombró Embajador Honorífico de la Escuela Universitaria de Informática. Ha recibido la Cruz del Mérito de la Guardia Civil con distintivo blanco y en 2020 fue nombrado Doctor Honoris Causa por la URJC. Puedes contactar con él en mypublicinbox.com/ChemaAlonso

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