“Qué será de nosotros”, me preguntó una noche del mes de julio, después de oírnos en una espinosa tertulia radial acerca de la electrizante crisis política y económica que se había desatado. Parecía espantada y dolorida. “Solo Dios lo sabe”, le respondí con sinceridad. Magdalena solía escuchar nuestro programa nocturno; en tiempo real, me enviaba por WhatsApp sus mensajes breves y rasantes sobre la actualidad caliente, pero con mucho más entusiasmo me mandaba también comentarios sobre los temas fascinantes que nos unían, como la música popular exquisita, las películas clásicas en blanco y negro, y las novedades literarias; también sobre antológicos momentos de su propia historia: fue una valiosa testigo de época. Cuando hablaba de “nosotros” no se refería a oficios o parcialidades, sino directamente a los argentinos, en zozobra por una superinflación incendiaria, una pobreza creciente, una lucha obscena y antropófaga dentro de la mismísima coalición gobernante, una permanente sombra autoritaria y un clima general enrarecido. Fue la última vez que nos comunicamos, y a pesar de que se apagaba lentamente, a la hora de la verdad su muerte no dejó de sorprendernos y sacudirnos: a Magdalena Ruiz Guiñazú la juzgábamos —parafraseando a Borges— tan eterna como el agua y el aire. Y lo curioso es que el destino tenía reservado para ella un imprevisto acto final: las necrológicas que inundaron los diarios y los sitios de noticias, en el contexto de una feroz ofensiva contra la libertad de opinión, parecieron refrescar de pronto la memoria de esta nación amnésica. Porque la gran dama de Radio Mitre practicó la valentía aun en tiempos de censura militar; Hebe de Bonafini, antes de convertirse en una vocera partidaria, se lo reconoció: “Siempre recordamos con mucho afecto que usted como mujer fue la primera que habló de las Madres por la radio. Eso no lo olvidamos nunca”. Pero lo olvidó en su ulterior fase kirchnerista, cuando la acusó de haber confraternizado con la dictadura —Magda le inició una querella— y luego cuando la incluyó en su “juicio popular” a medios, reporteros y columnistas que habrían sido presuntos colaboracionistas del nefasto régimen de Videla. Toda esa operación de fascismo callejero, cargada de odio, derivó como se sabe en el “simpático” juego de los carteles: los militantes llevaban a sus hijos para que escupieran las fotos de los abominables enemigos de la patria. La imagen de Magdalena fue escupida con enjundia y a cielo abierto por aquellos adalides de la paz y el amor.
Los obituarios también recordaron cuando Ruiz Guiñazú integró la Conadep, fundamental comisión para denunciar con pelos y señales la violación de los derechos humanos y titánica tarea que el justicialismo desdeñaba y resistía: Luder venía con una amnistía para los represores; el triunfo electoral de Alfonsín la desbarató. Treinta años más tarde el propio peronismo intentó adulterar el “Nunca más” para invisibilizar el prólogo de Ernesto Sábato con el argumento de que convalidaba la “teoría de los dos demonios”. Magdalena se enfrentó cara a cara con funcionarios kirchneristas, de larga vinculación con montoneros, que por orden de Néstor Kirchner llevaban a cabo esta artimaña con la que pretendían exculpar al “peronismo revolucionario” de sus horribles crímenes políticos de la década del 70. La romantización de la “juventud maravillosa”, con sus ideales totalitarios y violentos, fue una política de Estado del kirchnerismo y de La Cámpora, que se dice a sí misma la Orga en frívola reverencia a la Orga del trotyl. Esta reivindicación del montonerismo, esta pedagogía a favor de aquellos terroristas del bien, es lo que habilita ahora a Vaca Narvaja a vanagloriarse de sus “hazañas” y a reclamar para sí mismo un virtual título de nobleza dentro del “movimiento nacional y popular»; también facilita que Mario Firmenich —lobista del chavismo y del régimen de Nicaragua— escriba una proclama sobre la Argentina —justo en estos tiempos tan delicados para la democracia y la paz social— y agite con ella la idea de que existe un “odio gorila” que conduce a una “guerra civil” sin que nadie se sienta obligado en el oficialismo a repudiarlo con fuerza. Imaginemos por un instante qué ocurriría en Europa si los jerarcas de ETA o los cabecillas de las Brigadas Rojas demostraran semejante descaro e irresponsabilidad.
Fue también Magdalena quien cohesionó a los periodistas más prestigiosos para hacerles frente a los ataques y persecuciones del menemismo y quien años más tarde viajó a Washington para denunciar ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos la peligrosa campaña de los Kirchner contra la libertad de expresión. Todos estos episodios resurgieron a la luz y lo hicieron precisamente cuando su gran amigo Joaquín Morales Solá acababa de escribir la dramática disyuntiva de esta hora: “Periodismo o genuflexión”. Es como si Magda, con su muerte, hubiese brindado así el último servicio a la memoria, a la verdad, a la justicia y a la prensa libre en un momento de acoso y de chantaje emocional y político contra todos esos valores. Porque el múltiple embate ordenado a minutos del fallido atentado a Cristina Kirchner consistió básicamente en nombrar instigadores de Sabag Montiel no solo a los periodistas independientes y a la oposición dura, sino muy especialmente a los magistrados que están juzgando a la vicepresidenta. El mismo domingo, luego de los cariñosos saludos de Maduro y sus ardorosos consejos sobre las bondades de su “ley del odio”, el inefable senador Mayans tuvo su momento pentotal. Con el suero de la verdad en las venas, dijo: “¿Queremos paz social? Paremos el juicio de Vialidad”. El lunes por la mañana era fácil decodificar lo que pretendía el kirchnerismo para cesar las hostilidades. Un pliego de condiciones que podría resumirse en estos puntos: ciérrense las causas por corrupción abiertas contra nuestra amada líder; pónganse en comisión, de inmediato, a fiscales y jueces del lawfare: es decir, a quienes trabajan o hayan osado hacerlo alguna vez en esos expedientes; anúlese el periodismo crítico porque llama al rencor, y cancélense los discursos de la oposición denunciadora. Cumplidas estas condiciones, reinará la concordia.
La semana en que Magdalena murió estuvo signada por una escalada de demagogias, prepotencias, psicopatías, emplazamientos, amagues, delirios y sospechas. Al séptimo día aparecieron las encuestas, y resulta que las esperanzas secretas del Instituto Patria se vieron un tanto frustradas: creían que el intento de magnicidio haría crecer de manera espectacular la imagen de la jefa, pero se encontraron con la incredulidad de muchísima gente —fruto de tanta mentira previa— y con el rechazo inmensamente mayoritario de ciudadanos de a pie empobrecidos, hartos de no tener futuro, amenazados todos los días por delincuentes armados y refractarios a las conflagraciones del microclima político: el oficialismo vive en esa burbuja y demuestra así su gélida indiferencia frente la angustia social. El viernes comenzaron a pensar entonces en cambiar la estrategia, llamar a un diálogo hipotético con los “instigadores” y a una misa por la reconciliación, y retornaron a su clásica marcha en zigzag por la cornisa. Nadie en la Argentina puede siquiera imaginar qué sucederá a partir de ahora. “Solo Dios lo sabe”, como le dijo este articulista a Magdalena Ruiz Guiñazú. Que en su partida develó su crucial legado: formarse y no dejarse vencer, porque lo cortés no quita lo valiente, y si arrecia el temporal lo mejor siempre será, como Gene Kelly, bailar bajo la lluvia.
*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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