Eduardo Martínez de Pisón es uno de nuestros sabios, un erudito con botas, un hombre que ha sabido conjugar el riesgo de la aventura con el desafío del conocimiento. Con toda su añada encima, es de 1937 y carga sobre los hombros con 86 inviernos, que ya son. El veterano geógrafo, una eminencia fuera y dentro de la universidad, autor de Miradas sobre el paisaje, Más allá del Everest y El largo hilo de seda: Viaje por las montañas y los desiertos de Asia Central, mantiene viva una agilidad natural, espontánea, y los reflejos de un conversador vivaz. Habla con entusiasmo juvenil, trabando la conversa de títulos de libros, nombres, mitos, héroes. Se crio en el regazo intelectual de Giner de los Ríos, de Francisco, «el gran maestro de nuestra cultura española», como lo define, que fue el hombre, el pedagogo en realidad, que le inculcó la manera de acercarse a la naturaleza y también la forma de impregnarse de ella. «Sus enseñanzas fueron una doctrina vital que me ha iluminado. Yo no pude encontrarme con su figura, sino con su legado, porque él había fallecido».
Hoy es un hombre de hábitos frugales, que considera que está bien ser comedido, algo que vertebra bastante bien con sus periplos del pasado. «Tienes que procurar ser lo más comedido posible. Pero no solo en esto, en el montañismo. En otros muchos sentidos, también. En este caso, la aventura, la exploración, la austeridad te viene dada por las propias condiciones de vida. No estás metido en el mundo de los lujos, las banalidades y las pompas. Estás acompañado por pocas personas, en sitios remotos donde predomina la naturaleza. Pero esto se puede extender a otras cuestiones. Yo entiendo que la gente busque la ostentación y la dádiva, pero qué le vamos a hacer, siempre hay gente que es ascética y gente que no lo es».
***
—¿Cómo se conjuga el esfuerzo y el riesgo en una expedición?
—El esfuerzo es imprescindible, pero en todo logro tiene que haber un sacrificio. Lo otro es la lotería, son logros banales. Avanzar en la civilización, la cultura y la ciencia implica una gran cantidad de esfuerzo. Es inevitable. El esfuerzo siempre se premia. Las cosas obtenidas con esfuerzo son mucho mejores que las obtenidas gratuitamente y tienen una impregnación en la vida notablemente superior a las cosas regaladas. La escalada de una montaña a cuerpo limpio, subiendo, metiéndote entre las rocas, tiene un premio de tipo ético, de tipo moral. Tiene una enorme repercusión en la persona. Si te depositan en una cumbre con un helicóptero habrá una vista bonita, pero jamás tendrás esa sensación de premio, de que has conquistado algo. En cambio, si te subes en un teleférico o te depositan en un autogiro o en un helicóptero en una cumbre no hay tal premio. Habrá vista bonita, habrá lo que sea, pero no eso. Si asciendes en una telecabina no tienes esa sensación de premio, de que has logrado algo a través de ti, de tu propio esfuerzo.
—La montaña no es la cumbre.
—La montaña es el camino. El camino está en la primera línea. De hecho, el primer montañismo, que era la victoria sobre las cumbres inaccesibles o aparentemente inaccesibles, como la del Cervino en 1865, fue variando hasta convertirse en rutas. Al final la ruta, ya muchas veces sin cumbre, es lo que tiene importancia y lo que luego acaba por función. Es lo mismo con un libro: un libro no es el final del libro, es desde la primera letra. Un río no es la desembocadura del río, es todo su transcurso desde que nace, se prolonga por muchas regiones, visita a mucha gente y luego desemboca en el mar. Esto mismo se podría decir de la propia vida. La vida es un transcurso. La vida es un camino, aunque no haya sino estelas en la mar, como decía Machado.
—¿Y el riesgo?
—La vida es riesgo. Desde el momento en que naces estás amenazado de muerte. Solamente los que no nacen se libran de la muerte. Entonces, la vida es riesgo. La muerte llega antes o después. No tiene vuelta de hoja. Por eso la montaña es como la vida. Por eso la montaña es una enseñanza de la vida. No tiene que ver con algo ajeno. No paralizas la vida: vas a la montaña y luego vuelves a la vida. La montaña es un modo de vivir, una manera de vivir, pero el riesgo que asumes en el montañismo, la exploración o en los parajes remotos se incrementa. Sin embargo, no es más que el que tienes conduciendo en la autovía a Bilbao. Cada riesgo tiene una literatura detrás. El riesgo en alta mar, en un tifón, tiene a Conrad, que ha escrito sobre eso y tiene una forma de vivirlo. El riesgo en una carretera secundaria no cuenta y, sin embargo, puede ser mayor.
—Entonces, hay que asumirlo.
—Sí, en montaña existe, hay que asumirlo, es otro tipo de riesgo. Pero claro, hay un tipo de riesgo concreto, y lo que tienes que hacer es ser más listo que el riesgo, ser más competente físicamente para ciertas cosas y más competente intelectualmente, porque el riesgo se controla también con la cabeza, con el pensamiento, con la experiencia, con la intuición de lo que es ese mundo a través de la experiencia, que cada vez que sobreviene sabes lo que va a ocurrir. Entonces lo puedes eludir, no acudiendo a él o sorteándolo, o siendo capaz de superarlo. Cuando se cruza un río tumultuoso no se trata de lanzarse al agua. Es ver por dónde lo puedes cruzar y si el salto entre piedra y piedra te da de sí o no. Esa es la cuestión.
—Depende de uno.
—Sí, eres el que tiene que dilucidar lo que es ese riesgo. El riesgo es igual que el esfuerzo. Hay que asumirlo y ver qué hay que valorar. Está dentro de la norma, dentro de lo estipulado, dentro de lo que es el mundo, pero si te fijas en lo que es la naturaleza te darás cuenta de que está llena de peligros, incluso entre los mismos seres que la pueblan, entre el antílope y el leopardo, entre cualquiera de los elementos que hay dentro de ella.
—Es dura.
—La naturaleza es implacable y la naturaleza es indiferente. Es indiferente y no mueve un dedo, pase el último de los villanos o el más excelso de los monarcas. La naturaleza no se mueve. Y esto lo experimenté en Groenlandia, siendo un paisaje tan absolutamente fabuloso. Estábamos en una expedición muy pequeña, de amigos, completamente aislados en un lugar muy remoto. Nos tenían que venir a buscar al cabo de un mes, pero entre tanto teníamos un aislamiento completo. Esto fue en los años 70. Nos había los instrumentos de comunicación de ahora, como teléfonos móviles ni nada parecido. El aislamiento era absoluto. Yo hice algunos estudios en la zona para los cuales fui solo. Normalmente vas con compañeros, pero eso siempre crea una especie de burbuja alrededor que tiene que ver con el mundo tuyo más que con el mundo que te rodea. Pero si vas solo estás en diálogo con el escenario. No tienes otro interlocutor. Hablas con las piedras, hablas con los cielos, hablas con las rocas. Pero eso te impresiona de una manera extraordinaria. Te puede abrumar, porque en una naturaleza tan inmensa y tan brutal como el interior de Groenlandia te puede resultar sobrecogedor. Yo me di cuenta de cómo somos allí. Soplaba un viento feroz que te podía arrastrar, que te podía llevar detrás. Bueno, allí no eres nada, eres una brizna, una hormiga en aquel mundo.
—¿Qué lección extrajo?
—Es muy educador. Eso educa mucho porque te hace darte cuenta de esa impasibilidad que tiene la naturaleza, cómo es de indiferente a todo lo que tú eres. Acabas entendiendo la naturaleza y comprendiendo que no puedes esperar nunca un trato recíproco de la naturaleza. Del hombre sí, de un animal, pero no de la gran naturaleza inerte, un hielo, una roca. No puedes esperar que te considere. Ni que te responda. Eres tú quien te regalas o le regalas a esa naturaleza tu tránsito. En mi caso mediante un estudio, unos trabajos, un dibujo, una fotografía del terreno, pero no puedo esperar absolutamente nada de la naturaleza.
—Si la naturaleza es implacable, ¿qué le atrajo de la naturaleza para convertirse en geógrafo?
—Dos cosas, sí. Por un lado la belleza de la naturaleza. Al menos, para mis ojos educados y probablemente románticos, es bellísima. Luego porque te crea un modo de vivir extraordinariamente satisfactorio. Puedo ser parco en el comer, pero no soy parco, en cambio, en el gozo de entender lo que es la naturaleza. Es decir, no es solamente lo que yo veo, sino que me pregunto por qué esto es así. Tengo una enseñanza y unos aprendizajes que he adquirido, y por eso leo el paisaje. Tengo el idioma que me permite leerlo, y por eso se lo puedo transmitir a otros. Esa es la tercera fase, después de haber experimentado la belleza y después de haber encontrado respuestas a tus preguntas: tienes la satisfacción de podérselo contar a terceros. Eres un embajador al que han llevado a un lugar escogido para que luego se lo cuentes a los demás. Entonces, no hay mayor delicia que contar las partes del mundo. Eso lo decía Marco Polo. Eso gratifica extraordinariamente. Si tienes alumnos porque tienes alumnos, y si no tienes alumnos, como ocurre ya porque estoy jubilado, pues en una conferencia o en una entrevista. O contándolo a través de la escritura.
—Es importante eso.
—Es seguir enseñando por escrito. Dejas la enseñanza oral. Ya no ves los ojos de los alumnos, que es importante, porque son instigadores. El libro que hagas o el artículo que redactes será a partir de entonces del lector. Ya no es tuyo. Es magnífico. Me gusta escribir libros, pero requieren mucho esfuerzo y mucho sacrificio, porque te impiden hacer otras cosas. Te tienes que encerrar —parece que estás enfermo y te has metido en la cama—, pero cuando sale es una enorme satisfacción. Los libros no dan dinero, solo trabajo. Salvo que seas un autor de los que venden millones, una obra solo proporciona una satisfacción moral: el de haberla escrito, de saber que tus ideas se propagan y que tus conocimientos los leen otros.
—¿Es relevante la literatura para el montañismo? ¿Hay que llevar en la cabeza una mochila de lecturas, por explicarlo de alguna manera?
—Hay una frase de George Sand que decía: «La inteligencia busca, el corazón encuentra». El corazón es lo literario. Es decir, hay una parte cordial del trato con los demás y con la naturaleza que es puramente espiritual, y eso cuenta muchísimo. Y hay que darle su sitio. Humboldt decía que sobre los aspectos puramente físicos o puramente materiales que tú puedes estudiar o analizar en la naturaleza, cuando ves una cascada cayendo existe algo que te mueve y que no tiene que ver con el estudio, sino con la belleza, la grandiosidad, el sentimiento de lo sublime, que te mueve ciertas parcelas de tu ser. Por eso es importantísimo llevar contigo una mochila literaria. Esto lo contaba un alpinista, Eric Shipton, que cómo se puede comprender que cuando tenemos paz de espíritu, un hogar confortable, una vida familiar adecuada, nos vamos a ver polvo. ¿Qué es lo que te mueve? Bueno, pues lo que sale de tu propio espíritu no. Pero hay algo más.
—Diga.
—Quien ha leído la epopeya polar está vapuleado internamente por las emociones que surgen de esa literatura, se le ha llenado la cabeza, como a Don Quijote, de fantasías. Entonces, es muy difícil dilucidar qué es lo fantástico y lo real cuando te mueves en ese sentido y sales al campo a hacer quijotadas. Luego la realidad te responde y te da de golpes, pero la cabeza la llevas amueblada de cosas interesantes y también de incentivos. Los autores te permiten ver mejor lo que tú no verías por ti solo. No solo los literatos, también los pintores. Tú has visto un cuadro de Sorolla, pongamos por caso, y llegas al mismo lugar, y él te lo está enseñando también. Te ayuda a ver de una manera más sutil, más delicada, más interesante, más pictórica, a ver con más categoría. Si tú has leído un párrafo de Miguel de Unamuno sobre la Sierra de Francia y vas a la Sierra de Francia con Unamuno metido dentro de la cabeza, ves cosas que él te he enseñado a ver. Hermann Hesse, o John Steinbeck, o el que sea te ayudan a ver el mundo de una manera más delicada y rica. Entonces, ¿es conveniente llevar la cabeza como Don Quijote, cargada con libros de caballerías? Bueno, eso te permite salir al campo a defender a Dulcinea, que no le hacía ninguna falta que la defendiera a nadie, pero las fantasías son estupendas.
—Es un intelectual que se atreve a ir a la montaña.
—Pero cuidado, ese puede que sea yo, pero no tiene para nada que ser así. Cada cual tiene su propia biografía y su manera de hacer las cosas y tiene su modo de entenderlo. Solo es conveniente, en general, que las personas sepan que no se está solo en el mundo, y que uno no es Adán, que no ha inventado nada. Hay un sentimiento de la montaña que ya lo han expresado antes otras personas. En este aspecto, el montañismo es casi tan prolífico como personas que lo han practicado, y cada uno lo hace suyo de alguna manera. De hecho, las aportaciones de tipo más personal, como pueden ser las de Walter Bonatti, son muy interesantes. El acercamiento a la montaña no tiene por qué ser erudito. En absoluto. Y los hay que lo han hecho muy bien. Te queda el reflejo de lo que han aportado. Lo que pasa es que si no dices nada, no escribes una línea, ni dejas una foto, nadie se va a enterar. Es solo una mera vivencia, experiencia personal, interna… y eso no deja de tener algo de egoísmo en el fondo, porque solamente cultivas tu yo. Pero el que comunica y participa de lo que ha vivido en una cumbre y se lo da a los demás, eso ayuda, y también hace pasar buenas horas. Sobre todo si eres lector, pero conozco extraordinarios alpinistas y magníficas personas que no son eruditos.
—¿Qué expedición o experiencia subrayaría?
—Mencionaría dos: una que es vital y otra, científica, que ha sido enorme. Sobre todo porque en mi época no había Google Earth y era imprescindible acudir a los sitios para enterarte de cómo eran. Si yo quería saber cómo eran las Torres del Paine tenía que ir. No había Internet ni mapas ni nada. Las Torres del Paine eran una cosa fantasmal que había por ahí. Era imprescindible estudiar el terreno. Hacer tus mapas. Si querías ir a la Antártida te ocurría lo mismo. Tenías que ir a Inglaterra a buscar los suyos. Había pocos mapas. No hay comparación entre los glaciares de los Andes, los del Himalaya y los de los Alpes. He tenido que ir a los tres sitios para para poderlo saber. Desde el punto de vista científico era indispensable viajar. Especialmente en mi época. Pero desde el punto de vista vital… ha sido una parte sustancial de mi vida. Sin expediciones ya no sé a estas alturas de la vida qué sería yo. La cantidad de tiempo que he pasado en el Himalaya… Empiezo a sumar las expediciones y te salen años. Y es que ha habido temporadas enteras de mi vida en que yo he estado en la Antártida, los Alpes o el Himalaya. A veces en el mismo año. Por el año 83 me parece que fue. Acumulas una enorme cantidad de conocimientos, pero al mismo tiempo experiencias vitales extraordinarias.
—Estudio y aventura.
—Sí. Se juntaban la grandeza de los lugares y el reto de vivir allí. Muchas veces he estado para poder hacer mis trabajos. Me internaba por una montaña con los alpinistas, pero yo no iba a hacer alpinismo en el sentido estricto. Yo secundaba a los alpinistas. Eso me permitía internarme en lugares extraordinariamente lejanos, profundos y altos, pero luego tenía que hacer lo mío, mi mapa. Me quedaba solo en diálogo con la montaña, las morrenas y los glaciares. Lo interesante es que cuando vas solo y no haces ruido, entonces la fauna se confía y no se espanta. Es cuando sorprendes a un zorro, un águila, una cabra, un ciervo, y una vez casi me topo con un oso.
—¿Casi?
—No tiene importancia.
—Bueno, eso dependerá del tamaño del oso.
—Estaba lejos. Solo fueron las huellas. Fue en Alaska… Bajaba por una morrena. Iba con Sebas Álvaro, solo que él estaba bastante atrás, en otra cosa, y de repente en la grava había huellas de oso y de ositos. Una madre con crías es peligrosa. Me quedé parado. Entonces me dije: «¿Doy dos pasos adelante para ver qué es lo que hay al otro lado y me puedo encontrar con la osa y los ositos, o no los doy?». Y tuve la enorme imprudencia de seguir adelante después de habérmelo preguntado a mí mismo. Al final las huellas eran de hace una hora. Eran huellas recientes, pero no actuales. También he visto huellas del leopardo de las nieves, pero no lo he visto nunca. Ha sido una pena. Vi sus pisadas en la arena de la orilla de un glaciar. Había pasado media hora antes… Cuando vas solo tienes un contacto con la naturaleza muchísimo mayor. Tú eres naturaleza, ya no eres un espectador, un estudioso. Tú eres un trozo de ella, como esos animales, que cada uno va a lo suyo. Es un sentimiento fantástico, porque es un sentimiento de integración. Es una maravilla la soledad en el monte.
—¿Qué supuso para usted la Antártida?
—Bueno, veníamos trabajando en los años 80. Entonces surgió el Plan Antártico Español, una prolongación de la Universidad y del Consejo de Investigaciones Científicas, que llevaba el Estado y que pertenecía a una política internacional de integración de España, que estaba dentro de los firmantes del Tratado Antártico. Se nos ofreció la posibilidad de ir. Hicimos el plan de trabajo, lo aprobaron y nos vimos embarcados. Aquello fue una extensión de nuestros trabajos y un complemento extraordinario. Lo que pasa es que cuando llegas a la Antártida es en un ámbito estrictamente internacional. Ya no es la ciencia española o europea, es la globalización completa… Donde yo estuve eran unas islas muy castigadas por un clima absolutamente perro, tremendo, donde estaba constantemente soplando un viento cargado de humedad. Es un tiempo que aguantas mucho peor que un pingüino, como es lógico, o que una foca, por muy buen equipo que puedas llevar. También estuve acampado en otros lugares, en la península de Byers, por un mes y medio. Es un sitio desolado como pocos. Ahora han puesto un refugio. Entonces había tiendas y se helaban las cremalleras. Fue una experiencia extraordinaria. De las más impresionantes que he tenido.
—¿También se quedó solo alguna vez?
—Sí.
—¿Y qué impresión le causó?
—Grandiosa. Dios, no quiero exagerar, pero esa impresión de soledad. Cuando nos marchábamos me di una vuelta para despedirme del lugar. Me senté. Era el atardecer, por llamarlo de alguna manera, porque ya sabes que el día es continuo. Yo estaba sentado tranquilamente allí, y esos lugares, digamos, me dijeron adiós mediante un rayo verde. Sí, vi el famoso rayo verde. Salió instantáneamente e iluminó el glaciar. Eso fue. Me quedé pasmado, maravillado. Me volví a la base andando, porque estaba a centenares de metros, llegué a la base y me lo guardé para mí. Fue una experiencia maravillosa, no de contacto con la naturaleza, sino de diálogo con ella. En otra ocasión, en una expedición, nos dejaron en una zodiac en un lugar, cercano a una playa. Tuvimos que cambiar, porque era terreno de elefantes marinos y nos echaron. Pero cuando estábamos allí, en medio de un día antártico, con el cielo cubierto de nubes, de repente todo se oscureció y se hizo de noche. Duró unos minutos y luego se volvió de día. Fue un eclipse. Tener un eclipse allí es impresionante. Es de Julio Verne. Solo ocurre en las novelas. Pero nos ocurrió. Fue una experiencia magnífica.
—¿El Himalaya?
—Es maravilloso, una preciosidad. Una belleza a raudales. Tiene varias cosas. Por un lado el Tíbet, que es árido, el Nepal, que es muy verde, muy tropical, y luego tiene gente, tibetanos y nepalíes, gente que canta, que ríe, que te acoge. Allí obtienes una serie vertical de vegetación portentosa, desde las cotas más altas hasta una vegetación tropical donde hay bosques y tigres. Es una muestra de la naturaleza espléndida, que no tienen otras montañas. Lo del Himalaya es portentoso. Hay bosques de rododendros gigantes, y por allí vas andando como si fueras un enanito. Hay bosques inalterados de abetos. Luego, a pesar de las aglomeraciones que hay en el Everest, existen otros sitios que te permiten mucha exploración, o porque hay valles infinitos y picos que no los conoce nadie. Bueno, los conocen los pastores. Es un sitio extraordinariamente atractivo desde el punto de vista de la exploración y de averiguar cosas nuevas.
—Hay una definición del alpinista: conquistadores de lo inútil.
—Sí, es de Lionel Terray. El alpinismo se trata de subir a las montañas, pero ¿qué es una cumbre? Las cumbres pueden ser de hielo, y en nuestras latitudes son un montón de rocas. Allí no hay nada, salvo el paisaje de tu alrededor. Solo es el placer personal de haber llegado, pero a un punto en el cual estás más en el cielo que en la tierra, y no lo digo en el sentido religioso. Lo digo en el sentido físico. Cuando estás en una cumbre estás rodeado de cielo por todas partes, incluso por debajo. Es la mínima expresión de tierra y la máxima expresión de cielo. Luego también es el recorrido por lugares insólitos, que te permite entrar por paredes llenas de arbotantes. Aquello es fabuloso. Te permite encontrar cosas maravillosas. No buscas ninguna otra cosa. En el primer alpinismo se buscaba una justificación de tipo científico. Si no la había parecía un lujo, porque muchas veces lo hacían los aristócratas. Tenían que buscarle una razón, pero llega un momento en el que el alpinismo se libera de esto. Hay una anécdota a este respecto de Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa, el primero que escaló el Naranjo de Bulnes, en 1904, con lo que abrió el alpinismo español, y una persona muy valiente, no solo por eso, sino porque creó en España los parques nacionales, que fue otra muestra de arrojo notable en nuestro país. Él, una vez, iba con un geólogo por los Picos de Europa y unos hermanos suyos. Se toparon con una veta de cuarzo, «vamos a seguirla». Los otros dijeron: «Entonces vamos a cazar unos rebecos que hay por allí». Pero él dijo que ni una cosa ni la otra. Subió a la cumbre de Peña Santa y se sentó allí. Ese día nació verdaderamente el alpinismo. Esos son los conquistadores de lo inútil.
—Ha defendido que la aventura también se puede buscar en Guadarrama, los Pirineos o el Monte del Pardo, que ya es decir.
—(risas). Pues es verdad. Son compatibles. Hay que conocer el mundo, y hay que ir lo más lejos posible, pero la aventura está en tu propio espíritu, en tu interior. La experiencia vital puede ser extraordinaria. Pero si el monte está urbanizado, convertido en un tiovivo, eso ya no lo puedes tener. Sin embargo, si Guadarrama se conserva en pureza y se mantienen sus claves naturales sin tocar, eso lo puedes obtener. Metiéndote por un callejón de La Pedriza puedes volver con el espíritu colmado de satisfacciones, porque tú has tenido esa experiencia vital. Recuerdo una vez en la Antártida. Bajaba de un pico. Estaba solo y ya era tarde. La nieve se estaba derritiendo y había formado arroyos. Uno descendía cantando con alegría y, de repente, me recordó el Pirineo. «Esto es como los arroyos del Pirineo», me dije. Qué bonito, ¿no? En lo más remoto adquirió valor esa anécdota por lo más próximo que había vivido. Lo comparas con algo próximo que a lo mejor antes no valorabas y que allí sí lo valoras. Así que las dos cosas son perfectamente compatibles.
—Y necesarias.
—Sí, porque todo hombre necesita tener un punto de arranque y un punto fijo: de dónde eres. Las personas somos de donde somos y no puedes tampoco perder eso, porque entonces te conviertes en un apátrida. Pero si tú tienes tu puesto en Guadarrama o en el Pirineo, desde allí puedes mirar el mundo. Es bueno tener un hogar, lo que pasa es que no conviene perder el espíritu aventurero, ni que la naturaleza se pudra por deseos urbanitas, económicos o de otro orden. Hay que guardar un poco de desierto para el espíritu. Si el mundo se queda sin desiertos, ya no es el mismo mundo, es un mundo menos atractivo.
—¿Es inherente la aventura al espíritu humano?
—Es connatural. El espíritu humano es aventurero y gracias a eso ha progresado y gracias a eso emigró de África y se expandió la especie humana. Si no fuera así estaría todavía en la caverna. Sin la aventura no se habría hecho el mapa de la Tierra. El mapamundi se hizo a base de aventuras y de muertes, a través de la exploración de los siglos XVI y XVII, con la conquista de los polos, adentrándonos en el desierto, en la selva. Sin la aventura no habría habido una imagen del mundo. Estaríamos todavía pensando que hay un océano tenebroso que no se puede atravesar. Pero hubo aventureros que se metieron en unas carabelas para ver qué es lo que hay, para ver si llegaban a Asia. Hace falta ser inconsciente. Insensato. O como Magallanes, metiéndose por el Estrecho. Yo lo he recorrido y aquello es un laberinto. No sé cómo salieron por el otro lado. Y esto se puede extender a todas las facetas de la vida.
—¿Qué es un héroe?
—Un héroe es el que es capaz de dar todo lo que tiene, que es su propia vida, por algo hermoso, por un ideal. Eso es un héroe, en cualquier aspecto. Es el que está dispuesto a ofrecer lo único que tiene de verdad por ese ideal. A lo mejor no sales vivo de la prueba, pero el acto ha sido heroico, porque vences el miedo. Esos son los héroes. Pero claro, tampoco se puede ser dar la vida por cualquier tontería o absurdo.
—¿Cuál debe ser la actitud del aventurero?
—Tener curiosidad y tener respeto hacia la Tierra y con los demás. No ir imponiendo, no ser un conquistador, sino ser conquistado por los sitios. En el Himalaya, si vas deprisa no vuelves impregnado por nada. Hay que ir despacio y detenerte en las cosas.
—Como Tom George Longstaff.
—Sí, él fue un aventurero extraordinario, que tenía un enorme ingenio y una capacidad en sus viajes, sobre todo en los viajes del Himalaya, para ver las cosas que es verdaderamente fina. Era un médico que acudía a la montaña. Era muy afín a mí. Era un escalador que buscaba las montañas que no estaban cubiertas por la normalidad. Iba a lugares muy perdidos. Es un tipo de explorador extraordinario. Decía cosas preciosas. Recuerdo una, sobre el Himalaya. Cuando miraba las estrellas de noche, allí me di cuenta de que el cielo no era plano, sino que tenía profundidad. Hay estrellas detrás de las estrellas y otras estrellas que están detrás de esas estrellas. Así hasta el infinito. Yo, un día, salí de la tienda de campaña en el Himalaya para mirar si era verdad, y es verdad. Se ve la profundidad del cielo, el abismo que tiene. Y es impresionante. Es ver la Tierra en el universo. Eso es lo que aprendí de Tom George Longstaff, otro de los grandes y maravillosos maestros que te enseñan qué tienes que ver en la naturaleza.
—No es poco.
—Para nada.
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