Cuando Baruch de Spinoza fue excomulgado de la comunidad judía de Amsterdan en 1656, el filósofo y pulidor de lentes escribió una Apología para justificar su salida de la sinagoga. Poco después hubo de marcharse de la ciudad para instalarse en Leyden porque un fanático judío intentó asesinarle. Cuenta la leyenda que Spinoza guardó la capa atravesada por una cuchillada para no olvidar nunca que el pensamiento no siempre es amado por los hombres.
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—Cuentan que escribe una novela en marcha. ¿Qué es exactamente una novela en marcha y hasta cuándo marcha?
—Es una buena pregunta que, me temo, va a necesitar una respuesta un tanto larga. Todo empezó en 2008, cuando publiqué El boxeador polaco, un librito de seis cuentos contados por una sola voz, por ese otro Eduardo Halfon que ahí nace, y que pasó desapercibido en España. No pensaba escribir al respecto cuando, de pronto, uno de aquellos cuentos se convirtió en 2010 en capítulo de mi novela La pirueta. Y en 2013 otro de esos cuentos pasó en 2014 a ser otro capítulo de otra novela, Monasterio. Volvió a ocurrir en 2015 con Signor Hoffman, en 2017 con Duelo, en 2021 con Canción y ahora en 2024 con Tarántula. Todos estos libros forman parte del mismo proyecto que no sabría si llamar «novela en marcha» porque eso implicaría que todo ha sido planificado, y no es ha así, todo ha surgido de forma sorpresiva. No sé qué historias continuarán, qué personajes reaparecerán. No sé hacia dónde va. Podría ser que este fuera el último libro. Podría venir otro si alguno de los personajes quiere continuar… En fin, creo que, por una vez en mi vida, no he sido nada ingeniero con este proyecto.
—Hoy parecen más numerosos que nunca los escritores que escriben sobre sí mismos. ¿Qué piensas cuando acusan a la autoficción de ensimismamiento y falta de imaginación?
—Conozco, por supuesto, este debate, pero no lo entiendo ni participo. Si retrocedemos en la historia de la literatura, comprobamos que siempre se ha escrito de una manera similar. Siempre han existido diarios, memorias, etcétera. Mi problema con la palabra «autoficción» es que dice poco, es casi redundante. Es una necedad darle ese nombre, la verdad. Yo llevo escribiendo así veinte años y lo que hago es borrar las fronteras dándole a mi narrador mi nombre y biografía. Para mí, toda literatura es autoficción por mucho que la disfraces. Arturo Belano es Roberto Bolaño y Madame Bovary c’est moi, que decía Flaubert. Y, por cierto, toda no ficción también es ficción, de alguna manera, también es literatura.
—El libro comienza con una huida pero sorprende el rápido regreso. ¿Por qué vuestros padres os devuelven a tu hermano y a ti de nuevo al infierno de Guatemala después de escapar de él? ¿Para no olvidar?
—Mis padres nunca perdieron la esperanza de que Guatemala se convirtiera en un país que funcionara. Ellos hoy siguen viviendo allí y cada año que vamos a verlos nos damos cuenta de lo difícil que es aquello, la cantidad de tipos de violencia que te asedian desde que aterrizas, el peligro que corres. Mis padres ya no lo notan, sin embargo. En los 80 mis padres no querían que nos desconectáramos del país, no quería que olvidáramos el español que estábamos perdiendo en EEUU. También esperaban que reconectáramos con nuestro judaísmo.
—Recuerdas en el libro que el niño adulto que tú eras no entendía por qué debía seguir aquellas «tradiciones inexplicables».
—Sí, desde muy niño sentí incomodidad por una condición que me dictaba cómo pensar, cómo actuar, en qué creer o no creer… Mi familia no era muy ortodoxa, el judaísmo era para ellos más una forma de vida, más una tradición a conservar que una religión. No manifesté mi incomodidad ni cuestioné todo aquello hasta la adolescencia, justo el momento en el que transcurre mi libro. Me parece que se trata de un rechazo más propio del mundo judío que del mundo católico por el peso de la historia pero también por el miedo a la asimilación y a la dilución de la identidad. De hecho, muchos años después algunos siguen tomándose mal que yo abandonara el judaísmo. Y es curioso porque al mismo que escapo del judaísmo lo busco, quiero entenderlo y ubicarlo.
—Vais a un campamento de supervivencia en la naturaleza «para niños judíos», que no es lo mismo, os advierten. ¿Cómo recuerdas el tipo de judaísmo que pervivía en tu familia y su relación con el exterior?
—Esos campamentos parecen muy raros para un español pero son algo muy común en las comunidades judías de los países latinoamericanos. Y el fenómeno violento ocurrido en uno de esos campamentos que cuento en el libro era habitual en los años 80. Muchos otros judíos latinoamericanos con los que he hablado vivieron experiencias similares, fueron confrontados violentamente con su historia.
—Poco a poco descubre que el campamento era un lugar que parece de adoctrinamiento sionista… pero en realidad es aún peor. ¿Es esta una historia de terror?
—Absolutamente. El terror de llegar y luego también el terror de la huida perdido en una montaña en medio de la guerra.
—Se me ocurre que ese perderse en el monte no es una mala metáfora de la huida de la sinagoga.
—¡Claro!
—En Tarántula se da un uso peculiar a la memoria, muy literario. ¿Cómo se planteó ese juego entre el recuerdo y sus formas de expresión?
—La memoria es la herramienta con la que trabajo. Una memoria vista de muchas maneras. La memoria de la infancia de la que fui despojado y a la que insisto en volver, También la memoria reciente, de mi vida actual en Berlín, por ejemplo. Y también la memoria colectiva, de un grupo como los judíos o de un país. La ficción es una gran herramienta de la memoria precisamente porque esta última no es confiable. No podemos confiar en nuestra memoria. Así, fabricar una ficción con la memoria es fabricar dos veces.
—Cuentas que los libros que no has leído y más te han influido son la Tora y el Popul Vuh, el libro de los judíos y el de los guatemaltecos. ¿Sigues insistiendo en no leerlos, como te reprocha Regina en estas páginas?
—No sé si insisto mucho en no leerlos. Igual basta con decir que no tengo ganas de hacerlo. Tal vez cambie cuando yo madure, ja ja ja. No siento ninguna necesidad de leerlos, probablemente porque sigo huyendo de ambos mundos sin dejar nunca de echar la vista atrás. Me interesan ahora más las periferias.
—Volviendo a la violencia en Latinoamérica de la que huyen tus padres, ¿cómo ves fenómenos actuales como el del securitarismo de Bukele en El Salvador?
—Bukele es un personaje muy interesante aunque no sé si un fenómeno único o se exportará. Es un tipo de autoritarismo diferente al de épocas pasadas, pero que aspira igualmente a un poder total e indefinido que acaba vaciando la democracia. Puede ser una de las tendencias. Hay otras como, en Guatemala, por ejemplo, representa el presidente Bernardo Arévalo, hijo de otro presidente Arévalo que en los años cincuenta fue el segundo elegido democráticamente con el objetivo de acometer la reforma agraria y sufrió un golpe de estado orquestado por la CIA.
—¿Y cómo afecta esa identidad suya de judío en discusión permanente consigo mismo lo que está ocurriendo en Gaza?
—Con el corazón partido. Con una tristeza profunda por todo lo que ha sucedido, desde los violentísimos ataques de Hamas el 7 de octubre a la respuesta militar inhumana del gobierno israelí contra los palestinos. Pero también con tristeza por el crecimiento del antisemitismo que esa respuesta ha levantado por todo el mundo. La gente no distingue entre el israelí y el judío. O entre el gobierno actual de Israel y el conjunto de los israelíes.
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