Otro 29 de noviembre, el de 1971, hace hoy 52 años, una inflamación de la vesícula biliar pone fin a los días de Edith Tolkien, de soltera Bratt. Demasiado prosaico para una mujer que inspiró a varios de los personajes de su amante esposo durante 55 años. Ni más ni menos que el creador de la fantasía épica, el gran J. R. R. Tolkien. Quedémonos pues con la leyenda que aún reza en la tumba de Edith Tolkien, aunque nuestro infausto tiempo sea toda una antítesis de la fantasía y de la épica; toda una apoteosis de la mentira, de los amores que primero se fingen y después se acaban: “Aquí yace Lúthien, la más bella entre los hijos de Ilúvatar”.
A punto de morir en la isla de los licántropos, Lúthien y el perro lobo Huan salvaron a Beren. Sí señor, si esa princesa de los elfos es el avatar de Edith en el legendarium de Tolkien —que llamó el propio escritor a cuanto concierne a su universo—, Beren es otro tanto a Tolkien. Al menos así lo sugirieron sus hijos —primeros testigos del gran amor que se profesaron sus padres— cuando él fue al encuentro de ella el 2 de septiembre de 1973 y tuvieron que ampliar la leyenda de la lápida de la tumba que aún guarda a los dos juntos en Wolvercote, un cementerio de Oxford.
Sin embargo, fueron los salones de té de Birmingham, a poco más de una hora de viaje de Oxford, los que los vieron enamorarse mientras se asomaban a sus ventanas. Se citaban allí para encontrarse lejos de la mirada escrutadora de Mrs. Faulkner, quien los tenía de huéspedes en su casa, en el 37 de Duchess Road. Aquella primera complicidad que hubo entre ellos era tan sencilla como esa broma de dejar caer los azucarillos en la cabeza de la gente que pasaba bajo las ventanas a las que estaban asomados. Para entenderse entonces se inventaron un silbido. Tolkien sabía que Edith le esperaba abajo —y viceversa— al escucharla silbar de aquella manera. Seguro que hace hoy 52 años, el creador de la fantasía épica se acordaba de aquellas citas con la que habría de ser la compañera de su vida y la musa de su obra.
“Nunca llamé Lúthien a Edith, pero ella fue la fuente de la historia que tiempo después se convirtió en la parte clave de El Silmarillion. Fue concebida por primera vez en un pequeño claro de un bosque lleno de cicutas de Roos en Yorkshire —donde estuve un tiempo al mando de un puesto de la Guarnición del Humber en 1917, donde ella pudo vivir conmigo parte de esa temporada—. En aquellos días su pelo era negro, su piel clara, sus ojos los más brillantes que hayas visto, y podía cantar y bailar. Pero la historia se ha deformado, y yo me voy, no puedo eludir al inexorable Mandos”, recordaría el escritor, a uno de sus hijos.
Mandos, como sabe cualquier admirador de Tolkien lejos de Arda, en este imperio de lo prosaico y la mentira en que vivimos, es tanto la casa de los muertos, en la costa occidental de Valinor, como el señor que allí manda, conocedor del destino de todo y todos, severo juez de los fallecidos. Seguro que hace hoy 52 años, ante el cadáver de Edith, Mandos reconoció a Lúthien, la princesa de los elfos que renunció a la inmortalidad propia de su pueblo por el amor de un humano como Beren/Tolkien.
Cuando abandonan las Tierras Imperecederas, el destino de los elfos es incierto. Se dice que una vez en Mandos, sus espíritus permanecen allí, a la espera de que Arda vuelva a renacer u obtengan el favor de los Valar. Lo que no está escrito, tan sólo imaginado, entrevisto en los innumerables trasuntos de Edith en las páginas de su amante esposo —la Éowyn de El Señor de los Anillos (1954), la valië Erinti de El Silmarillion (1977), la Éadgifu de Los cuentos perdidos (1983-1984)…— es ese amor más poderoso que la vida que impresionaría a los propios elfos. Y eso que, al cabo, los elfos no consideran a los hombres mucho más que a la “gente menuda”: los hobbits y los enanos.
Pese a los inconvenientes del principio —ella era anglicana, él católico, ambos practicantes y convencidos de su fe— el amor que se profesaron los Tolkien fue tan grande que constituyó un momento estelar de la humanidad entera. Siempre lo son aquellos a los que sólo consigue poner fin la Parca. Seguro que un día como hoy, el maestro pensaba en su esposa de recién casados, cuando su primera separación le llevó a la batalla del Somme (1914), una de las más cruentas de la Gran Guerra, como segundo teniente de los fusileros de Lancashire, y el recuerdo del pelo negro de Edith, de sus ojos brillantes, fue el mejor bálsamo para el escritor a los rigores del combate. “Mueren doce oficiales al minuto”, le confesó en una de sus cartas en un lenguaje, debidamente cifrado, sólo comprensible entre ellos, para evitar la censura militar, siempre atenta a los posibles derrotismos.
Él volvió de Francia con la fiebre de las trincheras y ella le cuidó desde el primer momento. Fue entonces cuando, además de su musa, también se convirtió en la primera lectora de algunos de sus cuentos. Su amor fue más poderoso que la vida, y un día como hoy Edith Tolkien llegó a Mandos y esperó allí durante dos años a su marido. Así se escribe la historia, incluso en un tiempo tan infausto y prosaico como el nuestro.
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