Foto de portada: Till Bartels.
Con motivo del trigésimo aniversario de la muerte de Charles Bukowski (9 de marzo de 1994), Abel Debritto, uno de los máximos expertos en su obra, además de responsable de sus ediciones en HarperCollins y de sus traducciones en Anagrama y Visor, rememora en este texto su encuentro con Linda, viuda de Bukowski, durante la preparación del libro póstumo On Cats. Un encuentro, valga decir, de lo más neurótico.
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En 2009, John Martin, editor de toda la vida de Bukowski, publicó The Continual Condition (El padecimiento continuo; Visor, 2016). Ese libro cerraba un ciclo que había comenzado en 2002, cuando Martin había decidido poner punto y final a la larga aventura que había supuesto dirigir Black Sparrow Press durante 35 años. Martin vendió los derechos de sus tres autores estrella (Bukowski, Paul Bowles y John Fante) a HarperCollins por una cifra que nunca se ha revelado, y cedió el resto de su catálogo a la editorial Godine por la cantidad simbólica de un dólar con la condición de que los libros nunca quedaran descatalogados. Martin editó los siguiente seis poemarios para HarperCollins, y concluyó su labor como editor tras la publicación del último de ellos en 2009. Cinco años más tarde, Linda Bukowski, viuda y heredera del legado bukowskiano, decidió que había llegado el momento de sacar a la luz un nuevo libro de poemas inéditos. Y, como suele decirse, la fortuna llamó a mi puerta o, tal vez, estaba en el sitio adecuado en el momento adecuado.
Más de un coleccionista, director de biblioteca o amante de la literatura se habría llevado las manos a la cabeza si hubiera visto cómo guardaba Linda los manuscritos y las fotografías de Bukowski. La mayoría de los manuscritos estaban apilados sin protección alguna en una enorme caja de cartón. Linda me había advertido, “ojo con los pececillos de plata, están por todas partes. Pero no puedo matarlos, me dan pena”. Más de una vez, mientras sacaba los manuscritos de la caja para clasificarlos, veía algún que otro pececillo de plata escabulléndose por entre los papeles. Varios poemas estaban carcomidos. Por suerte, dentro de no mucho Linda los donaría a la Huntington Library, donde estarían a salvo de aquellos devoradores de literatura.
Las fotografías no se salvaban de aquel destino inmisericorde. Estaban guardadas sin orden ni concierto, desprotegidas, en varias cajas enormes. Abrimos la primera de las cajas. Varios pececillos de plata corretearon a toda prisa por entre las fotos. Linda los apartó sin muchos miramientos. Miró la primera fotografía, musitó algo incomprensible y me la pasó. Lo mismo con la segunda, la tercera, la cuarta… Yo las iba dejando en la tapa de la caja y, si veía alguna que pudiera encajar en el libro, la separaba. Cuando alguna de las fotos le parecía interesante por algún motivo, Linda la sostenía en alto, me la mostraba y hacía algún comentario sobre el momento en que se había tomado aquella instantánea. De tanto en tanto, me preguntaba, “¿qué te parece esta? Podría quedar bien, ¿no?” Tras dos sesiones de varias horas, dimos por concluida la selección. Echamos un vistazo rápido a las fotografías que había separado y Linda me dijo que volviera al día siguiente para escanearlas.
Ese día llegué algo más tarde, a eso de las cuatro de la tarde, con la lengua quemada por el café del Starbucks de la esquina. Vi que la puerta principal estaba abierta y a Linda en el jardín. “¡Empieza tú solo! —me gritó por entre los árboles—. Me queda un buen rato aquí fuera”. Me puse manos a la obra de inmediato. Escaneé todas las fotografías en alta resolución y luego comprobé en el viejo Mac de Linda que hubieran quedado bien. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Con un poco de suerte, esa misma noche enviaría el manuscrito final a la editorial. Al cabo de un rato, Linda entró, preparó un té biológico y nos pusimos a charlar de esto y aquello, como de costumbre. De repente, me preguntó:
—¿Cómo han quedado las fotos?
—Pues creo que bien.
—¿Me las enseñas?
—Sí, claro.
Encendí el Mac y comenzamos a repasar las fotografías, una a una. Hice algún que otro comentario divertido sobre cómo quedarían en el libro, pero Linda estaba muy seria. Entonces me dijo:
—Pero, no lo entiendo, no salgo en las fotos.
Me quedé atónito, como si no comprendiera lo que acababa de decir. En ese preciso instante estábamos mirando una fotografía en la que Linda y Bukowski aparecían con un gato frente al seto de la casa.
—¿No sales en las fotos? —atiné a repetir.
—No, no salgo con los gatos —dijo.
Estuve a punto de señalar la fotografía que ocupaba toda la pantalla del Mac, pero me sentía como un idiota.
—¿No sales con los gatos?
—¡No! —dijo subiendo el tono—. ¿No crees que deberías haber incluido alguna foto en la que saliese con los gatos yo sola? —Había levantado tanto la voz que el “yo sola” resonó en toda la sala—. ¿O es que no tengo derecho? ¿Sabes de quién eran todos esos gatos?
Me clavó tal mirada que supe en el acto que había metido la pata hasta el fondo.
—Lo siento, Linda. Había tantas fotos que ni me di cuenta de…
—¡Ni te diste cuenta! ¡¡Ese es el problema!! —me interrumpió gritando—. Ese es el problema. Nadie se da cuenta de nada, como si yo fuera un monigote de mierda.
¿Un monigote de mierda? ¿De qué coño estaba hablando?
—Lo siento de verdad. Ahora mismo voy a buscar varias fotos en las que…
—¡¡¡NO!!! —vociferó casi fuera de sí con los ojos inyectados en sangre—. ¡Ahora ya no sirve!
—Si quieres…
—¡¡¡NO!!! —Dio varios pasos hacia el centro de la sala y desde allí me fulminó con la mirada—. Eres como todos los demás. Me tratas como si fuera de segunda categoría. Siempre a la sombra de Hank. ¡Siempre a su puta sombra! —De repente, dio dos zancadas de gimnasta, se plantó frente a mí, con las venas del cuello a punto de explotar—. ¿Es que no importo? ¿Tan poco me valoras?
—Claro que te valoro, Linda, no pretendía…
—¡Y una mierda me valoras! —Reculó dando otras dos o tres zancadas gráciles—. ¡¡¡Y una mierda!!! Eres como los demás.
—Linda, yo…
—¡¡¡¡¡INSENSIBLE!!!!! —aulló como si estuviera poseída.
Me di cuenta de que ya no estaba encorvada, se había erguido por completo. La mala leche, me dije, sana las vértebras más rápido que cien sesiones con el fisioterapeuta. Durante una milésima de segundo, sonreí para mis adentros. Linda pareció percatarse y repitió:
—¡¡¡¡¡INSENSIBLE!!!!!
De repente, comenzó a caminar de un lado para otro de la sala sin detenerse, dando zancadas de gigante mientras continuaba gritándome:
—Nadie me valora. ¡Me cago en la puta! ¡Nadie! Siempre a la sombra de Hank. Venían los periodistas y ni me miraban, los muy cabrones. Venían los actores de Hollywood y yo ni existía. Venían los directores y como si yo fuera un puto florero. ¡Siempre a la sombra de Hank! —Las zancadas eran cada vez más amplias; las vértebras debían de estar alargándose porque parecía haber crecido; la voz dulce y suave era un vestigio de tiempos inmemoriales—. Estoy harta, pero lo que se dice harta. Ya toca que alguien me tenga en cuenta. ¡Ya toca!
En ese momento, se dirigió cual gimnasta olímpica hacia una pila de libros que había junto al Mac, cogió el primero de todos y lo lanzó como una jabalina contra la pared.
—¡A la mierda el puto libro! —chilló como si acabara de fugarse del manicomio de la esquina.
No me quedó claro si se refería al libro que acababa de estampar contra la pared o al libro sobre los gatos. Preferí no preguntárselo en ese preciso instante.
Linda continuó dando zancadas de un lado para otro durante más de media hora, sin dejar de gritar lo infravalorada que se sentía y repitiéndome una y otra vez a voz en cuello lo cruel que había sido al no haber escaneado alguna fotografía en la que saliera ella sola con uno de los gatos. Fue en ese momento cuando cometí el error de hablar de nuevo:
—Linda, todavía hay tiempo, no me cuesta nada ir a buscar esas fotos y…
—¡¡¡NO!!! —Galopó hasta plantarse a escasos centímetros de mi cara—. ¡Demasiado tarde! ¿Tanto te cuesta entenderlo?
Retomó el monólogo de nuevo, pero ya había perdido fuelle. El volcán ya no vomitaba lava. La expresión de ira había desaparecido de su rostro y volvía a estar encorvada. Se me acercó dando pasos cortos y torpes.
—Será mejor que te vayas. Mañana será otro día —dijo en un hilo de voz.
Volví a casa sin saber qué pensar. Entonces recordé las muchas cartas que Bukowski había escrito diciendo lo difícil que era convivir con Linda por los ataques que le daban a menudo. Siempre había pensado que Bukowski, que había escrito esas cartas a los 65 años, chocheaba. El viejo verde por antonomasia se habrá ablandado, me decía. Esa noche comprendí que no era el caso.
Al día siguiente, temblando como una hoja, llamé a la puerta. Linda, exultante, la abrió de par en par.
—¿Qué tal? ¿Preparado para otra sesión de manuscritos y fotografías? —me preguntó guiñándome el ojo y sonriendo.
Ese mismo día, escaneamos varias fotografías de ella sola con los gatos. Luego fuimos a cenar y charlamos de esto y aquello como si no hubiera pasado nada. Esa noche envié el manuscrito a la editorial y pensé que aquella aventura, por suerte, había llegado a su fin.
Ingenuo de mí.
Gatos se publicó al cabo de exactamente un año. Estaba dando los retoques finales al manuscrito del siguiente libro, Amor, cuando Linda me llamó para decirme que fuera a verla. “Tenemos que hablar de algunos temas muy serios”, me dijo. A la semana siguiente, volé hasta Los Ángeles y me planté en su casa tras la parada técnica de costumbre en el Starbucks de la esquina.
Linda me abrió la puerta con semblante adusto.
—¿Estás preparado? —me preguntó sin preámbulos.
—¿Preparado?
—Sí, te va a caer una buena.
Mierda, pensé, pero ya no había vuelta atrás.
>>Bueno —dijo—, te lo voy a poner fácil. ¿Fumas maría?
—No, Linda. Ya sabes que intento cuidarme. No fumo, no bebo, no…
—Voy a liar un porro de hierba y te aconsejo que le des un par de caladas.
Subimos las escaleras, abrió la puerta del templo sagrado que era el estudio de Bukowski, rebuscó en un pequeño armario y sacó un frasco medicinal repleto de marihuana.
—Mejor vamos fuera, nos vendrá bien un poco de aire fresco.
Salimos al balcón, nos sentamos en las sillas y observamos el puerto de San Pedro en silencio. Linda comenzó a liar el porro.
—¿Qué te parece esto? —dijo señalando un ejemplar de Gatos que tenía en el regazo.
—Ha quedado bastante bien, ¿no? Las reseñas lo dejan por las nubes. Dan está satisfecho y dice que las ventas son muy buenas.
—Los poemas me dan igual —dijo mientras encendía el porro y le daba una calada—. Me refiero a la portada.
—¿La portada? ¿Qué le pasa a la portada?
—¿Cómo que qué le pasa a la portada? ¿Qué hace esa mierda de dibujo en la portada?
Estaba estupefacto.
—Linda, no tengo ni idea. Yo me ocupo de los poemas y la prosa. No sé quién ha hecho la portada y…
—¡¡Me da igual!! —gritó—. Quiero que llames a la editorial ahora mismo. Diles que quiten ese dibujo de mierda.
—Linda, eso es imposible, los ejemplares ya están impresos…
—¿Imposible? —me preguntó mientras me fulminaba con la mirada—. O ponen una foto de uno de mis gatos en la portada o no vuelven a imprimir el libro en su puta vida. —Le temblaba el párpado derecho. Hablaba en serio.
—Luego llamo a la editorial. Veré qué se puede hacer.
—Más te vale.
¿Eso era todo? Tampoco ha sido para tanto, me dije aliviado. Comenzó a pasar las páginas del libro furiosamente mientras le daba otra calada al porro. De repente, sonrió como una demente y me enseñó una de las fotografías que habíamos escogido en la que salía sola con uno de los gatos.
—¿Me quieres explicar qué hace esta foto aquí? ¿Has visto cómo sonrío? Parezco imbécil. ¿Por qué coño has usado esta foto? ¿Quieres que se rían de mí o qué?
Observé la fotografía largo rato sin dar crédito a lo que acababa de oír. El balcón era relativamente pequeño, Linda no tendría espacio para dar zancadas de gigante y despotricar a grito pelado durante una hora interminable. Me miraba con los ojos inyectados en sangre. Estaba atrapado. No había escapatoria.
—Linda, pásame el porro.
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