Hay dos cosas que me generan mucha envidia: la facilidad para el sueño y la desmemoria. Ambas están unidas: quien duerme bien suele olvidar mejor. Los olvidadizos se deslizan por el presente como si patinaran sobre una pista de hielo: hay golpes, pero el dolor no impide la inminencia de la próxima caída. Otros tenemos vocación de topo y cada instante es susceptible de ser perforado, construyendo túneles comunicantes con el pasado.
Me refiero a Dublín, aunque quizá debería decir Irlanda. No creo que sea casualidad que esta pequeña isla, tímidamente habitada, acumule el mayor número de escritores reconocidos a nivel mundial por kilómetro cuadrado. Lo primero que me llamó la atención al pasear por Dublín fue una colosal aguja (The Spire, llamada paradójicamente monumento de la luz) que sobresale por encima de los tejados. Pareciera que enhebrara los rayos de luz, cosiendo las nubes como retales viejos, evitando que un exceso de sol transforme la intocable nostalgia de la ciudad.
La nostalgia es la enfermedad de los que tropezamos con los recuerdos; en El mar, John Banville escribió: «El pasado late dentro de mí como un segundo corazón». Tenemos especial constancia de este corazón tras la muerte de un ser querido o una ruptura, entonces comprobamos cómo ese músculo memorístico se desangra y todo lo empapa: una calle, la ropa que dejó en el armario, pero quizá su lugar favorito sean las canciones y los olores. La nostalgia es la fidelidad del amor.
Fui a Dublín por primera vez para vivir los escenarios de los libros de Banville. Vocación quijotesca. Casualmente me encontré con él y descarrilé, me comporté como un fanático. Nunca se está a la altura del deseo. No sé muy bien lo que dije, torpezas eufóricas, pero él me tranquilizó, envuelto en un traje de tweed ocre a juego con su sombrero. Noté cierto miedo detrás de sus gafas, con esa mirada de topo para el presente pero águila para el pasado. Nos tomamos una foto, como si me tatuara un sueño. Se marchó cruzando el puente Ha’penny, desequilibrado por el peso de su maletín.
En otro libro, titulado Time Pieces: A Dublin Memoir, todavía no traducido al español, Banville escribió: «El presente es donde vivimos mientras el pasado es donde soñamos. Incluso siendo un sueño es sustancial y nutritivo. El pasado nos impulsa hacia arriba como un globo de aire caliente atado y en constante expansión». Creemos que creamos el futuro, pero solo somos artífices del pasado. El pasado eleva las cosas, nivelando la congoja del deseo. Así nacen las historias y la literatura.
Se pueden apreciar muchos síntomas de nostalgia en Dublín: las personas que beben pintas en los pubs mirando puntos fijos, algunos vagabundos, que teniendo casa, prefieren dormir en la calle arrastrados por la culpa, la colorida estatua de Wilde con pose de chulo de playa, el banco donde está fosilizado Kavanagh, la exposición que lleva siete años en el Banco de Irlanda sobre Heaney o las constantes apelaciones a Joyce. Eché de menos a Iris Murdoch.
Descubrí un lugar que fue una celebración de la nostalgia: Sweny’s. Pasé ante su escaparate una noche lluviosa, en uno de esos momentos en el que los quejidos de las gaviotas congelan el aire. Pensé que se trataba de un anticuario, había libros, retratos de Joyce, albarelos, una máquina de escribir y pastillas de jabón.
Un hombre que tenía la dentadura como si hubiese dado un mordisco de petróleo me dio la bienvenida. Se llamaba J. K. y me explicó que se trataba de una antigua farmacia que había sido rescatada por voluntarios para que no desapareciera por la fiebre del turismo. Allí Leopold Bloom, protagonista de Ulises, compró una pastilla de jabón con olor a limón. También en esa botica, un pequeño Wilde recogía los medicamentos para sus padres.
Me invitó a quedarme, esa noche leían algunos capítulos de Ulises. Al principio me negué, pero J. K. me retuvo cantándome canciones en gaélico. Leí ese texto laberíntico en diferentes idiomas, sin entender nada y pronunciando en la absoluta tiniebla de las palabras. Así deben vivir los olvidadizos. Por un momento, me convertí en uno de ellos.
Regresé a Sweny’s cuatro años después, el lugar encogió cuando retornó al presente. La nostalgia cincela lo que ha muerto, y si el recuerdo tiene la desgracia de resucitar, como una cita con una expareja, solo podemos dar constancia de la alquimia que destila silenciosamente nuestra memoria. Hay que respetar la ensoñación sobre el pasado, para que nos impulse hacia arriba.
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