Imagen de portada: fotograma del documental Malasaña 80 Music Bar.
Durante algunas semanas, todo me llevó al Madrid de los años 70, en lo que no parecía ser otra cosa que la construcción de una nostalgia apócrifa. Nacido en 1975, no vi Madrid hasta bien entrados los 80 (quizá una excursión al zoo o al Prado, en años escolares), y sólo desde 1993 vivo en la ciudad. Sin embargo, cualquier libro que retrate el Madrid al que iba a llegar por los tiempos en los que fui a nacer, siento que retrata mis primeros años en el mundo.
Su tesis viene a decirnos que la muerte de Franco no provocó súbitamente una modernidad de nueva planta, justito a partir del 20 de noviembre de 1975, sino que la cosa se había ido cimentando a lo largo de la década, heroica, inocente, necesariamente. No fue morir Franco y ocurrírsenos todo. La Movida, y toda transgresión y novedad sociográfica, estaban bosquejadas algo antes, porque uno no se pone a transgredir después de leer un titular en el periódico, como quien sale al recreo cuando suena la campana.
El libro tiene algo, mucho, de trabajo universitario, y no sabe uno si acaso no está redactado en inglés en origen, ni si su autor guarda parentesco con el arquitecto Fernández de Alba que cita abundantemente en la primera parte. La sensación, un poco minusválida, de redacción para tribunal doctoral la transmite sobre todo el anuncio en sus páginas de lo que se nos va a contar, algo que un ensayo no suele hacer, porque a los lectores les tenemos más respeto intelectual que a los profesores de universidad.
El caso es que la arquitectura es importante, extrañamente importante en este libro. Aunque su subtítulo no lo avisa, la primera parte del libro nos habla de edificios y delineamientos urbanos, como si para ser modernos fuera necesario un fondo acorde, una sombra grande y nueva para las drogas y los besos.
La gran fuente de datos sobre la época no es otra que la revista Cuadernos para el diálogo, lo cual resulta muy llamativo. Antes (se ve también en los trabajos de Naomi Wolf sobre feminismo) las revistas eran cruciales, vertebradoras, portavoces. Ahora no sé si hay alguna revista que le interese a alguien. Hojeando esta revista, Fernández de Alba le saca las tripas a la época, porque la revista iba muy por delante de su tiempo, anticipándolo todo. En menor medida, también se extraen asuntos de la revista Triunfo.
Desde que en 1966 hubo “una relajación de las leyes de la censura”, se sabía que la modernidad iba a llegar algún día. Para reinventar Madrid, se echaba mano del ensayo de Henry Lefebre El derecho a la ciudad. En 1970, un encantador programa televisivo llamado Tele-Club Campo Pop se dedicó a buscar grupos de rock (“conjuntos músico-vocales”) en municipios de menos de 100.000 habitantes. En 1977, Ramón Tamames y Manuel Castells, entre otros, escribieron Madrid para la democracia: la propuesta de los comunistas.
Algo que sorprende (o no) en este recuento de autorías y creaciones es encontrarse con no pocos nombres que aún hoy siguen sonando en nuestras vidas. Ahí tenemos a José Félix Tezanos escribiendo sobre violencia social en Cuadernos para el diálogo; o a Cristina Almeida y Manuela Carmena en el número especial de esta revista dedicado a La Mujer (1965, reeditado en 1970). También comparecía Lidia Falcón.
Cuando Umbral en sus columnas de entonces hablaba mucho de “las asociaciones”, debía de referirse (ahora lo pillo) a las asociaciones de mujeres y a las de vecinos. De hecho, me extraña que Antes de ser modernos no cite ni una sola vez a Francisco Umbral, ni tampoco a la editorial Anagrama, cuyo catálogo de entonces coincidía punto por punto con esa apertura a las drogas y al sexo heterodoxo que trata aquí de iluminarse.
La temática transgénero tenía entonces un peso impresionante en prensa y conversaciones, apoyada además por el cine, con películas como Mi querida señorita (1972) o Cambio de sexo (1977), con Bibi Andersen (antes, Bibiana Fernández).
Más ecos o reiteraciones encontramos con el consumo de drogas. Ya en los años 70 se decía (como se diría luego en los 80 en el País Vasco) que era el propio gobierno el que promovía la drogadicción juvenil para “controlar a la población”. En el capítulo sobre drogas, echa uno de menos una presencia más notable de Antonio Escohotado. Quizá el autor tiene sus manías personales.
Sí aparecen Eduardo Haro Ibars o Ángel Montoto, y la noción de que “cientos de miles de personas” identificaban heroína con modernidad. El autor se muestra muy acertado en este análisis: “Discurso generalizado y contradictorio sobre la heroína: es glamurosa, exótica y placentera y, al mismo tiempo, se presenta como una sustancia prohibida utilizada por el Estado como método de control destructivo y a veces letal. La consecuencia era que los artistas, periodistas y profesionales, aparentemente inmunes a las cualidades adictivas de la heroína, podían consumirla, pero los desprevenidos no, porque podrían caer en la conspiración de las altas esferas para reprimir la disidencia”.
Drogarse es querer ser moderno, no tiene más misterio.
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