Drácula existió. Drácula existe. Existió como persona histórica. Existe como personaje. Pero sobre todo, existe como mito universal. Drácula es, de facto, el mito moderno por antonomasia.
Tras múltiples lecturas sobre el tema durante los últimos treinta años, dejo aquí transcritos para los lectores de Zenda Libros mis apuntes al natural, transcritos de mi cuaderno, a modo de decálogo. Son notas que espero que sean útiles, especialmente si se leen desde un dispositivo móvil (lectura siempre más fragmentaria e interrumpida que la de un ordenador de mesa). Espero arrojar algo de luz al asunto.
Uno
Existió un aristócrata valaco llamado Vlad Țepeș (Vlad Empalador) o Vlad Drăculea (transcrito como Vlad Dracula, Vlad “hijo de Dracul”, dracul significa «dragón» en rumano). Este príncipe fue en tres ocasiones voivoda de Valaquia. Nació en 1428 o 1431 (las fuentes difieren) y falleció el 14 de diciembre de 1476. Fue uno de los personajes más sanguinarios y crueles de la historia medieval europea. Existe abundantísima bibliografía especializada, en fuentes primarias y secundarias, en todos los idiomas modernos conocidos. Por supuesto, el interés que el personaje ha despertado en los siglos XX y XXI no tiene nada que ver con la Historia. A quien quiera bucear en esta investigación le auguro jornadas apasionantes. Por otro lado, cualquier aficionado a la Historia, desde la Antigüedad a las Cruzadas, del Imperio Mongol al colonialismo europeo y hasta la modernidad, sabe de sobra que casi todo aquel que ostentó un poder político y territorial hasta el siglo XIX (e incluso el XX) fue un salvaje sanguinario, y juzgarlo desde nuestros parámetros actuales —basados en los derechos humanos de 1948 en adelante— es un dislate. La Europa del siglo XV tuvo muchos Vlad Țepeș.
Dos
Los mitos de vampirismo son tan antiguos como la propia Historia. Desde el inicio de las primeras civilizaciones, es decir, con escritura vernácula, Sumeria y Egipto, después las de la India, China, Asia Menor, Fenicia, Grecia, el antiguo Israel, Jazaría, Armenia, la antigua Escitia, Persia, Circasia, etcétera, el mito del vampiro está presente en todas las tradiciones culturales. Por supuesto, también en las europeas. Con preponderancia en las de los Balcanes.
Tres
Además de las literaturas vernáculas antiguas, en no pocas ocasiones transcripciones de la tradición oral con todo su folclore mitológico, los vampiros han generado una literatura de extraordinaria calidad. Especialmente en el florecimiento de los siglos XVIII, XIX y primer tercio del XX.
Cuatro
Curiosamente, la literatura vampírica moderna occidental, desde el Romanticismo del último tercio del siglo XVIII hasta la Segunda Guerra Mundial, grosso modo, ha generado muchos más textos de calidad en los formatos narrativos del relato corto o de la nouvelle (relato largo o novela corta, según se mire) pero no tanto en el de la novela, el género narrativo hegemónico de la modernidad. De entre los títulos que más me han impresionado citaría los siguientes, que obviamente recomiendo al lector: No despertéis a los muertos, del alemán Johann Ludwig Tieck, El vampiro, del inglés John William Polidori, Vampirismo, del alemán E.T.A. Hoffmann, Berenice, del estadounidense Edgar Allan Poe, La muerte enamorada, del francés Théophile Gautier —quizá mi relato vampírico favorito—, La familia del vurdalak, del ruso Alexéi Tolstói y Carmilla, del irlandés Joseph Sheridan Le Fanu. Cuentos clásicos que influyeron mucho, en diferente índole y medida, en Bram Stoker. Relatos que aparecen en las mejores antologías y que recomiendo, por sus cuidadas traducciones pretéritas, en la ya clásica recopilación de Jacobo Siruela Vampiros (Atalanta, Girona, 2010). Quien se quede con ganas de más, antes de ir a Stoker, busque la antología Vampiros entre nosotros, a cargo del cineasta letraherido Roger Vadim (Histoires de vampires, Robert Laffont, 1961; segunda ed., Livre de Poche, 1971), de la que hay varias ediciones en español, comenzando por la de Plaza y Janés de 1965. Afanasayev, Lautréamont, Bradbury, Charles Nodier, Fitz-James O’Brien, el ignoto Gerard van Swieten, Durrell, Féval, Narcejac, Maupassant, Edwin Charles Tubb, etcétera. Una delicia, de verdad. Para paladear cada atardecer.
Cinco
Bram Stoker. Hay un antes y un después de Drácula (1897), su novela más célebre, divulgada, traducida y adaptada. Pero Stoker es mucho más que Drácula. De sus narraciones anteriores a su novela magna conviene leer, por ejemplo, A Dream of Red Hands (El sueño de las manos rojas), de 1894 y, muy especialmente, The Dualitists; or, The Death Doom of the Double Born, una absoluta obra maestra del género y de la literatura inglesa en general.
Seis
El personaje Drácula, el de la novela, nunca existió.
Siete
La anterior aclaración puede parecer absurda, ridícula, pedante o innecesaria. Se sorprendería el lector, en cambio, si le nombrase la cantidad de personas que conozco que creían o creen que existió el conde Drácula (algunos confundiéndolo con el citado voivoda —o príncipe— Vlad Țepeș o Vlad Dracul) y que la novela de Stoker es una ficcionización de su vida. Sic.
Ocho
Aunque crean que no es necesario leer Drácula, léanla. Por favor. Tómense su tiempo y léanla. Si ya la han leído y les gustó, hagan como yo, reléanla. A poder ser pasados más de veinte años. Redescubrirán aspectos nuevos que habían dejado pasar por alto en aquella primera lectura, producto del cautiverio narrativo al que fueron o fuimos sometidos (el uso del género epistolar, como se ha escrito, le da una verosimilitud testimonial que hace que nunca envejezca). Sé que piensan que lo saben todo sobre Drácula, con tantos libros, cómics, películas, series, dibujos animados y hasta videojuegos. Pero vayan al original. Entenderán de verdad por qué tanto revuelo.
Nueve
Si transcurridos varios días, semanas, acaso meses, usted sigue tan fascinado como yo por los mitos vampíricos, láncese a por más, no espere. Es tan adictivo como para ellos chupar sangre. De entre los relatos post-Drácula, es decir publicados con posterioridad a 1897, le recomiendo, El invitado de Drácula, del propio Stoker, publicado en 1914, El conde Magnus, del inglés M. R. James —un modelo de relato para todo su siglo—, el muy original Porque la sangre es la vida, del estadounidense Francis Marion Crawford y La habitación de la torre, del inglés Edward Frederick Benson. De entre la literatura española, son imprescindibles dos: el metafórico relato corto Vampiro, de la gallega Emilia Pardo Bazán, publicado en 1901, y El almohadón de plumas, del uruguayo Horacio Quiroga, una absoluta maravilla que me subyugó de niño.
Diez
El personaje de Drácula aparece en cientos de películas, telefilmes y series televisivas. De entre todas ellas, si uno quiere tener un criterio artístico mínimo, son de visión obligada las versiones de Murnau (Nosferatu, del que no conozco mejor estudio que el de Luciano Berriatúa, Divisa, Valladolid, 2009, incluye la película en DVD), Tod Browning, Fisher, Herzog, John Badham y Coppola. Como mínimo. En el caso de Terence Fisher, a mi juicio quien mejor ha sabido llevar al cine las esencias más maléficas de la narración de Stoker, Dracula / Horror of Dracula (1958) y la aún mejor Drácula, príncipe de las tinieblas (Dracula: Prince of Darkness, 1966), de la que me ocupo a continuación. El siguiente párrafo, como sugerencia, lo puede leer el lector escuchando de fondo la música compuesta por James Bernard para la película Dracula: Prince of Darkness (puede hacer clic en el anterior hipervínculo). Si al hacerlo no le produce a usted miedo o, al menos, un ligero desasosiego, le recomiendo que acuda a un especialista: es posible que esté usted loco.
En 1957 Terence Fisher y la Hammer Films revitalizaron el cine de terror con La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein). Tras la criatura de Shelley vendría el turno de otros monstruos como Drácula y la Momia, cuya serie inaugura también Fisher con la fantástica La Momia (The Mummy, 1959) y que luego continuaran otros realizadores del estudio. Sobre el Drácula encarnado por el gran Christopher Lee se rodaron muchos films, pero ninguno alcanzó el nivel de la trilogía Fisher: Drácula (Dracula, 1958), Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960) —obra sexual y surreal en la que, por cierto, no aparece Drácula— y Drácula, príncipe de las tinieblas, la mejor de todas. La que nos ocupa. Rodada en 1965, también conocida como Revenge of Drácula, Drácula, príncipe de las tinieblas está a la altura de los mejores films realizados sobre la figura del conde vampiro, a saber: Nosferatu el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), de Murnau, Nosferatu el vampiro de la noche (1979), de Herzog, y Drácula (1979), de Badham. Aún así el primer Drácula de la Hammer, estrenada en América como Horror of Dracula, era muy estimable: un ejercicio de estilo con travellings deslizantes y una planificación perfecta del encuadre a base de leves panorámicas en planos largos. Lástima que el argumento no estuviese a la altura de la puesta en escena, pues éste, unido a la manida iconología, hoy sabe a un sorbo de sopa de lugares comunes. En cambio, Drácula, príncipe de las tinieblas es superior a todos los Dráculas de la Hammer. Por lo de pronto el personaje no habla en toda la película. Gruñidos, gemidos es todo lo que sale de las mandíbulas sangrientas de Christopher Lee, y sus ojos inyectados en sangre le convierten, a mi juicio, en la mejor encarnación de Drácula que el cine nos ha legado. Está dotado de una animalidad salvaje impropia en otros títulos de la serie, y más parece un lobo herido sediento de sangre que un vampiro. Hay un aspecto técnico que no suele comentarse, pero que es definitorio: el Drácula de 1958 está rodado en formato cuadrado, mientras que éste es en panorámico. De ahí que en el inicio, cuando Fisher retoma planos del Drácula anterior, con la lucha entre Van Helsing (Peter Cushing) y el conde, contorna el borde del entorno con un difuminado; así da idea visual pretérita y oculta el cambio de formato. A los habituales decorados neogóticos del gran diseñador Bernard Robinson se unen unos misteriosos planos exteriores, filmados en Rumanía, que causan pavor. La naturaleza amenazante parece supeditada a la voluntad del maléfico conde. La dosificación en las apariciones de Drácula, más estilizadas, densas y terroríficas que nunca en cualquier Drácula pasado o futuro, hace que el peligro que se cierne sobre los personajes burgueses sea más etéreo, más sugerido. El horror en su forma más estilizada. Además aparece un nuevo cazavampiros que sustituye a Van Helsing, el padre Sandor (Andrew Keir), miembro del clero, que con sus métodos inserta una veta religiosa más acentuada. La sexualidad es más explícita que nunca, tanto en Diana Kent como en Helen Kent, en especial cuando, para vampirizarse, una de ellas bebe sangre del pecho desnudo del No-Muerto. El final es portentoso: Drácula perece ahogado al quebrarse el bloque de hielo del foso por los disparos de Sandor. En suma: una obra simbólica, ritual, amoral, amenazadora, de atmósfera casi enrarecida, de iconología religiosa y sexual, un espacio fílmico irreal en el que el Mal emerge de las tinieblas como nunca antes lo había hecho.
Dirección: Terence Fisher (Londres, 1904 – Twickenham, Londres, 1980). Guión: John Sansom (seudónimo de Jimmy Sangster), sobre un argumento de John Elder (seudónimo de Anthony Hinds). Fotografía: Michael Reed. Música: James Bernard. Dirección Artística: Bernard Robinson. Montaje: Chris Barnes. Producción: Anthony Nelson Keys. Intérpretes: Christopher Lee, Barbara Shelley, Andrew Keir, Francis Matthews, Suzan Farmer, Charles “Bud” Tingwell, Thorley Walters, Philip Latham, Walter Brown, George Woodbridge, Jack Lambert. Nac.: Reino Unido. Dur.: 90 min. Color.
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