Reencontrarse con Downton Abbey en una sala de cine es un doble milagro. Para empezar porque, en tiempos de nuevos revolucionarios de salón a golpe de tuit, la ficción de Julian Fellowes aboga por un moderado optimismo a la hora de hacer convivir, en el mismo ecosistema, las distintas clases sociales que coexisten en casa Downton. Casi, casi, un ejercicio de incorrección política disfrazado de conformismo. En segundo, porque a modo de reflexión puramente industrial, la existencia de un drama británico y de época causando un moderado interés e impacto en la taquilla ya supone una noticia en sí misma en tiempos de caza y captura de esas denominadas «películas medias» llamadas a desaparecer de los cines.
Downton Abbey: Una nueva era continúa la acción de la anterior, comenzando con una boda —que promete cierta proyección futura— y acabando con… bueno, acabando con un evento que convierte la película de Simon Curtis en un excelente drama, capaz de hacer sonreír y tocar el alma de sus seguidores. La trama se divide descaradamente en dos, con Lord y Lady Grantham dando la bienvenida a su propiedad a un rodaje cinematográfico… con, a la vez, parte de la familia viajando a la costa francesa tras heredar la condesa (Maggie Smith, formidable en cada aparición) una villa junto al mar, hasta ahora perteneciente a una hostil marquesa de Montmirail. La estructura que Julian Fellowes ha otorgado a su guion, extremadamente dinámico, es descaradamente televisiva, con multitud de breves secuencias de diálogo que, sin embargo, hacen avanzar una trama coral con innegable eficacia.
Todo en la película de Curtis genera, de manera deliberada, la impresión de ser lo mismo de siempre (es decir, aquello que los seguidores de Downton Abbey demandan) y a la vez generar la sutil impresión de que en el mundo de Fellowes se está operando un cambio. Los tiempos evolucionan, como lo demuestra esa transición del mudo al sonoro del rodaje en la finca (mientras los propios habitantes confrontan su elitismo al de una nueva aristocracia fundamentada en la fama y el espectáculo) y la adición de una nueva propiedad en Francia no hace sino significar una cierta noción de progreso en la envarada sociedad británica.
Todo esto la película lo hace con gran sentido de la cotidianidad y la aventura, con un arma secreta que los seguidores del culebrón ya conocían: una agilidad narrativa envidiable, que permanece intacta pese a que la película apenas suma el formato panorámico (y algún elaborado plano aéreo) a su lista de evoluciones respecto a la serie de televisión. Todo es tan transparente en esta temporada comprimida en dos horas de metraje que encandila; una ilusión de pintoresquismo y carácter británico presentado ante el espectador sin ideología o política. A su manera, una película menor pero excepcional.
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