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Dos cabalgan juntos (XVII) - Pérez Zuñiga y García Ortega - Zenda
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Dos cabalgan juntos (XVII)

Si en Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell desarrolló una convincente defensa del no creyente, hoy, los dos escritores que cada mes exponen su punto de vista sobre un mismo tema, abordan con elocuente argumentación sus posicionamientos políticos, sobre la democracia en la política española. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark...

Si en Por qué no soy cristiano, Bertrand Russell desarrolló una convincente defensa del no creyente, hoy, los dos escritores que cada mes exponen su punto de vista sobre un mismo tema, abordan con elocuente argumentación sus posicionamientos políticos, sobre la democracia en la política española. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en la película de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura. 

Políticos españoles, Ernesto Perez Zúñiga

A quién le importa lo que pienso yo de los políticos españoles. Una respuesta fácil sería afirmar que, para empezar, a casi ninguno de ellos. Pero probablemente es una respuesta injusta. Caemos sin duda en la injusticia al generalizar nuestra opinión sobre los políticos, aunque haya razones evidentes para que esta palabra, «político», sea una de las más devaluadas de nuestra lengua. De hecho, a menudo se usa como insulto. Lo que le pasa a fulano es que es muy político, se suele decir, como sugiriendo con ello que es poco fiable, hipócrita, conveniente, amigo del provecho propio. O bien, ojo con fulana: se ha metido a política, como advirtiendo que le interesa el poder por encima de todo.

Sin embargo, varias generaciones de políticos —hombres y mujeres—, empujados por la sociedad de la que forman parte, han hecho de este país una de las democracias más importantes de Europa y, por tanto, un lugar excelente para vivir, pleno de derechos y libertades a pesar de lo que nos llueve con la pandemia. Es verdad también que varias generaciones de la misma estirpe —también con la complicidad de parte de la sociedad— la han manchado con su corrupción. Y, con todo, en esta doble percepción de la política, en este vocablo ambivalente, la carga negativa parece prevalecer sobre la primera. Como si en política se metieran solamente los peores. O como si estas dichosas palabras, «política», «políticos», recogieran en realidad la sombra de lo que los ciudadanos nos negamos a ver en nosotros mismos.

"A los españoles nos apasiona la política. No es un pueblo indiferente al devenir de su Historia"

Hagamos autocrítica. A los españoles nos apasiona la política. No es un pueblo indiferente al devenir de su Historia. El historiador Álvarez Junco explica cómo España va construyendo su identidad como país a lo largo del siglo XIX a partir de las guerras napoleónicas, las guerras carlistas y las revoluciones de final de siglo. En todas ellas, lo que llamamos pueblo tuvo un papel relevante. Es cuando comienza el tiempo de los políticos (liberales y conservadores) y, poco a poco, deja a ser el tiempo de los reyes (el Antiguo Régimen, para entendernos). Galdós, en sus Episodios nacionales, expresa como nadie el papel activo del pueblo en los cambios sociales, un pueblo asociado a la necesidad de libertad y de progreso, frente a la idea de populacho, entendida como masa destructiva, vociferante e inculta, obediente, manipulable. Afirma Álvarez Junco que, entre todos aquellos problemas con los que nació España —analfabetismo, pobreza, totalitarismo, aislamiento internacional—, nos sigue quedando arreglar el problema territorial, fuente de crisis constantes, a las que se añaden las crisis económicas, la crisis medioambiental y la crisis educativa y, en concreto, de lectura que tiene nuestro país.

A los españoles también nos apasiona tener la razón y criticar sin piedad a quienes creemos desposeídos de ella: una crítica —que mal llevada al ejercicio político— pretende conducir a la destrucción del enemigo. Lo vemos a menudo en el Congreso, aunque también vemos que esas razones apasionadas, con sus argumentarios, van cambiando según la necesidad práctica de los líderes de los partidos. Los ejemplos son muchos, recientes, a un lado y otro de las bancadas. Sánchez, para gobernar, se coge del brazo del íncubo que atormentaba sus sueños. Casado se arrepiente de su conciliación con la ultraderecha, cuando ya le quema el aliento que llevó complaciente en los talones.

En el siglo XIX, unos políticos eran liberales y otros eran conservadores. Unos pensaban en el progreso del pueblo, otros pensaban que el bien del pueblo consistía en mantener sus privilegios tradicionales, dando por hecho que la tradición es un privilegio privado de consecuencias públicas (frente a la democracia, que es un privilegio público con consecuencias privadas). Unos llegaron a pensar en la República (pensamiento que hoy día sigue causando escándalo), otros en alguna de las monarquías heredadas del Antiguo Régimen, la eclesiástica, la carlista, que provocó un par de guerras civiles, y la parlamentaria, que aún triunfa. Las dos Españas, que en realidad eran algunas más, se dibujan ya en el siglo XIX, rabiosamente pintarrajeadas por los nacionalismos que sólo quieren pertenecer a sí mismos, a su propia razón.

"Razones únicas nos siguen devastando hoy día, cuando en plena pandemia, nuestros políticos insisten en la confrontación"

Defender la razón propia a toda costa es el cáncer de la política, porque el bien común es una síntesis de múltiples razones, no de una razón única. Eso representa la Constitución del 78, por muy mejorable que sea (a mí, desde luego, me lo parece), y el acuerdo de la Transición a la que contribuyeron políticos tan dispares como Carrillo y Suárez. Quisieron el bien común la mayoría de los políticos que se adhirieron a ella. Renunciaron entonces a tener una razón única, y compartieron y resumieron sus razones en el texto que sigue rigiendo nuestras leyes.

Razones únicas, sin embargo, se devastaron unas a otras en las guerras del XIX. La Civil del 36 fue la más desgraciada de todas, pues allí el sueño regenerador de la República —con todos sus defectos primerizos— fue cuestionado, primero, por el sueño de varias revoluciones surgidas en una sociedad partida por la pobreza y aplastado, después, sangrientamente por los herederos del Antiguo Régimen, que declararon la guerra a la incipiente democracia e instauraron bajo palio la dictadura en España.

¿Se da cuenta Abascal, cuando se pone un morrión del siglo XVII para hacer propaganda electoral que está convocando metafóricamente otra vez la retórica imperial de un tiempo, resucitado por Franco, en que, sencillamente, la democracia no existía? ¿Se da cuenta la derecha de nuestro país de cuánto ha abusado de este tipo de mitos anteriores a las ideas democráticas? ¿Se dan cuenta Torra y Puigdemont de que su nacionalismo hunde sus raíces en ideas míticas similares, enfocadas en un territorio de menor extensión?

Razones únicas nos siguen devastando hoy día, cuando en plena pandemia, nuestros políticos insisten en la confrontación y hacen amagos de sacar provecho electoral de la división y de la desgracia.

"La corrupción parece un daño colateral de la Democracia pero, en realidad, es un monstruo interno que ha tratado de devorarla"

La democracia no consiste en votar a un gobernante —el voto no es más que una de sus herramientas—, sino en la responsabilidad comunitaria de gobernarse a uno mismo, delegando nuestro poder público en el poder político (y en el poder de los jueces). Pero ni la ultraderecha ni la ultraizquierda han querido nunca un poder de razones múltiples. No parecía quererlo Iglesias cuando enseñaba los dientes bolivarianos antes de llegar al gobierno, donde se ha sosegado, aunque no por completo. No lo quiere ninguno de los ciudadanos que claman por un poder que imponga la razón única a los demás, en Cataluña, a la que supo también representar el partido de Rivera, hasta que, en el exceso de su razón propia, perdió el norte y el centro; en el País Vasco —que tiene un partido con olor a sangre—, expulsando a los impuros, o en Madrid, cuando desprecia a los discordes. No lo quieren los totalitarios de cualquier grado: no quieren democracia, ni esa tolerancia positiva de la que hablaba Thiebaut que consiste en comprender al otro en lugar de soportarlo (hasta que llegue el momento de quitarlo de en medio).

Hagamos críticas constructivas. Censuremos a los políticos que ejercen el poder atendiendo a sus propios intereses, al del gobierno de turno y, por supuesto, y casi por encima de todo, al partido al que pertenecen. Para ellos —y ellas— el ciudadano es lo último: una consecuencia de su poder, más que la razón (múltiple) del mismo.

Denunciemos la corrupción de los partidos de cualquier sigla cuando ejercen el poder, con el lamentable caso que ahora tenemos delante de los ojos, bautizado Kitchen, para mayor vergüenza del último PP. La corrupción parece un daño colateral de la Democracia pero, en realidad, es un monstruo interno que ha tratado de devorarla y del que han sido y son cómplices otros muchos ámbitos sociales.

Cuestionemos a los presidentes que cambian radicalmente de opinión obedeciendo a argumentos prácticos o de gobernabilidad, sin darse cuenta de que en nuestros tiempos de crisis necesitamos, más que nunca, creer en el poder público al que ha hemos otorgado nuestro poder individual. Pues, enfrente de esa confianza democrática, solo nos esperan fragmentaciones que el totalitarismo naciente devorará como si fuesen canapés.

"Este mundo sigue pendiente de nuestra evolución ética, ecológica, educativa y cultural"

Analicemos qué papel desempeñamos cada uno de nosotros en los mismos escenarios, cada uno con su nivel de responsabilidad. Preguntémonos hasta qué punto nos estamos implicando en la construcción del bien común, además de en nuestros intereses particulares. Y celebremos nuestra Democracia, que será más fuerte si participamos en ella cada uno desde nuestros oficios y dones. Es más, celebremos nuestra socialdemocracia, una de las más avanzadas del mundo, insisto, en derechos y libertades.

Celebremos a los políticos de cualquier sexo y condición que dedican su vida a ser servidores públicos trayendo conciencia, jus-ticia y concordia, y respuestas a los problemas de nuestro tiempo, en lugar de nuevos problemas. A los que saben que este país pertenece a algo más amplio que los conceptos anquilosados de nación y frontera, incluso más amplio que el concepto de esta Europa a la que por fortuna pertenecemos.

La naturaleza —lo que somos esencialmente—, espera nuestra res-puesta cotidiana y urgente. Y también cada persona que necesita hoy nuestra solidaridad dentro y fuera de nuestro país. Celebremos a los políticos que trabajan, en estos tiempos de pandemia, en contra del miedo, a favor de la salud y la sostenibilidad económica y social, haciendo encaje de bolillos para que el control del virus no se convierta en un control consolidado de las libertades. Celebremos a los ciudadanos (vivan en ciudad o en pueblo) que hacen lo mismo.

Este mundo sigue pendiente de nuestra evolución ética, ecológica, educativa y cultural. Nuestra Democracia todavía nos espera

Por qué no soy de derechas, Adolfo García Ortega

Para hablar claramente de lo que está pasando en la política española he de echar mano del abanico de apelativos usados por alguien tan cabreado como yo: mi buen amigo el capitán Haddock. He aquí una batería de sus habituales calificativos, todos aplicables a nuestros políticos: antropopiteco, aprendiz de dictador, arrapiezo, bachi-buzuk, berzotas, bibéndum, cantamañanas, carcamal, ceporro, cercopiteco, coloquíntido, filibustero, krrtchmvrtz, merluzo, mrkrpxzkrmtfrz, Mussolini-de-carnaval, oficleido, pchkraaprut, trrkhkraah y zopenco.

A los políticos y políticas actuales se les podría definir por cualquiera de estas cosas u otras peores que, más que insultantes, son expresiones del infinito malestar que provocan en la ciudadanía. Pero, ¿a todos los políticos y políticas? No, ciertamente, a todos no. Estoy en contra de la idea, tan malévola como poco honesta, de que todos los políticos son iguales. Los hay buenos y malos, entendiendo por buenos a aquellos que piensan realmente en los españoles y por malos aquellos que tratan de destruir a los españoles. Y he de decir que en España, las derechas, ya sean las españolistas, ya sean las independentistas, son expertas en lo segundo.

La izquierda, que no es ninguna panacea de bondades, ya lo sé, suele cometer errores y decir bastantes estupideces, sobre todo la extrema izquierda, caracterizada en la historia por una permanente y malsana inmadurez  ideológica. El actual Gobierno de coalición es lo malo que tiene, que necesita de algún que otro bocazas idiotílico, algo idiotizoide y bastante cursi verbal, sobre todo en la vicepresidencia.

"La derecha y la ultraderecha siempre han hundido y hunden a España, son un lastre de inmoralidad"

¿Pero España es esto? ¿Es realmente el vergel de los idiotas que parece? España necesita una transfusión de ideas nuevas. Y haberlas haylas, pero no están floreciendo en el Parlamento. Desde luego, no provendrán de los nacionalistas. Tampoco de los guerracivileros. Son ideas de progreso y ese progreso, caracterizado por el bienestar, la sanidad, la educación, la justicia, la equidad, la defensa activa del medio ambiente, la igualdad de géneros, el laicismo absoluto y la fortaleza jurídica del Estado, ese progreso, digo, no es un objetivo de la derecha, menos aún de la ultraderecha. Pero sí lo es de la izquierda, y, mal que bien, lo está consiguiendo. Porque, ¿acaso no es la palabra “progreso” la que acojona a los valientitos de Vox y a sus periodistas populisto-obispoides, todos ellos tóxicos?

La derecha y la ultraderecha siempre han hundido y hunden a España, son un lastre de inmoralidad. Y lo hacen porque su base ideológica es nacionalista, es decir, anteponen la bandera a las personas y el rencor a la concordia. Como sucede con los independentistas catalanes o vascos, todo nacionalismo es reaccionario y excluyente, igual da que sea el de ERC/Bildu que el del PNV, por no hablar del de los supremacistas catalanes de Puigdemont, Torra y demás bachi-buzuk (Haddock dixit).

Pero volvamos a la derecha. Recientemente, en el Parlamento, Casado paró en seco a la ultraderecha. Bravo, dirá el ingenuo. Pero lo hizo tarde. Muy tarde. Y lo hizo comparando al Gobierno con Vox, lo cual es falso. Vox, impetuoso como todo partido fascista (del Mussolini-de-carnaval que es Abascal), cayó en su propia trampa de aislamiento, con su discurso hecho a base de retórica apestosa y consignas oxidadas. Casado, con su verbo bien peinado, se redimió de todo lo que había venido haciendo contra España en esta legislatura. Pero no nos engañemos: el PP, desde los tiempos del siniestro Aznar, siempre ha viajado de boquilla al centro por conveniencia, a mitad de legislatura, para luego, llegadas las urnas, radicalizarse. La derecha, en España, no logra asumir de verdad la democracia, no la tiene en su código genético, nunca la ha tenido; desde el siglo XVIII cree que España, un país de señoritos, es solo suya. Es mucho más patriótica y constitucionalista la izquierda española que la derecha, y así lo ha demostrado en la historia reciente. Negarlo es negar la verdad.

¿Y qué decir de la señora Ayuso o del ambiguo alcalde y buen muchacho Almeida? Pues que son lo que parecen. Ayuso, toda una bibendum, filusbertil y oficleida (que diría Haddock), está bajo la batuta demencial de cercopiteco, coloquíntido y krrtchmvrtzs Miguel Ángel Rodríguez, en Valladolid padecido como MAR —quien lo conoce lo sabe—, fotocopia en Madrid del infame Steve Bannon, el cerebro de Trump. Con esto, ya todo se comprende: estamos en manos del obstruccionismo sistemático y dinamitero. Ayuso, además, causa tanta carcajada patética (trágica para los madrileños), que hasta da pena. Es obvio que acabará en una casa de reposo cuando los madrileños la echen.

"Si la ultraderecha es la enfermedad de un listado de canallas retrógrados, la ultraizquierda es la necedad de un listado de canallas obtusos"

España, mediante la concordia, saldrá adelante, algo que es un deseo sincero de todos los españoles de bien, es decir, la gran mayoría. La derecha de Casado tiene la responsabilidad de asumir por fin la democracia, es decir, que el actual Gobierno es un Gobierno legítimo y mayoritario, de buscar el bien de España, también en Europa, y de no mentir como miente, confunde y enloda a los españoles. La derecha, con sus analfabetos políticos y culturales, ha mantenido una cerrazón que se retroalimenta de una historia —la de una inverosímil España heroica, de fascistas “épicos, de pólvora y crucifijo”— que en realidad es un fracaso de la siempre inacabada construcción de España como país plural.

Por otra parte, en la extrema izquierda podemita también hay mucho pchkraaprut, trrkhkraah y zopenco notorio. Porque, en su sano juicio, ¿quién no aborrece a Stalin, terrible bachi-buzuk de los más terribles? ¿Quién no detesta lo que hizo? ¿Quién es tan tonto como para no entender lo que dijo, hizo y propició un Lenin no menos monstruoso? ¿Quién puede creer hoy en día que Trotsky es el bueno de los tres, cuando era un criminal? Los extremismos ideológicos regresan, pero el marco democrático e institucional ya es sólido y resiste. Respetemos ese marco de libertad y ganaremos todos.

Si la ultraderecha es la enfermedad de un listado de canallas retrógrados, la ultraizquierda es la necedad de un listado de canallas obtusos. Ambos extremos huelen a fanatismo reductivo. En medio, la gran mayoría de socialdemócratas, liberales centristas y derechistas modernos. El problema es que, por ahora, lo que se ve es que la izquierda, en España, se equivoca muchas veces, pero que la derecha, en España, es dañina. Dañina de maldad, maldad de falta de ética y maldad de no ofrecer a los ciudadanos más que la misma receta de falsedad, desigualdad, injusticia y miedo. Creo que por eso, pese a ser muy crítico con la izquierda a la que voto, siempre he sabido no ser de derechas. Lo cual, en realidad, me enorgullece un poco.

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García Ortega Pérez Zuñiga

Ernesto Pérez Zúñiga es escritor. Su última novela es Escarcha (Galaxia Gutenberg). Adolfo García Ortega es escritor. Su última novela es Una tumba en el aire (Galaxia Gutenberg).

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