En algún momento de los años 90 leí aquella historia acerca de cuando Nikita Kruschev, por entonces Secretario General del Partido Comunista de la Unión Soviética, pronunció su ahora famoso discurso secreto en el Congreso del Partido, en 1956, frente a un centenar de cuadros altos y medios, denunciando los crímenes de Stalin. De entre los oyentes se escuchó un grito que le reclamaba a Kruschev:
Kruschev interrumpió el discurso, echó a un vistazo a su audiencia, y preguntó:
—¿Quién preguntó eso?
Se hizo un largo silencio. Nadie asumió la autoría de la pregunta.
Entonces Kruschev le respondió al anónimo interrogador:
—Yo estaba donde estás ahora tú, camarada.
La anécdota, cuya fidelidad ignoro, siempre me resultó iluminadora.
En 1997 viajé a Cuba, enviado por una revista, para realizar por lo menos tres notas: las exequias del Che Guevara (habían encontrado sus restos en Bolivia y los enterraban en La Habana); una entrevista con Gregorio Fuentes, supuesta inspiración de Hemingway para su novela El viejo y el mar; y un panorama general de las jineteras, las ubicuas prostitutas que se ofrecían a los turistas por toda la capital. Mi viaje comenzó muy mal: yo no había pedido visa de periodista, y cuando dije que ese era mi oficio me retuvieron durante horas en el aeropuerto cubano.
En el hotel no podían preparar nada ni medianamente sabroso. La pizza era una cosa blanda, sin queso. Las infusiones eran agua tibia. No se podía tomar agua de la canilla y tardaban horrores en traer agua envasada, natural, porque no andaban las heladeras. Helado había sólo de vainilla, y también era desagradable. Cuando llegué a mi habitación, en el único canal disponible estaba hablando Fidel Castro. Me quedé dormido. Desperté un par de horas más tarde. Seguía hablando Fidel Castro. ¿Cómo podían soportar los cubanos una cosa así? Parecía El día de la Marmota. Salí a la calle. Distintos transeúntes intentaban venderme ron trucho, habanos truchos, fiambre rodeado de moscas. Las prostitutas se ofrecían con una audacia que yo no había visto nunca en ningún otro país. Eran centenares lanzándose sobre los turistas: los tocaban, los besaban, se ofrecían por un jabón, un desodorante, un dentífrico. Veinte dólares. Mujeres jóvenes y hermosas, espigadas, algunas con títulos universitarios. El dólar, el billete de un dólar, era la obsesión de la mayoría de los cubanos que me cruzaba por la calle. Un fula, un fula, un fula. Escaseaba la luz eléctrica. Los edificios frente al malecón se descascaraban: húmedos, grises, putrefactos. Siete años atrás, se había acabado el apoyo económico soviético a Cuba. Cientos de miles de millones de dólares se habían ido nadie sabía dónde, pero evidentemente no habían sido aprovechados para garantizar una Cuba próspera. No había algodón en los hospitales. Había atletas que no podían desarrollar sus disciplinas por falta de vitaminas específicas. Y muchos cubanos se querían escapar, como fuera, a donde fuera. No importaba si había que enfrentarse con los tiburones en alta mar. Castro seguía hablando por la televisión. La opresión se sentía a cada paso. Las exequias del Che Guevara cumplían con la obsesión necrológica comunista, como la obligada visita al cadáver de Lenin en Moscú o el terror de los médicos de Mao cuando no sabían con cuánto formol conservar el cuerpo del fallecido Gran Timonel. Una especie de maestra jardinera cubana les hablaba por megáfono a los contingentes de “trabajadores” —muchos estaban desocupados— que se congregaban por orden gubernamental en la Plaza de la Revolución: “A ver, compañeros, el que mejor forme le regalamos una cervecita”. “Pero qué bien formados están los compañeros que vienen por el sur. Da gusto verlos tan bien formaditos”. Los trataban como a niños con problemas de adaptación. A la mañana siguiente, a las ocho, intenté comprar un diario. En el único kiosko abierto, no había ni una publicación: sólo vendían el Granma, el diario oficial, pero llegaba recién a las 10.30 de la mañana. Cuando por fin llegó, lo guardé como una evidencia antropológica: la tapa era la celebración de que una fábrica de fósforos había aumentado su producción en varias cajas. La contratapa, un reportaje a Che Mackeena, un irlandés que había llegado no sé si en barco o caminando a La Habana, y a quien su padre, en honor a Guevara, había puesto de nombre “Che”. Me reí sólo. El único lugar donde se podía comer algo decente eran los “paladares”, emprendimientos privados a duras penas permitidos, casas de familia en las que servían palta fresca, sopa de tortuga y langosta, a un precio módico. Era lo único que funcionaba bien en ese gigantesco fracaso.
Ni siquiera el mojito rendía. Luego de beber una discreta cantidad en un local mítico, amanecí con una resaca bestial. No me podía levantar. En el hotel me consiguieron una doctora que me explicó que no había suficiente agua para hidratarme, y que debería aplicarme una inyección. Acepté y seguí igual de mal. La doctora, algunas camareras, algunos camareros, eran también jineteras y jineteros. Viajé en el asiento de atrás del auto que había alquilado el fotógrafo, acostado, y llegamos a la casa de Hemingway. La verdad es que las cabezas de animales cazados, sus fusiles y sus pipas no eran algo que me llamaran especialmente la atención del autor de Por quién doblan las campanas. Nunca supe si el anciano que entrevisté fue realmente la musa del escritor para El viejo y el mar, pero al menos cumplió con lo que habíamos acordado —contarme su historia por una cantidad X de dinero— y no pidió extras.
Cuando llegó el momento de partir, vía México, respiré aliviado. Sólo ver las gaseosas y los papeles de colores de las bolsas de mareo en el avión, me devolvió una sonrisa, y no la risa loca que me había atacado con el Granma de Che Mackeena. Mi compañero de asiento debía tener algo más de 70 años y hablaba un español castizo. Yo estaba tan feliz de abandonar esa isla carcelaria que comencé a hablarle sin ton ni son, completamente ajeno a mi habitual ensimismamiento. Cuando levantamos vuelo, me sentí como esos personajes de las películas que abandonan una zona de peligro, o como uno de los tantos cubanos que deseaban partir y formaban parte de la ínfima minoría que lo conseguía de un modo más o menos razonable.
—¿Qué hacía usted en La Habana? —le pregunté a mi compañero.
—Es una historia muy larga —me dijo en ese español entre gutural y clásico.
—Me encantaría escucharla —insistí.
—Muy joven, luché en la Guerra Civil española. Me recompensaron con un exilio medianamente aceptable en la URSS. Admiré a Stalin. Luché en la Gran Guerra Patriótica. Me condecoraron. Y finalmente, en los cincuenta, perdí todos mis honores y me permitieron escaparme a La Habana.
—¿Durante o después de Stalin?
—Apenas después de su muerte.
—Siempre creí que ese había sido un período de especial relajación de la represión.
—Lo fue —confirmó mi interlocutor— Pero yo fui demasiado lejos.
Hizo una pausa, y agregó:
—Le hice una pregunta indebida a Kruschev.
Ambos nos miramos en silencio. Pensé que todo el viaje había valido la pena sólo por esa nota. Pegué mi rostro a la ventana, articulé las palabras y giré para decírselas en voz alta:
—¿Dónde estabas tú, camarada?.
Pero mi compañero de asiento se había dormido. Y no volvió a dirigirme la palabra.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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