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Doce brazadas - Zenda
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Doce brazadas

Doce brazadas sin contar el impulso inicial. La piscina –cierto– no da más de sí, pero he de decir que sólo la uso yo. Nado solo. Como solo. Vivo solo. Duermo solo. Y leo, claro, solo. Doce que a veces son trece brazadas, según. El agua está ya algo fría pero no importa. Me tiro...

Doce brazadas sin contar el impulso inicial. La piscina –cierto– no da más de sí, pero he de decir que sólo la uso yo. Nado solo. Como solo. Vivo solo. Duermo solo. Y leo, claro, solo.

Doce que a veces son trece brazadas, según. El agua está ya algo fría pero no importa. Me tiro de golpe, de cabeza, y cierro los ojos. Los abro a punto de acercarme al suelo. Si calculo mal podría golpearme con el suelo. Buceo hasta el final y empiezo la rutina. Una rutina placentera, con el sudor aún latente.

"¿Y si estuviera espiándome detrás de una palmera o entre los limoneros? Igual es un voyeur"

De vez en cuando creo que veré la punta de un zapato. Que alzo la vista al trasluz y aparece una figura altísima, enorme, con gafas de sol, silenciosa, mirándome. No está solo. No tengo a nadie a quien recurrir. Aunque gritara nadie me oiría. “Pero si he cerrado el portón con llave, estoy seguro”. Ese hombre no habla, no tiene prisa; sólo me contempla. Miro a mi alrededor, nadie. “¿Y si estuviera espiándome detrás de una palmera o entre los limoneros? Igual es un voyeur. Podría haber venido hace días. Igual es de la zona y sabe que llevo aquí solo desde el domingo. ¿Y si me viera deambular por el pasillo, en camiseta, chanclas y calzoncillos?”.

Sigo nadando pero creo que saco demasiado el brazo derecho y me olvido del otro; vamos, como casi siempre. A veces me topo contra las paredes pensando en el hombre del zapato limpio y la línea del pantalón recién planchada. “No voy a mirar”, me digo. “Como lo haga me voy a obsesionar. Y no voy a dormir ni la siesta ni por la noche. Lo que me faltaba en plenas vacaciones”. Así que nado con rabia, mirando sin mirar, de reojo, como si no fuera conmigo, hacia la parte de las tumbonas. Nadie. “Me he salvado”.

Aflojo el ritmo. En realidad no quiero nadar sino refrescarme. No sé por qué me he empeñado en ir en bici con el Rubio todas las mañanas. Sólo fue un comentario al desgaire, pero me tomaron la palabra y he acabado madrugando para andar y pedalear. “Bueno, cuatro más y lo dejo”. Lo quiero dejar porque estoy molido, porque quiero acostarme y descansar en un cuarto más pequeño que una celda. Es curioso, vivo en una finca y duermo en una habitación mínima. Y sólo enciendo una lamparita que descansa en una repisa de obra detrás del cabecero, junto a una hilera de libros. Pero tiene aire acondicionado. De allí apenas salgo. Y cuando tengo que ir al baño lo hago con sigilo, por si molestara a alguien… que me estuviera esperando en medio de la inmensidad de la noche, del silencio atroz de la tarde.

No es lo mismo nadar que deambular por la finca. Que si ahora voy al txoko a ver la televisión, que si pico algo, que si tiendo una toalla húmeda que se me había olvidado, que si saco la basura… Pero eso es muy distinto que nadar; en la piscina no me puedo defender. Basta con una persona para que esté a su merced. Tampoco si me la encontrara de frente pondría la menor resistencia.

"Y cuando tengo que ir al baño lo hago con sigilo, por si molestara a alguien… que me estuviera esperando en medio de la inmensidad de la noche, del silencio atroz de la tarde"

Tras manipular un aparato de música un buen rato consigo que funcione. Es de esos enormes, pasados de moda, que sirven como radio y reproducen CD y casetes. Y con dos bafles de aúpa. Pesadísimo, incomodísimo, pero funciona (el que está al lado de la televisión lo he dejado por imposible). Lo llevo conmigo a la piscina, al txoko, al salón, a la cocina. No sé si es para ahuyentar al hombre de los zapatos lustrosos o para hacerme compañía. O todo a la vez.

Tendría que ir a la piscina ahora, que es media tarde, cuando el sol disuade cualquier intento de fechoría. Demostrarme que no hay nadie, que soy valiente, que mucha gente vive sola y no se jacta de ello, que estoy disfrutando de las vacaciones, que me arrepentiría si me diera por irme de aquí, que ya soy mayorcito… Bueno, tampoco tengo que estar continuamente bañándome. Me podría ir a dar una vuelta. Hasta la playa y nadar allí. Allí. Ya. ¿Y dónde dejo la llave del coche? Tendría que ir a un chiringuito y hacerme el amigo, en plan “oye, perdona, es que estoy solo de vacaciones y no sé qué hacer con las llaves del coche, no es que no me fíe pero me da… no sé… ¿Me pones una caña? Bueno, que si te puedo dejar un momento las llaves, va a ser media hora o menos”. Y resulta que el de la barra es del pueblo y se entera que vivo solo y puede que sepa donde vivo y por la noche se lo cuenta a sus colegas, y se extiende la voz y…

Creo que me voy a duchar.

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Manuel Llorente

Periodista, redactor jefe de Cultura de El Mundo. Autor de dos libros de poemas: Desmesura y Si la palabra fuera un espejo. @llorente_manu

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