Sería interesante contabilizar los disfraces que aparecen en la historia de la literatura. Más aún cuando cada autor representa su propio personaje y, por ende, su irrepetible disfraz. Se supone que todo disfraz está hecho a medida de uno mismo y, en este sentido, cualquiera diría que, desde que nacemos, se nos otorga como por arte de magia un sastre determinado. Singular. Encargado de hacernos cada traje —o vestido— acorde a nuestra personalidad y carácter. De hecho, la idea no parece tan descabellada cuando, por ejemplo, nos acercamos a Gilbert Keith Chesterton, nacido el 29 de mayo de 1874 y considerado uno de los autores más reconocidos de la literatura inglesa. Entre otras cosas, precisamente, por el dominio del que goza a la hora de enmascarar a sus personajes. De disfrazarlos a su antojo, y al antojo también de ellos mismos, pues no olvidemos que a medida que uno va escribiendo una historia, debe, por obligación y sentido común, prestar atención a aquello que requieran los personajes, aunque su destino, determinado por lo que han elegido casi por voluntad propia entre en conflicto con el fin que tenía el autor para con ellos. En el caso de El hombre que fue Jueves —una de sus mejores obras— algo me dice que Chesterton apeló a esa escucha y, además, se divirtió haciéndolo. Hay que tener humor para nombrar a los personajes de tu novela como los siete días de la semana, o como los siete días de la creación, y que funcione. O que ejerzan como miembros de un Consejo Supremo de anarquistas de Scotland Yard formado por filósofos y poetas, considerados más peligrosos que las fuerzas del orden puramente tradicional, y resulte verosímil, aunque la atmósfera y el ritmo en el que se muevan forme parte de la gran paradoja que acaba representando toda la novela. Sería interesante también comprobar cómo ese mismo grupo de anarquistas intelectuales toman las calles de cualquier ciudad. Aunque ésta es ya otra cuestión.
Como decía, Chesterton supo escuchar a sus personajes, se dejó cortejar por ellos y les caricaturizó con tal de hacerles más peculiares e inolvidables, abstractos y variables. Y es que el variopinto grupo formado por los siete caballeros ataviados con levita y sombrero, parecen, a su vez, indefinibles, pues cada uno de ellos da la impresión de ir mutando según cómo se encuentre, lo que viva, o sea contemplado por el resto. Como le sucede a Domingo, el cabecilla. El jefe. El antagonista y el maestro. La nada y el todo. La encarnación del bien y del mal a ojos de los demás. De hecho —llegados a este punto—, conviene recordar que también nosotros variamos según el contexto; según las circunstancias; según la situación. Nos adaptamos y, en consecuencia, elegimos el disfraz más apropiado para la ocasión.
«¿Hay algo más falso que una calavera?», se preguntaba Francisco Umbral en Mortal y Rosa. «Es lo que mejor nos disfraza», se responde, y continúa: «Por dentro de la calavera está el personaje mirando el mundo, y la calavera nos mira con ojos de antifaz, porque la calavera no es la verdad de un rostro, sino la máscara última. (…) La calavera es máscara de nadie bajo tantas máscaras. Lo que nos aterra de la calavera es descubrir que es también una máscara, la máscara que pone el disfraz con que nos mira nadie. Que no me conoces, que no conoces. Y no hay a quién conocer. (…) Llevamos la verdad por fuera, la carne, y la máscara por dentro, como no queriendo dar la cara en el más allá». También Umbral es consciente de su propia máscara y disfraz, al igual que Chesterton y sus personajes. También Umbral sabía qué personaje interpretaba; cuál era su papel. Y aun así, se pregunta para hallar una respuesta que, aunque no le satisfaga, por lo menos le ayude a corroborar que, en realidad, muchas veces ni nosotros sabemos quiénes somos porque nos encontramos en constante transformación y mutabilidad. En este sentido, sólo el tiempo y la experiencia nos dan buena prueba de ello. Y si Umbral hace metafísica con su aspecto, recordando el rostro que tenía cuando era niño o contemplando ensimismado y pensativo el rostro avejentado, esa calavera que va asomando, Chesterton lo hace con sus personajes para intentar desvelar el secreto del mundo, así como su propia identidad, con el humor inglés que tanto le caracterizaba, con diálogos frescos y filosóficos en una obra donde todo es posible. Todo tiene cabida en la trama de esta novela que roza el ensayo para, en definitiva, demostrarnos —una vez más— que hay tantas máscaras y disfraces como personas. La lista, a fin de cuentas, es interminable e incuantificable. Pero también incontrolable porque a veces, el disfraz, como la máscara, muestra una parte de nosotros que desconocíamos, una faceta que habíamos ocultado por miedo o por desconocimiento; que ni siquiera sabíamos que poseíamos y ahí está, mostrándose abiertamente al mundo aunque, en ese instante, no seamos plenamente conscientes de ello. Al fin y al cabo lo difícil, como le sucede al protagonista de Chesterton, Gabriel Syme, no es encontrar el disfraz que más nos oculte, sino aquél que más nos revele a nosotros y al resto.
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