Probablemente la mayoría de los aquí presentes haya oído hablar ya del argumento de la última novelita escrita por don Miguel de Unamuno, esto es, de San Manuel Bueno, mártir. Sinopsis rápida: Don Manuel, un párroco de la pequeña aldea de Valverde de Lucerna, ha dejado de creer en la vida eterna, el viejo dogma se ha convertido en un escepticismo de lo más sospechoso, y todo en su vida parece cobrar un tinte impostado. Sin embargo, poco a poco va descubriendo que el alma cristiana tiene un sentido práctico evidente: engarza una serie de atributos nada desdeñables entre las distintas generaciones del pueblo, véanse la piedad, el perdón o la solidaridad. Este elemento de concordia es también en inclusivo: acoge a los miembros más desfavorecidos del pueblo, como Blasillo, un discapacitado al que Manuel ama, o la tía Rabona, mujer sin recursos que ha sido madre soltera. Don Manuel comprende el sentido comunitario de la religión de Cristo, una espiritualidad que le hace resistir ante el nihilismo más exacerbado. Se puede concluir, por tanto, que tanto Manuel como Unamuno ven en Dios una especie de parapeto para el alma humana, siempre desprotegida, que se construye sin alharacas ni aspavientos, basta con sincero amor y concordia simple. Ven un Dios inclusivo, si me permiten el anacronismo.
Sin embargo, en la era de los gestos, esa espiritualidad de la que hablábamos, interiorizada, tácita y asumida, no es suficiente. La Iglesia Anglicana ha comunicado formalmente que habrá que referirse a Dios con pronombres neutros, olvidando a ese padre nuestro que está en el cielo, y favoreciendo así la inclusión de la mujer en el seno de la institución. «Los cristianos han reconocido desde la antigüedad que Dios no es hombre ni mujer», afirma en un comunicado. ¿Y qué hacer para que esta afirmación que ya conocía todo el mundo quede patente entre sus fieles? Pues tirar de esa moda wokista que hará, por ejemplo, que no se permita el pronombre Él para referirse al Altísimo (¿Altísima? ¿Altísime? ¿Altísim@?). Pues nada, como dice la gran Rebeca Argudo: del lenguaje inclusivo no se salva ni Dios.
Vivimos en un mundo de imágenes, sometido a la apariencia en todo momento. Auspiciada por el auge de las redes sociales, donde el éxito reside más en la superficialidad que en la profundidad del mensaje, la realidad tiende a disfrazar los grandes valores del pasado. ¿Hasta qué punto ese viejo mundo que se reflejó en Valverde de Lucerna tiene hoy vigencia? Sorprende que la Iglesia, una institución que vive del mundo interior, de piel adentro, de ese mundo que supo palpar bien San Manuel Bueno, se pliegue a estos dictados de trivialidad contemporánea. Ahora que nadie cuida de Blasillo si no puede subir una foto a redes, ni acoge a la tía Rabona si no hay un hashtag que ofrezca likes, followers y estas cosas, ya ni siquiera Dios escapa de las modas comprometidas. Éticas de cartón piedra que chocan frontalmente con la religiosidad de quienes, como Unamuno, creyeron en esta institución como una verdadera maquinaria integradora. Es la modernidad, y con estos bueyes hay que arar, me temo.
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