Foto: Ah Taut.
Llevo un buen rato observándolos, mientras me orientan amablemente por estas calles silenciosas y soleadas. Son reflexivos, tranquilos, un matrimonio que podría pasar por cualquier otro. No exagero, hablo de dos personas extremadamente encantadoras. Y, sin embargo, quienes no los conozcan se sorprenderían al saber que esconden más de un torturado cadáver, si no en el armario, al menos sí en la biblioteca.
—¿Pero sois de aquí? —le pregunto a este hombre cuyos modales y algo en su semblante me hacen pensar en Lovecraft, y que ha dejado caer esa curiosa semejanza entre mentes y mapas, entre libros y realidades no convencionales. Su esposa se adelanta para abrir una puerta a pie de calle, prolongación de una fachada color crema que tiene pintada una bonita torre de Babel hecha de libros.
—Sí, claro —dice—. Somos de aquí.
Esto, en principio, es una ciudad mediterránea, un pueblo apartado que da a una cinta de arena junto al mar: pero no sé a qué nos estamos refiriendo con aquí. Las calles no pueden ser más tranquilas y la luz no puede ser menos perturbadora. Pero, como en la historia de Emiliano González, “por un momento creí que alguien me acechaba tras las ojivas.”
No dejemos escapar esa semejanza entre las mentes y los mapas. De hecho la literatura puede verse (un libro de Enis Batur habla de eso, y también un relato que leí hace mucho tiempo, “La biblia de los idiotas”) como un enorme mapa desplegado, superpuesto a un planeta tan extenso y azul como el nuestro. En ese mapa cada autor, por ejemplo, es una calle. De poder convertir ese mapa en un lugar en el mundo, veríamos alejarse ante nosotros la gran avenida Proust, una suerte de infinito y enjoyado Boulevard Haussmann, con tiendas a pie de calle que desde el exterior parecerían íntimas y recogidas pero cuyo interior se perdería en laberintos de vitrinas engalanadas con delicadas joyas y todavía más delicadas porcelanas (aunque alguna de esas calles daría a un misterioso callejón trasero con cubos de basura desbordados y enormes ratas), o la larga y un poco sinuosa calle James, con establecimientos de repostería británica entre tiendas de disfraces, grandes fontanas estilo Newmarch y escaparates repletos de antigüedades, y cuyo resplandor llegaría mucho más allá de donde alcancen sus arterias principales. La calle Nabokov sería una prodigiosa avenida de cristal, un paseo entre dos complejos invernaderos repletos de extraños árboles, cubiertos de desconcertantes frutos, algunos suspendidos en el aire sin una rama visible en las inmediaciones. ¿Pero y esos barrios abandonados de la lejanía, esa periferia de aparatosos y barrocos edificios, algunos una pura ruina, donde el sol parece que hace tiempo que se ha puesto? Aquí los escaparates no suelen dejarse ver con el atildamiento que tienen en las calles del centro; a veces encontramos cuerpos colgados de ganchos y la sangre nos llega hasta los pies. Pero hay algo que nos atrae fatídicamente a todos estos callejones mal iluminados, revestidos de pinturas crípticas, medio carcomidos por el orín de perros jorobados y con la terrible tentación de algunas ventanas rotas que dan a verdaderas abominaciones. Al otro lado pasan cosas como las que tienen lugar en un cuento (1906) de Aurelio Summers: “Nunca entendemos muy bien qué ocurrió entre las dos prostitutas enmascaradas que se citaron en el invernadero y la cabeza flotante de un ángel equívoco pero, de cualquier manera, estamos horrorizados.”
La mujer abre la puerta, yo dejo de sonreír ante esa torre de Babel pintada y el hombre me invita a pasar:
—La lectura ha sido algo constante en nuestras existencias, y hemos crecido con ella. Nos ha acompañado hasta que ha terminado por convertirse en una parte más de nosotros mismos, algo que no podrían escindir de nuestro ser: tanto es así que, además de editores, somos libreros y regentamos una librería del mismo nombre que la editorial en nuestro pueblo, Ondara. Esta de aquí.
—Y esto, a su vez, es Ondara —digo.
—Así es. Esto es Ondara.
Como el que dice Carcosa, o Penumbria. O Comala.
O Arkham, con su (ya no tan secreta) editorial.
Lo curioso es que estas calles no son lugares perdidos, ni esos barrios están en unas afueras irrecuperables, fragmentos de una ciudad que naufragó hace siglos después de que sobre el mundo se abatiera una olvidada maldición. Nada más lejos de la realidad. La deslucida calle Machen, o la calle Poe, por ejemplo, se extravían a lo largo de los desordenados patios traseros y los jardines desatendidos y, más allá de las iglesias en ruinas y de esos cementerios que sólo visitan los gatos —pero qué gatos—, terminan anudándose al bulevar Baudelaire, por ejemplo, o a las ramificaciones de la plaza Borges, con su estatua ciega en el centro. Es muy sencillo llegar allí. En la historia de la literatura ha quedado constancia de paseantes que empezaron su recorrido en la bonita calle Plath, con sus árboles siempre verdes y sus apartamentos sin cocina, y, sin saber cómo, terminaron preguntando direcciones en la avenida Hawthorne, para acabar medio enloquecidos y perdiéndose sin remedio en esas callejuelas cuyos escaparates son máquinas sacamuelas y maniquíes destrozados. Al principio, los paseantes inexpertos tratan de no parecer demasiado curiosos cuando empujan las puertas de las tiendas abandonadas o evitan pisar los bultos de los borrachos que dormitan en los pasos subterráneos —si es que se trata de borrachos—, pero muchos encuentran una extraña fascinación en ese mundo que brilla tan lejos de las calles conocidas y deciden quedarse a vivir temporalmente allí, alimentándose si es preciso de las ratas que llegan correteando desde los callejones traseros de la gran avenida Proust. Uno termina por hacerse amigo de los niños que cien años atrás desaparecieron en la calle Cocteau y aparecieron desventrados sobre los tiestos rotos y las bolsas de basura de la vieja rue Barrie, y ahí los tenemos, jugando a la comba con sus propios intestinos.
La librería, por cierto, es tan encantadora como este matrimonio de editores libreros. Tiene las dimensiones de cualquier librería, pero la claridad que entra a raudales por el ventanal que da a la calle la hace parecer mucho más grande de lo que en verdad es. Hay mesas donde los niños del lugar olvidan la carcoma tecnológica y juegan partidas de rol, o de cualquier otro tipo de juegos de tablero que José Ángel y Maite —ya es hora de llamarlos por sus nombres— enseñan como misioneros de un mundo perdido por los colegios e institutos de los alrededores. En una de ellas me encuentro con los títulos que han ido editando cuidadosamente a lo largo de casi diez años: Crisol, de Livia Llewellyn (una autora que en algunos de sus relatos haría apartar la mirada al propio Clive Barker, y que, cosas del destino, comparte apellido con el forense que examinó los primeros cuerpos dejados a su paso por Jack el Destripador), Una canción para deshacer el mundo, de Brian Evenson, Las cosas han empeorado desde la última vez que hablamos, de Eric Larocca… ¿No resultan prometedores unos libros que han sabido titularse tan bien? En otra mesa que, curiosamente, parece ordenada y desordenada el mismo tiempo, me sorprendo al encontrarme con las galeradas todavía a medio corregir de un autor que descubrí hace años por azar, y que lentamente, en la dudosa ciudad de Leeds (Massachusetts), ha ido creando un universo de brujería y ocultismo a lo Salem alrededor de una emisora de radio: Matthew A. Bartlett. Aquí corremos verdaderamente el peligro de que nos suceda como en otro de los cuentos de Aurelio Summers: “Es una historia situada en los confines del país de Gales, que narra las consecuencias fatídicas de las excavaciones llevadas a cabo por un joven arqueólogo en las ruinas de un templo romano. La estatua de un sátiro de sonrisa perversa le inquieta mucho, y empieza a obsesionarse con ella. Poco a poco él pasa a ser ella y ella pasa a ser él. El arqueólogo termina aprisionado en la piedra mientras el sátiro huye hacia las colinas…”
No diré que de tanto mirar estos libros uno pueda quedarse atrapado dentro de ellos (mientras los libros escapan hacia el mar). Pero, teniendo en cuenta las cosas que he llegado a ver y a leer, tampoco me siento en condiciones de pensar lo contrario.
—Hay una ley que parece cumplirse con todos los editores de género —le digo a José Ángel, mientras Maite regresa junto a nosotros después de haberse entretenido en ordenar las galeradas—. Casi nunca comienzan por los libros. Siempre hay una pequeña genealogía de páginas grapadas de donde viene todo lo demás.
—Ese también es nuestro caso. En el instituto, con una máquina de escribir, dábamos forma a fanzines totalmente amateurs que solo repartíamos entre nuestros amigos. Ahí se encuentra el germen de lo que somos ahora: ya entonces teníamos la necesidad de propagar la enfermedad de la literatura, el deseo de contagiar a los demás la pasión que despertaban en nosotros todas esas historias que leíamos con verdadera dedicación. Años después, con el estallido de lo digital, surgió la idea de una revista llamada La Caja de Pandora, una publicación que coordinábamos y donde los textos de cada número orbitaban alrededor de un tema común, y ahí comenzamos a experimentar más en serio con la maquetación, aunque también descubrimos que lo digital no nos motivaba tanto (por no decir nada) como lo físico: por la forma que tenemos de entender lo que es un libro, como objeto, como pieza de culto, por cómo los presentamos y maquetamos, los nuestros sólo pueden encontrar su verdadero soporte en el papel.
—De hecho —dice Maite—, cuando terminábamos una nueva lectura y la comentábamos entre nosotros siempre hablábamos de cómo nos gustaría que fueran los libros, e inevitablemente pensábamos en los libros de antes, con esas páginas ornamentales, acompañadas de ilustraciones, que realmente parecían ventanas abiertas a otro mundo, algo visto como desde la escotilla del capitán Nemo. Las ilustraciones de Férat para los viajes de Verne, las de Tenniel para las aventuras de Alicia, o esa maravilla que hizo Beardsley para el Arturo de Lancelyn Green… Sentíamos también predilección por los libros que tenían algún texto, al principio o al final, que ponía en situación al lector. Ese acompañamiento que revestía tan encantadoramente aquellas narraciones estábamos convencidos de que dilataba la experiencia lectora. Un día, como una evolución natural de nuestro trabajo con aquellas revistas artesanales, decidimos poner todo eso en práctica, y así nació Dilatando Mentes. Ese es el motivo de que nuestros libros suelan llevar un texto de presentación, muchos estén numerados (a mano, para hacerlos más especiales), todos hagan gala de un diseño particular, pensado para componer un todo con la historia, y contengan una sección final visual, que denominamos miscelánea, donde se recogen las diferentes influencias que ha tenido el autor a la hora de componer sus historias. Queremos que en nuestros libros se refleje tanto el esfuerzo y el trabajo que hemos llevado a cabo para sacarlo a la luz como el cariño y el amor que hemos volcado en los autores que conforman nuestro catálogo, un afecto que esperamos que se extienda a cada una de las personas que van a sostener el libro entre sus manos.
La experiencia —que tal vez ningún otro género permita, más allá de los paseos ilustrados de Sebald o los experimentos fotográficos de Rodenbach, como el género fantástico— resulta en particular envolvente con El secreto de la ventriloquía, de Jon Padgett. No sólo por la fotografía recurrente de esa familia disfuncional de muñecos extraída del Archivo Documental de Noruega, o las maravillosas ilustraciones de época que adornan el relato “20 sencillos pasos hacia la ventriloquía” (el favorito de Ligotti), o las cabezas granuladas de un cementerio de muñecas; todo eso, que denota un abrumador trabajo de exploración documental —y que proyecta un estilo único y una verdadera personalidad, empezando por el trabajo de cubierta: hablaremos de todas esas sorprendentes portadas después—, contribuye a crear una atmósfera sin duda similar a la que conseguían trasladar a través de su escotilla todos esos Férat y Tenniel del siglo XIX. Pero lo que termina por romper una especie de cuarta pared en nuestra corteza psíquica es encontrarnos con el autor de los relatos a los trece o catorce años, ataviado con un esmoquin blanco, sonriendo de oreja a oreja desde el escenario de lo que parece un salón de actos de instituto estilo Carrie, y sosteniendo un muñeco de ventrílocuo que es exactamente igual que él. Hay otra fotografía de un Padgett más melancólico, a los veinte o treinta años, con un muñeco similar. Lo toma de otra manera, casi desganado, no parece ni siquiera que le tenga tanto apego. Se diría más bien que entre los quince y los veintitantos años se ha cumplido ya el proceso por el cual el muñeco ha quedado en completa posesión de su alma. Si no, ¿a qué viene ese pesar, esa especie de sabiduría amarga que hay en los ojos de Padgett, como si tratase de advertirnos del horror que se esconde detrás de esas figuras aparentemente inocuas de plástico o de madera?
El libro, por cierto, que gira en torno a (y dentro de) ese horror, es una de las mejores colecciones publicadas en el género fantástico reciente que he tenido la ocasión de leer. Y cuenta con uno de los mejores relatos atmosféricos (apenas seis páginas) desde “El retrato ovalado” de Poe. Se titula “El pantano cubierto”, y debería abrir una antología de ensueño sobre lugares encantados (naturales y artificiales) junto a “La torre roja” de Thomas Ligotti y “The Pennine Tower Restaurant”, de Simon Kurt Unsworth. Ese relato lo puedo leer mil veces y siempre pensaré que he regresado de él con un nuevo objeto dispar en los bolsillos.
Padgett, sin embargo, no es un caso único. Otros autores, como Brian Evenson, Christopher Slatsky, Richard Gavin y —quizá muy especialmente— Matt Cardin, parecen estar creando un cosmos personal dentro de la nueva literatura fantástica anglosajona, al que Dilatando Mentes ha ido abriendo pacientemente una línea de canalización entre los lectores en español, un territorio más donde fijar las calles de ese mapa ilusorio que quizá algún día también enarbole sus nombres, aunque sea en los barrios y los suburbios periféricos. (Ah, pero en un mundo así quién fuera periferia: ¿eso lo dijo quién? ¿Felisberto Hernández?). Con todo, se trata de un territorio mucho más abierto e incalculablemente más extenso de lo que puede dar de sí ese puñado de autores asimilables por cualquier catálogo: si tenemos en cuenta el elevado número de revistas en papel, fanzines, revistas digitales, editoriales y microeditoriales —por no hablar del mercado de las autoediciones, de donde han surgido autores tan interesantes como Matthew A. Bartlett— que se extienden casi fractalmente por el planeta editorial en lengua inglesa, podemos multiplicar la estimación más baja por diez, o veinte… y quedarnos muy cortos. Eso, por un lado, señala un interés creciente en el género fantástico —un interés que en realidad nunca ha desaparecido, y que históricamente está tan presente en los primeros textos conservados como en la literatura, por ejemplo, de Kafka, pero siempre ha tenido sus detractores, todos esos lectores medios al servicio de un viejo prejuicio cultural—, aunque también una banalización inevitable por pura estadística tanto en la forma como en los contenidos. Por eso resulta todavía más importante el criterio selectivo a la hora de incorporar un nuevo autor a un catálogo. Así lo entiende Maite (que en realidad es como decir José Ángel):
—Nuestros libros podrían englobarse, casi en su totalidad, dentro de lo que cabría considerar narrativas modernas (siempre en la órbita del fantástico, que es nuestra seña de identidad: por algo Jorge Luis Borges o Angela Carter forman parte de nuestra base como lectores). Buscamos obras que expongan una gran diversidad de voces e ideas, que no tengan por qué verse encorsetadas por barreras estilísticas ni por tener que pertenecer a una temática determinada, y que trasciendan sin esfuerzo los límites preestablecidos del género; que reflexionen sobre la soledad del individuo, sobre su identidad, sobre el mundo que le rodea y las distintas problemáticas a las que debe enfrentarse, sin dejar de lado el espacio para la crítica, y todo ello en consonancia con los tiempos que vivimos. Por utilizar un símil de uno de los mundos literarios que más nos atraen, nos encontramos a bordo de un planeta en continuo proceso de mutación, cuyas fronteras culturales y de pensamiento se diluyen hasta casi desaparecer, y donde se hace necesario abrir la mente y aprender a ver la realidad (una realidad incontrolable e irracional en su mayor parte) con ojos nuevos. Creemos que nuestros libros cumplen ese propósito. También creemos que el género fantástico es el vehículo perfecto para ponerles voz, porque pocos géneros son tan dados a la metáfora, a la especulación y a enseñarnos algo muy profundo sobre nosotros mismos, nuestros miedos, nuestras limitaciones, nuestros pecados y nuestros anhelos, como el fantástico. Para nosotros como editores, esa mirada nueva exige que nos mantengamos al margen de modas y tendencias, y apostemos por esos libros que entendemos que serán lecturas todavía vigentes dentro de veinte o cincuenta años: aunque el funcionamiento del mercado literario se empeñe en decir lo contrario, y las vertiginosas entradas y salidas en nuestra librería parezcan querer darle la razón, los libros no tienen fecha de caducidad. No, al menos, los buenos libros.
Matt Cardin y Brian Evenson pueden contarse entre esos autores en condiciones de crear una narrativa fantástica perdurable. Hizo de las tinieblas su escondite, el compendio de relatos de Cardin publicado originalmente en la prestigiosa Hippocampus Press, de hecho tiene un rasgo que lo hermana con una vieja tradición: es el libro de un hombre celosamente religioso que un buen día (en realidad un buen día para sus lectores, pero no tan bueno para él) comenzó a verse acechado por una entidad diabólica. “Mi crisis”, explica Cardin —en una cita recogida en ese ensayo antológico que acompaña a este libro, obra del ilustrador Luis Pérez Ochando—, “tuvo lugar en una suerte de espacio visionario que corría paralelo a mi existencia cotidiana.” En esa existencia Cardin era un joven educado en un ambiente religioso que se había casado, había tenido un hijo, y vivía una vida aparentemente como la de cualquiera con la salvedad de que, tras descubrir que “su vida interior se había desvanecido”, empezó a sufrir “una serie de ataques de parálisis del sueño, acompañados de ataques visionarios por parte de una entidad de apariencia demoníaca. Esto” —añade Cardin, con un aplomo que espanta— “me alteró de manera profunda y permanente y marcó el tono y la dirección de cuanto escribo. Había cruzado una suerte de umbral, y el vocabulario más próximo para pensar y hablar sobre ello era el del horror cósmico, que me había sido inculcado por años de lectura obsesiva de Lovecraft.”
Los relatos de Cardin son un compendio extrañísimo donde el relato realista se cruza con la tradición religiosa judeocristiana, tocada a su vez por el panteón de los dioses primigenios, con el añadido de que, si bien Lovecraft descreía de todo aquel mundo y supermundo que —no pasemos esto por alto— se le manifestaba en especial durante sus sueños, Cardin tuvo a los mismísimos pies de su cama, durante una larga temporada en el infierno hipnagógico, a una criatura demoníaca que, a la manera del diablo de Fuseli (y del “susurrador” de esa azora terrible con que se cierra el Corán), se le sentaba en el pecho y prácticamente le hacía agonizar, mientras su esposa dormía en el otro confín de la cama sin enterarse, afortunadamente, de nada. Esta experiencia, que sólo es una más dentro de una tortuosa tradición de individuos sometidos al capricho de no sabemos exactamente qué fuerzas (quienes hayan sufrido parálisis del sueño acompañadas de visiones coincidirán conmigo en que ningún intento por comprenderlas racionalmente sirve ni como explicación ni como alivio), podría haber quedado simplemente en una historia para contar a las visitas o, en el menos malo de los casos, en una narración, o una serie de narraciones, tan olvidables a la larga como una tragedia cualquiera contada por un vecino. Pero Cardin es un magnífico narrador, y sus cualidades imaginativas, que tienen el talento para encontrarle unos escorzos siniestros y quizá nunca vistos a los relatos de la Biblia, han creado este barroco retablo de locuras y mutilaciones cuya mayor virtud en términos artísticos es la de dejarnos más tocados precisamente por alcanzar a retorcer lo que de más arraigado existe en nuestras afinidades culturales. El nivel de extrañeza y de enajenación aumenta, por cierto, en esas dos memorables ocasiones en que se deja ver la mano de un autor llamado Mark McLaughlin, que ya se ha ganado cuando menos mi atención sólo por lo que hace aquí como estrella invitada.
—De Brian Evenson, cuyos cuentos han ganado el premio Shirley Jackson y han figurado en las recopilaciones del O. Henry Prize, no se puede decir menos —explica Maite—: es un escritor tan implacable y perturbador como alucinante y lúcido. En la demencial Los últimos días hace una descarnada reflexión del fanatismo religioso que tan bien conoce, como cuenta en el posfacio de la obra; un tema, el de la fe y cómo uno se enfrenta a ella, que en Dilatando Mentes nos fascina sobremanera, así como el del comportamiento de quienes componen esos grupos forjados y guiados por los designios de una estrella fanática. En Una canción para deshacer el mundo demuestra su talento para transformar lo ordinario en algo inquietante y depravado, y puede decirse que cada uno de esos cuentos, a su manera especial, deja al descubierto lo más monstruoso de nuestra naturaleza. Para nosotros, este es uno de los puntos fuertes de su imaginería narrativa.
En cuanto a los temas, sin duda lo es. Es verdad que relatos como “Línea de visión”, “Sonido ambiente” y “La espuma de las moscas”, ambientados en el mundo del cine —no a la manera de Bloch (aunque “La espuma de las moscas” recuerda vagamente a uno de sus cuentos para bibliómanos: “El hombre que coleccionaba a Poe”) y mucho menos a la de Bradbury, sino un poco a la del Roszak de Flicker o a la de Experimental Film de Gemma Files—, juegan un poco convencionalmente con la frontera de la realidad y el sueño, casi como si se trataran de esbozos para capítulos de una temporada imaginaria de Twilight Zone, y hasta cierto punto reservando el apartado especulativo a las condiciones que por regla general, y una cuestión de atracción personal, mantuvo Rod Serling: actores, directores y películas encantadas entrando y saliendo de la vida (y a veces de la muerte) como de una serie de repetitivos fotogramas. A quienes disfrutamos con los cuentos sobre cine, y cine entendido como lo que en realidad es, una puerta dimensional a realidades que ni siquiera tienen necesariamente que ver con las imágenes proyectadas sobre la pantalla, los cuentos que Evenson le dedica siguen fielmente una tradición que tiene sus mejores representantes en Roszak y Files, y, en una corriente no tan dispar, a Kenneth Anger con Hollywood Babilonia. (Pregunta: ¿podríamos incluir La invención de Morel en esa tradición?). Son el tipo de relatos, más próximos al espíritu de las revistas pulp de los años 30, que nos recuerdan esa línea clásica a la que pertenece la narrativa de Evenson. Pero donde alcanza ese “algo inquietante y depravado”, ese estado puro de lucidez alucinada, es en la ciencia-ficción y la fantasía lovecraftiana interpretadas a su manera: relatos como “La segunda puerta”, “La torre” (otro que debería incluirse en esa antología de lugares extraños de la que hablaba antes), “La mancha: conjunciones” y “El amo de los tanques” tienen la virtud de mostrar el bosque embrujado y al mismo tiempo la terrible naturaleza de sus árboles.
En general, del catálogo de Dilatando Mentes —que por muchas razones yo veo como la Anagrama de los libros de género— uno sale tan zarandeado como un maniquí para pruebas de colisión.
—Independientemente de la colección a la que pertenezcan —explica Maite—, todos nuestros libros tienen un nexo común: son obras que nos han emocionado, que nos han atrapado, que nos han quitado el sueño, pues sólo publicamos libros con historias que se nos hayan quedado grabadas en el alma, que sabemos que no van a abandonarnos cuando hayamos dejado atrás la última página.
—Ahora bien —dice José Ángel—: somos conscientes de que no todos los lectores son iguales, ni a todos nos gusta leer siempre lo mismo (en nuestras mesitas de noche hay una pila de lo más ecléctica en cuanto a géneros y formatos), por eso hemos diversificado nuestro catálogo en diferentes líneas que puedan ayudar al lector a identificar qué tipo de historia se va a encontrar. Dentro de la Línea General, a pesar de su nombre, y aunque está enfocada a un público más generalista, las historias que contiene no terminan de ser historias al uso: sirvan como ejemplo novelas como Las Doncellas de Óxido de Gwendolyn Kiste, que es una historia que trata temas como lo monstruoso, la amistad o el paso a la edad adulta, con el escenario del declive industrial de algunas zonas de los Estados Unidos, o De hogares de acogida y moscas, que es una demoledora novela de crecimiento con una certera carga de crítica social. Aquí el lector va a encontrar esa clase de obras que contienen los elementos más destacados dentro de los temas que más nos interesan, con la particularidad de que, sin salirse del género, creemos que pueden ser leídas y disfrutadas por todo el mundo.
—Antes hablabais de mapas y de libros. Yo creo que algo así no deja de ser parecido —digo, señalando un pequeño volumen— a recordar a Milton en una línea editorial.
—Claro —dice Maite—. La Línea Paraíso Perdido debe su nombre al concepto metafórico de haber perdido el derecho de permanecer en el Paraíso bíblico por el deseo de obtener un conocimiento prohibido; y nosotros pensamos: si supuestamente perdimos el Paraíso por conseguir conocimiento, ¡hagamos que ese conocimiento valga la pena! En esta colección el lector va a encontrar obras de no ficción, ensayos cuyos temas orbitan alrededor del género fantástico y territorios afines, aunque, como es recurrente en nuestro catálogo, traten de buscarle las vueltas a las convenciones.
—También tenemos una línea orientada a un público joven-adulto —dice José Ángel—, la Línea Pensamiento Nómada, que es la que menor peso tiene dentro del catálogo en cuanto a número de libros, pero para nosotros ostenta una importancia especial. El nombre de esta línea resume una sensación privativa de la adolescencia, cuando carácter y mente se están formando, la personalidad es voluble, los pensamientos saltan rápidamente de una idea a otra, las inquietudes cambian de un punto a otro, como lo hace una brújula, una tribu nómada, siempre buscando nuevos horizontes. Para nosotros, la importancia de esta línea radica en que contiene títulos con los que trabajamos en distintos institutos (también lo hacemos con otros de la línea general), cuyos profesores, en su afán por alentar el hábito lector entre sus alumnos y descubrirles que la lectura es algo fascinante, y a fin de no espantarlos con otro tipo de lecturas, más clásicas, que disfrutarían con un bagaje lector más amplio, los han escogido como libros de lectura para sus alumnos.
—¿Son los mismos chicos que juegan al rol entre las mesas de novedades?
—A veces sí —dice Maite—. Ese es uno de los motivos por los que tratamos de estimular en ellos el sentido del juego. Los caminos que llevan a un libro pueden empezar en la casilla de salida de un buen juego de mesa.
(¿Y por qué no? Yo conozco el caso de un niño, precoz lector, que descubrió la existencia de las bibliotecas huyendo de un profesor medio loco por lanzarle a una piscina.)
—Por último —añade José Ángel— la Línea Rara Avis, como indica su nombre, es una línea que creamos para los lectores constantes, recurrentes y experimentados, que buscan algo radicalmente distinto de lo que van a encontrar en cualquier otro libro, ya sea por su enfoque, su mensaje, su narrativa, o una mezcla de todos estos elementos. Son libros pensados para ese tipo de lector que no reniega de que se le exija un papel activo cuando aborda una historia, que no quiere que se lo den todo hecho, que no busca una explicación fácil, ni tampoco la quiere. Son obras que van varios pasos más allá de las narrativas más convencionales.
—Donde se encuentra —digo— esa escritora con apellido de anatomista victoriano.
—Sí —dice Maite—. Aparte de los mencionados Padgett, Evenson y Cardin (y tantos otros de los que nos detendríamos a hablar largo y tendido, desde viejos conocidos de nuestra casa como Eric Larocca y Philip Fracassi a nuevas incorporaciones como Aliya Whiteley y Christi Nogle), hemos publicado a Livia Llewellyn, una autora que a nuestro parecer está destinada a dejar una profunda huella en el género. Su inventiva no puede tener un punto de partida en apariencia más clásico: recoge los tropos fundamentales que el género fantástico lleva explorando desde sus orígenes (Eros y Tánatos, amor, destrucción, tentación, locura) y los moldea a su antojo para componer unos textos oscuros, poéticos, barrocos, valientes, tan bellos como crueles, que la emparentan con autores como Ballard, por ejemplo, algo que el lector puede comprobar en obras tan sugerentes y embriagadoras como Crisol.
De Crisol es difícil no hablar sin acudir a referentes en el fondo no tan dispares como Sade, Sacher-Masoch, Lautréamont y Clive Barker, además del Ballard de Crash. Naturalmente, Livia Llewellyn no es el producto de todo eso más un siglo de una ausencia de referencias; pero en lo que da de sí ese vacío quizá sea más fácil encontrar la influencia de poetas como Edna St. Vincent Milay y Anne Michaels —creo que podría añadir sin reparos a Sylvia Plath— que de tantos narradores de los que Livia no ha necesitado aprender nada. “Tuyo es el derecho a empezar” es una recuperación del escenario de Drácula contado en un tono poético que recuerda a Valentine Penrose y La condesa sangrienta, pero con las particularidades de una lectora que ha conocido cosas como el tren de la carne y las ratas de las paredes que circulan entre el tabique del horror gótico y el del manicomio contra el que se estrellan de cabeza todos los asesinos en serie del siglo XX. En “El último, inocente y resplandeciente verano” hay algunos pasajes que remiten indirectamente a las arquitecturas no euclidianas de, por ejemplo, “Los sueños en la casa de la bruja”, uno de esos relatos poco apreciados por poco generosos lectores de Lovecraft: “Este pueblo es de lo más espeluznante, pero hay algo especial en su condición de extraño. Mamá dice que todas las nociones de la geometría empleadas en la arquitectura local están mal y que esa es la razón por la que todo el mundo anda deprimido.” Más tarde, a través de las ventanas de una habitación de motel, la misma jovencita a la que desconcierta el comentario de su madre descubre “bajo las refulgentes luces amarillas del aparcamiento” un par de siluetas que miran en su dirección: “Aunque apenas pude distinguirlos, supe que se trataba de dos hombres sin rostro.” En este punto se diría que Lovecraft cruza su camino con John Keel: pero lo hace según la perspectiva de una mujer que describe los horrores de lo infinitamente pequeño ante lo inconmensurablemente grande no desde allí donde termina el cuerpo, sino —de una forma nunca vista desde Barker y el cine de Carpenter— justamente desde donde empieza.
¿Y qué hay de los ensayos, y algo que me interesa especialmente: el ensayo escrito en español?
—De eso no nos falta —dice José Ángel—. El mismo cuidado y mimo que tenemos a la hora de elegir nuestros libros de ficción (buscando siempre una obra que se aleje de conceptos manidos), lo tenemos a la hora de escoger nuestras obras de no ficción: queremos que los libros de la Línea Paraíso Perdido, aunque puedan tratar temas conocidos, ofrezcan una visión diferente y nueva: ahí están, por ejemplo, los dos ensayos de Daniel Pérez Navarro en torno a películas como El Resplandor o La Cosa para corroborar que se pueden abordar películas archiconocidas desde un punto de vista rompedor, novedoso y tremendamente ilustrativo.
—Aquí me tengo que parar —digo, tomando dos libros del montón que me muestra José Ángel.
No necesita volverlos para saber cuáles son:
—Terror rural y paganismo… ¿Por qué aquí te tienes que parar?
—Viví hace años en un lugar que se llama “el Fin del Mundo”. Me despertaba cada día en medio de la nada, rodeado de piedras que siglos atrás llamaban a no sabemos qué dioses. Eso te marca para siempre. Este libro en concreto de momento lo he leído dos veces, sólo por ese recuerdo y por decir lo que dice sobre The Wicker Man.
—¿Y este otro? —me dice Maite, tomando de mis manos lo que no deja de ser una impresionante biblia.
—Por muchas razones… Quizá una de ellas, porque fui el pajarito que trina en los títulos de crédito en una vida pasada.
Es curioso: me escuchan y asienten con la cabeza, como si no hubiera dicho nada en el fondo tan raro.
—Nos sentimos muy orgullosos de todos nuestros libros, pero estos dos en particular han atraído una atención especial. Terror rural y paganismo es uno de los volúmenes que componen la colección El Ocultismo en el Cine, libros escritos por los integrantes de El Pájaro Burlón (Dani Morell, Javier J. Valencia, Óscar Sueiro, Víctor Castillo y Xavi Torrents), en los que aunamos dos de nuestras pasiones: el cine y las ciencias ocultas. Hasta el momento hemos publicado Vudú, coordinado por Dani Morell, donde se dan cita las películas que se han inspirado en el vudú, desde Yo anduve con un zombi hasta El corazón del ángel o La serpiente y el arco iris, pasando por esa casi ignota filmografía de serie B de los años 30 y 40 del siglo XX protagonizada por Boris Karloff, Bela Lugosi, John Carradine, hasta las aportaciones más actuales. Terror rural y paganismo, coordinado por Javier J. Valencia, es un exhaustivo viaje por las películas que han dado forma a uno de los subgéneros más célebres de los últimos tiempos, desde los clásicos modernos que han servido para definirlo (ese The Wicker Man que tanto parece que te gusta, o The Witchfinder General) hasta las que han avivado las llamas de su actual popularidad (Midsommar, La Bruja), sin olvidar los clásicos de la televisión que le dieron forma, cintas representativas de distintas geografías del planeta que muestran su propia versión del folk horror y el lado más oscuro del folklore; y Lucifer, pacto fáustico y posesión demoníaca, coordinado por Xavi Torrents, el tercer tomo hasta la fecha, donde nos ocupamos de la figura del Diablo en su indiscutible relevancia histórica, social y cultural y en la enorme importancia que ha tenido a lo largo de toda la historia del cine, tomando como punto de partida el dios Pan de la mitología griega y su transfiguración en Satán como la quintaesencia del mal puro, y llegando hasta películas como Häxan, La semilla del diablo, El príncipe de las tinieblas, El engendro del Diablo, Posesión infernal o la saga Expediente Warren. En esta serie de libros (en cuyas dos próximas entregas ya estamos trabajando) no sólo se analizan películas, sino que se presentan una serie de textos teóricos que ahondan en el concepto de base, analizando la historia, la mitología, el contexto y la influencia de cada uno de esos subgéneros en la cultura popular.
—En cuanto a Universo Twin Peaks —añade Maite—, detrás de ese título está Javier J. Valencia, la persona que más sabe de David Lynch en España (y en el mundo, nos atreveríamos a decir). Es un verdadero apasionado, y eso se percibe en cada página. La historia de su publicación, por cierto, fue algo fortuita: un buen día, Javier llamó a nuestra puerta para un asunto muy distinto, y surgió en la conversación la posibilidad de publicar este libro, algo que, a la postre, acabó convirtiéndose en una realidad. Javier, riguroso y certero, ha dedicado años a investigar hasta lo inimaginable la historia y el trasfondo de Twin Peaks, y lo ha hecho desde los primeros fanzines que editó cuando poco menos que iba todavía al instituto.
Universo Twin Peaks… ¿Qué se puede decir de esta obra, o qué puede decir, al menos, un enamorado de la serie y de la rica y enrevesada imaginación de su creador? Personalmente, soy lo más opuesto imaginable a un detractor de las obsesiones. Siento tanto aprecio por cualquier tipo de compulsión de naturaleza obsesiva que sólo imagino la posibilidad de un mundo perfecto después de haber hecho volar por los aires las instituciones y despachos consagrados a la demoníaca tarea de abolirlas. Jamás le diría a un paseante de estas calles —ya sea la calle Mayor o la avenida Lovecraft— que deje de contar las baldosas o pise sin miedo las junturas de cada una de ellas y que corra a poner su caso en manos de cualquiera de esos administradores del camino recto, de todos esos asesinos de la imaginación. Sólo los dioses primigenios sabrán lo que el mundo ha perdido por culpa de la amputación química de esa extenuante sombra que nos anima a volcarnos compulsivamente sobre un objeto o un asunto que a otros les deja completamente fríos. Sí sé, en cambio, lo que nos habríamos perdido. Nos habríamos perdido por ejemplo la Historia Natural, de Plinio el Viejo (y posiblemente las Cartas de Plinio el Joven, pues el apático tío que habitaría esa clase de mundo no habría sentido el menor interés por educar a un jovencito huérfano), nos habríamos perdido a Frederick, ese torcido coleccionista de John Fowles. Y yo y otros muchos como yo nos habríamos perdido Universo Twin Peaks, el mejor libro conocido en cualquier país y cualquier lengua (estoy en condiciones de demostrarlo, por lo menos en cuatro) que nadie haya escrito jamás, y que, seguramente, nadie jamás podrá escribir, acerca de una obra que sólo puede llegar a disfrutarse por completo si nos dejamos poseer por esa sombra extenuante de las atracciones obsesivas. Sus 700 páginas (me encantan, por cierto, las ilustraciones de Aine) cuentan todo lo que se puede contar sobre la serie, y aun así se hacen muy cortas. ¿Y qué cuentan esas 700 páginas que sólo ha podido contar Javier J. Valencia y no ha sabido contar nadie más? Todo lo que ya contó en la lejana primera edición (de 150 páginas) titulada 625 líneas en el futuro, todo lo que contó en los aún más lejanos cinco números de su fanzine Ghostworld, y todo lo que se dejó por contar, no por falta de dedicación —la dedicación de un obseso es algo tan serio e irrefutable como la mortalidad de un mortal—, sino porque el mundo de entonces no era el pañuelo que es ahora y aún había materiales fuera del alcance de sus benditas obsesiones. Aquí abundan las anécdotas, las reflexiones, las teorías propias y las ajenas y los detalles bibliográficos, asuntos que se unen como forzudos de circo —o como trabajadores de un aserradero— para levantar el mayor compendio de verdades, medias verdades, mentiras, análisis, interpretaciones y entresijos de una ficción televisiva cuyo parangón más justo no se encuentra ni en las narrativas convencionales ni en el cine, sino en las pirámides o los desarrollos y aventuras de la era espacial (y que, para colmo, fue creada —aunque esto parece la condición inevitable de muchas grandes obras— en el ambiente y las condiciones más desfavorables para sacar adelante algo así.)
Por cierto, he mencionado las ilustraciones de Aine, y eso me lleva a preguntar por las portadas. Más allá de Valdemar, que ilustra a partir casi siempre de obras clásicas o que alguna vez lo serán (Beksinski me figuro que ya tiene que serlo), en el género fantástico hay dos editoriales cuyas cubiertas podrían tener cabida en cualquier exigente galería de arte: Dilatando Mentes (con los talentos colectivos de Ah Taut, Raúl Ruiz y José Antonio Ávila) y La Biblioteca de Carfax, donde ilustra ese mago maravilloso que se llama Rafael Martín Coronel.
—Si nos detenemos en las cubiertas de nuestras publicaciones, tenemos la suerte de contar con el talento de grandes artistas, y como sucede en el diseño interior, se trata de un trabajo en equipo, consensuado entre todas las partes: las conversaciones con los autores son fluidas y permanentes, pero más durante el proceso de traducción, maquetación y publicación. Creemos que para que una obra tenga el resultado adecuado, el autor debe estar identificado con el continente que envolverá su historia. Desde luego, la fortuna de contar con artistas de una imaginación desbordante facilita mucho la tarea. Suelen tener claro a la primera, tras una primera lectura y los comentarios e ideas que el autor y nosotros les hacemos llegar, qué es lo que mejor le sentará a la cubierta. Pese a que las portadas son diferentes unas de otras (algo lógico cuando provienen de distintos artistas), de todas ellas emana una misma esencia, un mismo espíritu, y una personalidad que permite identificar los libros de Dilatando Mentes entre todos los demás libros.
Es verdad que uno reconoce enseguida los libros de Dilatando Mentes. No es fácil pasar por alto esa imagen satinada que a veces se ofrece desde las mesas de novedades como un collage hecho con trozos de vigilia y restos de sueños, esa actualización del catálogo de manchas de Rorschach, como si un abigarrado universo de pesadillas y contenidos inconscientes (esos asuntos peligrosos que tanto tienen que ver con el fantástico) empezaran a revelarse desde el propio umbral del libro.
A veces —pero este no es el territorio seguro de los libros en los que aún se puede hacer pie— creo que el reconocimiento es recíproco.
Bien, y después de todo esto: ¿qué hay del futuro? Me refiero nada menos que a ese material del que está hecha una inmensa parte de uno de los géneros a los que José Ángel y Maite han dedicado a estas alturas ya algo más de media vida. ¿Qué es lo que Dilatando Mentes espera del futuro?
—Nos gusta experimentar —dice Maite—, como puede apreciarse por lo poco convencional del trabajo de maquetación, y tenemos la idea de hacerlo también en un formato, el de la novela corta, que hemos tratado muy poco pero que tan común es en el mercado de habla inglesa. Nuestra idea es darle una vuelta a su presentación, a su puesta en escena, al modelo de publicación, a fin de que las novelas cortas tengan más peso, más visibilidad, y para que el propio formato vaya en consonancia con el espíritu de la idea que representan, siempre siendo fieles a lo que consideramos es la literatura y en particular un libro.
—Como ocurre en todos los campos de la vida, en el universo literario hay multitud de obras esperando a ser descubiertas, con lo que nuestra búsqueda de nuevas historias no cesa nunca, independientemente de que los libros que llegan a nuestro puerto resulten más o menos comerciales, algo que nunca nos ha importado mientras tengan algo que decir, y lo hagan con una voz propia. Afortunadamente nunca faltan nombres interesantes que aportan todo lo que aspiramos a sumar al catálogo de Dilatando Mentes. Durante los próximos meses le daremos la bienvenida a nuevas voces en nuestro mercado como las de Matthew Bartlett, Ai Jiang, P. L. McMillan, Michael Wehunt, Todd Keisling, Steph Nelson, R. L. Meza, Charlene Elsby, David Sodergren… Nombres que trabajaremos para que sigan aumentando nuestro catálogo en años venideros y, esa es nuestra intención, hagan disfrutar a los lectores al menos tanto como nos han hecho disfrutar a nosotros cuando los hemos descubierto.
—¿Y un poco más allá? —pregunto—. Vivís poco menos que entre naves espaciales y razas venideras: a vosotros, menos que nadie, os puede costar mucho esfuerzo mirar hacia el futuro. ¿Qué veis al pensar en vuestra editorial, si miráis un poco más allá?
—Si miramos un poco más allá… —dice Maite—. En realidad, todas las vidas están compuestas por innumerables piezas que conforman un todo, como un puzzle. Una de las piezas más importantes a nivel personal y emocional del puzzle que es Dilatando Mentes la conforma el deseo de hacer algo perdurable, algo que trascienda a nuestro tiempo en la vida, y de lo que nuestras dos hijas puedan sentirse orgullosas el día de mañana. Nos gustaría dejarles (o al menos intentarlo) una herencia cultural de la que se puedan sentir satisfechas, y que sean conscientes de que sus padres trabajaron de forma incansable para tratar de contagiar a los demás su pasión por los libros. Por supuesto, también entendemos que cada uno debe escoger su camino en la vida (de otro modo, más que una vida acabaría siendo una condena), y tratar de luchar por llevar a cabo aquello para lo que ha nacido, y no sabemos si ellas van a continuar el legado que podamos dejarles. Al fin y al cabo, este es el camino que nosotros hemos decidido recorrer, pero si finalmente no lo transitan, queremos que por lo menos se puedan sentir orgullosas de nuestra labor.
—Como siempre decimos —añade José Ángel—, cuando echamos la vista atrás nos vemos rodeados de libros desde nuestra infancia, y sabemos que, si tuviéramos esa capacidad de ver el futuro, vislumbraríamos, sin la menor duda, que nuestros últimos días también van a suceder entre montañas de libros y de manuscritos. Y, sabemos, también, que no habrá forma mejor de abandonar este mundo que esa.
Yo me quedo con esa frase de José Ángel ante la que Maite asiente con los ojos brillantes: “no habrá forma mejor de abandonar este mundo que esa.” Imagino —como en ese relato que leí hace tantos años— una puerta que se abre cuando aquí todas se cierran, y esa parte de nosotros que nos ha acompañado desde el principio sin hacer ruido se da cuenta de que vuelve a estar sola, y se libera de un aparatoso costillar, para salir encandilada hacia el extraño lugar que le hemos estado construyendo sin siquiera ser conscientes de ello. Esta calle es un autor, esta tienda es un libro.
“Espero con todo mi corazón que en el cielo se pueda pintar”, dijo Corot, cuando estaba a punto de morir. Al final, todo empieza por aquí: un libro que deja su estela sobre el mundo, pintando, como quien dice, una calle cualquiera. ¿Por qué no creer algo así? Mañana no sé lo que pensaré: pero hoy me parece hasta una tarea fácil seguir el itinerario de un nombre y otro nombre, pasear por unas calles pintadas sobre otras calles, alguna de ellas —“pero en un mundo así quién fuera periferia”— saliendo de las puertas de esta encantadora editorial de Ondara, esta serena Arkham junto al mar.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: