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Detective íntimo, de Carlo Frabetti - Zenda
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Detective íntimo, de Carlo Frabetti

Detective íntimo es la última novela de Carlo Frabetti. Una lectura dinámica, con diálogos brillantes, constantes referencias a la literatura universal y altas dosis de humor sarcástico. A continuación, os ofrecemos un fragmento del libro. El ángel recaído La mitad de la historia Como le advierte a Scaramouche su enigmático maestro de esgrima, la espada...

Detective íntimo es la última novela de Carlo Frabetti. Una lectura dinámica, con diálogos brillantes, constantes referencias a la literatura universal y altas dosis de humor sarcástico. A continuación, os ofrecemos un fragmento del libro.

El ángel recaído

La mitad de la historia

Como le advierte a Scaramouche su enigmático maestro de esgrima, la espada es un pájaro: si lo sujetas con demasiada fuerza, lo ahogas; si no lo sujetas con la fuerza suficiente, se escapa. Y con la atención ocurre algo parecido: si es escasa, las ideas no llegan a cuajar y se escurren como agua (o más bien como una sopa espesa) entre los dedos de la mente; pero una concentración excesiva puede hacernos perder de vista el contexto y dificultar las asociaciones libres. Por eso la clave del pensamiento lateral es la atención flotante. Y el pensamiento lateral es la clave de mi trabajo.

Pero hay clientes que no te permiten relajarte ni un segundo y mucho menos flotar, que te obligan a estar todo el tiempo, más que atento, alerta, como si fueran a atacarte de un momento a otro. Y a veces lo hacen.

—En esencia, se trata de capturar a un demonio —dijo el hombre que estaba sentado al otro lado de mi escritorio, con sus ojos enrojecidos clavados en los míos y los músculos en tensión, como un lobo famélico.

Alto y delgado, de unos cuarenta y cinco años, cabello tupido y oscuro veteado de canas precoces, rostro anguloso y simétrico, barbilla partida, muy pálido, vestido de gris… Parecía un galán de los años cincuenta recién salido de una película de terror en blanco y negro, con sus ojos inyectados en sangre como única nota de color.

—Verá, no sé si está usted bien informado con respecto a mi trabajo —repliqué escogiendo cuidadosamente las palabras—. Yo no soy un exorcista ni…

—Es usted un detective íntimo, ¿no es cierto? —me interrumpió él sin disimular su impaciencia—. Un criptodetective, un investigador de lo subyacente, de los deseos inconfesables y los sentimientos salvajes.

—Se podría definir así, pero…

—¿Y qué son los demonios sino apetitos desordenados y afectos furiosos? El demonio de los celos, el monstruo de ojos verdes… —Pero eso son metáforas. En realidad…

—¿Hay algo más real que las metáforas, cuando hablamos de sentimientos?

—¿Por qué no me lo cuenta todo desde el principio? —le propuse tras una pausa.

—Si pudiera contarlo todo, no estaría aquí pidiéndole ayuda. Un demonio interior es una construcción lingüística, un conglomerado de palabras envenenadas, un nudo de víboras verbales, de oraciones viciosas que se muerden la cola. Si pudiera contarlo todo, el demonio se desmadejaría, se disolvería en el aire del aliento. Pero sí, de acuerdo, intentaré decir todo lo que quepa en una línea.

—No hace falta que sea tan escueto. Puede extenderse todo lo que quiera.

—Un relato verbal, por extenso que sea, siempre es una línea. Aunque mida cientos de metros y esté dividida en miles de segmentos, como en los libros, sigue siendo una línea única y unidimensional que se recorre en una sola dirección, y mi historia, cualquier historia verdadera, es un amasijo de dimensiones espaciotemporales, un nudo gordiano de contradirecciones y sinsentidos… ¿Quiere que empiece por el principio? De acuerdo, finjamos que las cosas tienen un principio y pueden tener un final… Yo era profesor de Ética en la facultad de Filosofía y Elia asistía a mis clases… Sí, ya sé lo que está pensando: el viejo tópico del profesor y la alumna. Y tiene razón, así es, así fue… Elia tenía veinte años y yo treinta y cinco, y al principio ni siquiera me fijé en ella. Ni en ninguna otra alumna, nunca me han interesado las jovencitas. Un día, en la cafetería de la facultad, oí a un grupo de chicas que hablaban de ella. Tengo el oído muy fino y a veces oigo cosas que sería mejor que no oyera. «Elia es una golfa —dijo una de las chicas—, se ha acostado con tres tíos en una semana». «Y también se tira a los profesores», añadió otra, y todas rieron a coro. Entonces me acerqué a ellas y, de forma cortés pero firme, les reproché que estuvieran vituperando a una compañera a sus espaldas. Unos días después, Elia vino a mi despacho a darme las gracias… Por cierto, fue la única vez que me dio las gracias por algo… No quiso decirme cómo se había enterado ni habló mal de sus compañeras, lo cual me pareció de una gran dignidad por su parte. «Me caes muy bien —dijo con una sonrisa al marcharse—, pero no te hagas ilusiones: no es verdad eso de que me tiro a los profesores». Y yo, por hacerme el gracioso, por parecer mundano, pronuncié la frase que sería mi ruina. «Qué pena», dije. Y entonces Elia se detuvo en seco, con la mano en el picaporte de la puerta de mi despacho. Me miró muy seria durante un minuto interminable; pensé que estaba molesta, que iba a hacerme algún reproche; pero lo que hizo fue cerrar la puerta con llave y luego, muy lentamente, empezó a desnudarse… A veces nos enteramos de que alguien estaba vivo al ver su esquela en el periódico. Yo me enteré de que estaba muerto al renacer en ella, con ella. Estaba tan llena de vida, de curiosidad, de ganas de aprender… Al principio, Elia mantenía las distancias. No en la cama, desde luego, pero… Más con su actitud que con palabras, me daba a entender que no quería comprometerse ni hacerse demasiadas ilusiones, ni permitir que yo me las hiciera. Pero al cabo de unas semanas empezamos a vernos casi todos los días y a dormir juntos casi todas las noches. Y entonces me asusté, y se lo dije. Le dije que respetaba plenamente su forma de plantearse las relaciones amorosas, pero no la compartía. Del mismo modo que yo no podía ni quería acostarme con otras mujeres, no podía ni quería compartirla a ella con otros hombres. Y ella me dijo, y yo la creí, que tras haber experimentado conmigo la plena fusión entre confianza, afecto y sexo, no se planteaba siquiera la posibilidad de acostarse con otro. Fue el día más feliz de mi vida. Deseé que hubiera un Dios para poder darle las gracias.

Su torrente de elocuencia se congeló de golpe. Inclinó (o más bien dejó caer) la cabeza hacia delante y quedó inmóvil, con la barbilla clavada en el pecho.

—¿Cuánto tardó en acostarse con otro? —pregunté tras una larga pausa.

—Seis meses —contestó él con voz átona, sin levantar la cabeza—. Aunque supongo que debería añadir «como máximo»… Un día empecé a notar un intenso picor en el glande, fui al médico y me dijo que tenía una infección venérea. Estaba tan convencido de que no había podido contagiármela ella, que se lo conté casi con vergüenza, como excusándome: «Te aseguro que no he estado con otra —le dije—. La habré cogido en el gimnasio, alguien habrá usado mi toalla sin decírmelo». Y entonces me confesó que se había acostado con otro el fin de semana anterior, mientras yo estaba de viaje. El viernes había hecho el amor conmigo, el sábado y el domingo había estado con otro, y el lunes había vuelto a hacer el amor conmigo. No podía creerlo, literalmente… La traición es increíble. Porque si alguien en quien confías plenamente te defrauda, se desgarra la red de pequeñas certezas cotidianas que te sostiene, te derrumbas sin remedio. Por eso es tan frecuente que la persona traicionada sea la última en enterarse, porque la traición es increíble. Es como mirarse al espejo y ver a otro… «¿Cómo has podido?», balbuceé, y ella contestó a mi desesperada pregunta retórica con un encogimiento de hombros y una escueta frase que sería mi sentencia de muerte: «Como los animales». Créame, no sentí celos, ni rabia, ni indignación; solo pena y horror, un horror sin límites y una inmensa pena que no dejaban lugar para ningún otro sentimiento o emoción; pena por los dos, por ella y por mí, por todo lo que habíamos perdido absurdamente… Estuve casi un mes sin salir de casa, sin ver a nadie, sin hablar con nadie, sin comer. Irónicamente, me salvó la infección: el intenso picor hacía que de vez en cuando me levantara como un sonámbulo y fuera al cuarto de baño a lavarme bajo el chorro del grifo del lavabo, y de paso, mecánicamente, cogía un poco de agua en el cuenco de la mano y bebía unos sorbos; de lo contrario, habría muerto deshidratado… Un amigo que vivía cerca y tenía una llave de mi casa, extrañado de llevar tanto tiempo sin verme, acabó entrando, me encontró tirado en el suelo y llamó a una ambulancia… Y allí, en el hospital, apareció el demonio.

—¿Qué aspecto tenía? —pregunté, más que nada para aliviar la tensión de su súbita pausa.

—¿Se burla de mí o me toma por loco? —replicó con los ojos encendidos.

—Ni una cosa ni otra, por supuesto. No estaba pensando en una alucinación —mentí—. Pero el demonio es un arquetipo de nuestra cultura, todos lo vemos de una forma u otra…, en nuestra imaginación.

—¿Cómo lo ve usted? —Como un ser informe y gris, plomizo, de lengua viscosa y negra.

—Para mí es un ruido interior, un estruendo furioso que acaba articulándose, convirtiéndose en una voz. Coincidimos en lo de la lengua viscosa y negra, aunque yo no la visualizo, solo la siento como una serpiente que repta y se retuerce en mi interior… Estaba tumbado boca arriba en la cama del hospital, con los ojos clavados en el techo, cuando el demonio empezó a reír dentro de mi cabeza. Una risa furibunda que acabó cuajando en palabras obscenas y pegajosas, como un chorro de sangre que se coagula… «Solo un pobre imbécil como tú podía poner todo su afecto y toda su confianza en una perra salida para la que tus caricias más delicadas y tu ternura reverente valen menos que los empujones de una polla sucia que convirtió tu sagrado templo del amor en una inmunda cloaca infestada de gérmenes repugnantes y ni siquiera tuvo la mínima consideración de usar condones como habría hecho hasta la más tirada de las putas…».

Se detuvo para tomar aliento, pues al parecer su demonio interior hablaba sin puntos ni comas.

—Deseé que hubiera un Dios para poder maldecirlo —prosiguió con un hilo de voz al cabo de unos segundos—. No podía soportar la idea de que, un día después y un día antes de hacer el amor conmigo, la persona a la que más quería hubiera sido un trozo de carne en manos de un lujurioso… Si se hubiera enamorado de otro, el dolor no habría sido mucho menor; pero al menos habría podido seguir respetándola y respetándome a mí mismo. Si lo hubiera hecho después de una pelea, o en un momento de distanciamiento… Pero directamente pasó de mis caricias llenas de ternura a hacerlo «como los animales», según sus propias palabras… Ni planeándolo minuciosamente podría nadie haberme asestado un golpe tan duro. Un golpe como del odio de Dios… Pero resistí. No podía acallar los rugidos del demonio interior; pero sí que podía evitar que salieran al exterior y llegaran hasta Elia, y a ello dediqué todas mis energías. Retuércete y ruge cuanto quieras, le decía al demonio, no conseguirás ni siquiera rozarla con tu lengua venenosa, pues para ello tendría que prestarte yo la mía… No le dije a Elia ni una mala palabra, no le dediqué una sola mirada despectiva, y, aunque la inseguridad acabó con el deseo, no permití que el horror y el asco ahogaran el afecto… Poco a poco nos fuimos distanciando, pero en ningún momento pudo ella sospechar siquiera la existencia del demonio que me roía las entrañas. Y al cabo de un tiempo se fue a vivir a otra ciudad.

Parecía el final del relato. Tras una larga pausa, consulté mis notas y dije:

—Si no recuerdo mal, ha empezado diciendo que había que capturar al demonio.

—¿Eso he dicho? —preguntó súbitamente sobresaltado—. Sí, eso es lo que he dicho —se contestó a sí mismo. —

Pero si ese demonio está confinado dentro de su cabeza, si no ha conseguido escapar, ni tan siquiera asomarse al exterior o manifestarse ante los demás…

—Solo le he contado la mitad de la historia —me interrumpió con los ojos llenos de lágrimas—. Tendrá que disculparme, pero ahora mismo no estoy en condiciones de continuar.

Sinopsis de Detective íntimo, de Carlo Frabetti

Si un detective privado se ocupa de la vida privada de sus clientes, el detective íntimo se ocupa de su vida íntima, lo que lo convierte en una especie de atípico psicólogo/investigador que resuelve los más abstrusos problemas intelectuales y emocionales con la ayuda de su tía Marta, una mujer tan imaginativa como audaz.

A su despacho llegan un sinfín de personajes peculiares con otras tantas peticiones sorprendentes, que van desde completar un poema de Cadalso, a desvelar el sentido oculto de una partida de ajedrez o averiguar por qué Chesterton eliminó a uno de sus personajes más logrados. Su caso más especial y complejo llevará al protagonista a sumergirse en el intenso drama familiar de Leonor, una atractiva escritora que ha «perdido» su última novela.

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Autor: Carlo Frabetti. Título: Detective íntimo. Editorial: SUMA. Venta: AmazonFnac

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Carlo Frabetti

Carlo Frabetti es escritor y matemático italiano afincado en Cataluña, ha publicado un centenar de libros y ha estrenado varias obras de teatro. Creador y guionista del mítico programa "La bola de cristal", también se ha interesado activamente por el cine, la televisión y el cómic.

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