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Después de la caída, de Dennis Lehane - Zenda
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Después de la caída, de Dennis Lehane

Después de la caída es el título de la nueva novela del escritor norteamericano Dennis Lehane. El autor de Mystic River regresa con una trama de suspense psicológico. La protagonista de esta historia es Rachel Childs, una mujer que superó una infancia difícil hasta convertirse en una intrépida periodista de éxito en busca permanente de la...

Después de la caída es el título de la nueva novela del escritor norteamericano Dennis Lehane. El autor de Mystic River regresa con una trama de suspense psicológico. La protagonista de esta historia es Rachel Childs, una mujer que superó una infancia difícil hasta convertirse en una intrépida periodista de éxito en busca permanente de la verdad. Sin embargo, cuando le toca cubrir la catástrofe humanitaria de Haití como enviada especial, Rachel sufre una crisis nerviosa en directo que acaba con la confianza en sí misma, con su carrera y con su matrimonio

Zenda ofrece las primeras páginas de este libro.

 

PRÓLOGO

DESPUÉS DE LA ESCALERA

Un martes de mayo, a los treinta y cinco años de edad, Rachel mató a su marido de un disparo. Él retrocedió tambaleándose con un extraño semblante de aceptación, como si en el fondo siempre hubiera sabido que Rachel acabaría matándolo.

Su rostro también reflejaba sorpresa. Rachel dio por hecho que el de ella también.

La madre de Rachel no se habría sorprendido.

La madre de Rachel, que nunca estuvo casada, era autora de un célebre manual sobre cómo mantener vivo el matrimonio. Los capítulos del libro llevaban por título las distintas etapas que la doctora Elizabeth Childs había observado en toda relación cuyo estado inicial fuera el de la atracción mutua. El libro se titulaba La escalera y gozó de tan buena acogida que la editorial convenció a su madre (la «obligó», según ella) para que escribiera dos secuelas: Volver a subir la escalera y Los peldaños de la escalera: Un manual práctico, y cada uno vendió menos ejemplares que el anterior.

En la intimidad, su madre calificaba los tres libros de «charlatanería emocionalmente adolescente», pero guardaba cierto afecto nostálgico por La escalera ya que, durante su escritura, no había sido consciente de lo poco que sabía en realidad. Así se lo confesó a Rachel cuando su hija tenía diez años. Aquel mismo verano, después de los muchos cócteles trasegados una tarde, su madre sentenció: «Un hombre no es más que la suma de las historias que cuenta sobre sí mismo, y la mayor parte de esas historias son falsas. Nunca hurgues demasiado, porque si sacas a la luz sus mentiras, será humillante para ambos. Más vale vivir con el cuento.»

Luego le dio un beso en la coronilla. Unas palmaditas en la cara. Le dijo que no tenía por qué preocuparse.

Rachel tenía siete años cuando se publicó La escalera. Recordaba el teléfono sonando a todas horas, el trasiego de viajes, la recaída de su madre en el tabaco y el afectado y ansioso glamur que se apoderó de ella. Recordaba asimismo un sentimiento que apenas alcanzaba a expresar: que su madre, una mujer que nunca había sido feliz, vivió incluso más amargada tras el éxito. Años después, Rachel sospecharía que tal vez la fama y el dinero la habían privado de pretextos con los que justificar su infelicidad. Su madre, una mujer brillante a la hora de analizar los problemas del prójimo, nunca tuvo la menor idea de cómo diagnosticarse a sí misma. Luego la vida se le fue en la búsqueda de soluciones para conflictos que nacían, crecían, vivían y morían pura y estrictamente entre los límites de su intimidad. Rachel, por supuesto, ignoraba todo eso a los siete años, incluso a los diecisiete. Ella sólo sabía que era una niña desgraciada porque su madre era una mujer desgraciada.

El día que Rachel mató a su marido, se encontraba a bordo de un barco en la bahía de Boston. Él se mantuvo en pie apenas unos instantes —¿siete segundos?, ¿quizá diez?— antes de precipitarse por la borda de popa y caer al agua.

Sin embargo, en esos últimos segundos, sus ojos dejaron traslucir un sinfín de emociones.

Consternación. Autocompasión. Terror. Un abandono tan absoluto que rejuveneció ante sus ojos treinta años hasta transformarse en un niño de diez.

Ira también, por descontado. Indignación.

Una repentina y feroz determinación, como si, pese a la sangre que manaba de su corazón y se derramaba sobre la mano que se había llevado al pecho, tuviera la certeza de que no iba a pasarle nada, de que todo iría bien, de que saldría de aquélla. Al fin y al cabo, era un hombre fuerte, todo lo que había de valor en su vida lo había conseguido puramente a fuerza de voluntad y con esa misma voluntad podría superar aquel trance.

Luego vino la súbita toma de conciencia: no, no podría.

Miró entonces a Rachel fijamente, y la más incomprensible de las emociones se impuso en su semblante, eclipsando todas las demás:

Amor.

No, eso era imposible.

Y, sin embargo…

Era eso, sin duda. Un amor desaforado, desvalido, puro. Un amor que brotaba y salpicaba al mismo tiempo que la sangre en su camisa.

Articuló sin voz las palabras, como a menudo hacía para dirigirse a ella desde el extremo de alguna estancia concurrida: Te. Quiero.

Y a continuación cayó por la borda y desapareció bajo las aguas oscuras.

Dos días antes, si alguien le hubiera preguntado a Rachel si quería a su marido, habría dicho que sí.

A decir verdad, si alguien le hubiera formulado la misma pregunta mientras apretaba el gatillo, también habría dicho que sí.

Su madre le había dedicado todo un capítulo a esa incongruencia, el capítulo trece: «Discordancia.»

¿O quizá el capítulo siguiente, «El fin del antiguo relato», viniera más al caso? Rachel no estaba segura. A veces los confundía.

I
RACHEL EN EL ESPEJO 

1979 – 2010

SETENTA Y TRES JAMES

Rachel nació en el Valle de los Pioneros, una zona al oeste de Massachusetts conocida también como la Región de las Cinco Universidades — Amherst, Hampshire, Mount Holyoke, Smith y la Universidad de Massachusetts — que empleaba a dos mil docentes para impartir clases a veinticinco mil alumnos. Creció en un mundo de cafeterías, bed and breakfasts, grandes parques municipales y casas revestidas de listones de madera con porches envolventes y desvanes enmohecidos. En otoño, las hojas caían de los árboles a carretadas y atascaban las calles, desbordaban las aceras y obstruían las vallas de los jardines. Algunos inviernos, la nieve sumía el valle en un silencio tan denso que casi podía oírse. En julio y agosto, el cartero repartía el correo montado en una bicicleta con timbre en el manillar, y el lugar se llenaba de turistas que acudían a los tradicionales festivales de teatro veraniegos y a las ferias de antigüedades.

Su padre se llamaba James. Rachel apenas sabía nada más de él. Recordaba que tenía el pelo oscuro y ondulado, y una súbita y vacilante sonrisa. Recordaba también que, al menos en dos ocasiones, había ido con él a un parque de Berkshire donde había un tobogán verde oscuro y el cielo estaba tan encapotado que su padre tuvo que limpiar el columpio empapado por la humedad antes de sentarla. En una de aquellas ocasiones la había hecho reír, pero Rachel no recordaba el motivo.

Sabía que su padre había sido profesor universitario, pero ignoraba en qué centro o en calidad de qué, si como asociado, ayudante o titular interino. Ni siquiera sabía si la universidad donde impartía clases era una de las cinco que daban nombre a la región. Podría perfectamente haber sido en Berkshire, Springfield Technical, Greenfield CC o Westfield State, o en cualquier otra de las muchas universidades y escuelas universitarias de la zona.

Su madre daba clases en Mount Holyoke cuando James las abandonó. Rachel aún no había cumplido los tres años y nunca supo a ciencia cierta si había sido realmente testigo del momento en que su padre se marchó de casa o si tal vez sólo lo había imaginado para restañar la herida dejada por su ausencia. Aquel año estaban viviendo en una casita de alquiler, en Westbrook Road, y Rachel recordaba oír a su madre al otro lado de la pared, diciendo: «¿Me has oído? Como salgas por esa puerta, te borraré de mi vida.» Y al poco, el sonido de una pesada maleta golpeteando los peldaños de la escalera de atrás, seguido del chasquido seco de un maletero al cerrarse. El rasposo y silbante runrún de un motor frío al cobrar vida en el interior de un pequeño utilitario, luego el crujido de las hojas invernales y la tierra helada bajo los neumáticos y después… silencio.

Quizá su madre no creyó que fuera a marcharse de verdad. Quizá, al ver que se marchaba, se convenció a sí misma de que regresaría. Pero como no volvió, su desengaño se convirtió en odio y el odio se volvió insondable.

— Se fue— le dijo a Rachel cuando ésta tenía cinco años y empezaba a asediarla sobre el paradero de su padre —. No quiere saber nada de nosotras. Pero no importa, cielo, porque no nos hace ninguna falta para ser quienes somos. — Se arrodilló delante de ella y le remetió un pelo suelto por detrás de la oreja —. Y ya no vamos a hablar de él nunca más. ¿De acuerdo?

Pero Rachel, naturalmente, siguió hablando de él y preguntando sobre él. Al principio, esa curiosidad exasperaba a su madre; un pánico salvaje centelleaba en sus ojos y le dilataba las aletas de la nariz. Hasta que finalmente el pánico cedió el paso a una extraña sonrisita. Tan discreta que apenas llegaba a sonrisa, más bien era un ligero repunte de la comisura derecha de los labios que conseguía ser ufano y triunfal, todo al mismo tiempo.

Rachel tardaría años en interpretar la aparición de aquella sonrisita como la decisión de su madre (si consciente o no, nunca llegaría a saberlo) de convertir la identidad de su padre en el principal campo de batalla en una guerra que habría de empañar por entero la juventud de Rachel.

Su madre prometió que le revelaría el apellido de James el día que cumpliera los dieciséis años, siempre y cuando Rachel hubiera dado muestras de poseer la madurez suficiente para asimilarlo. Aquel verano, sin embargo, poco antes de cumplir los dieciséis, Rachel fue detenida en un co che robado junto con Jarod Marshall, un chico con quien, según había prometido a su madre, ya había dejado de verse. La siguiente fecha señalada para desvelar la incógnita era el día de su graduación de secundaria, pero aquel año, tras cierto descalabro relacionado con unas pastillas de éxtasis en el baile de gala del instituto, suerte tuvo de graduarse siquiera. Luego la cosa quedó en que si estudiaba una carrera, previo paso por algún curso puente para mejorar un poco el currículum antes de entrar en una universidad «de verdad», tal vez entonces se lo contara.

El asunto era motivo de continuas trifulcas entre ellas. Rachel gritaba y arrojaba trastos al suelo, y la sonrisita de su madre se volvía cada vez más fría y más leve.

«¿Por qué?», le repetía a Rachel una y otra vez. «¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué falta te hace conocer a un extraño que nunca ha tenido nada que ver con tu vida ni tu bienestar económico? ¿No crees que deberías ocuparte de esas partes de ti que te están haciendo tan infeliz antes de embarcarte en la búsqueda de un hombre que no va a poder darte respuestas ni ofrecerte paz alguna?»

—¡Porque es mi padre! — respondió Rachel a voz en grito más de una vez.

— No es tu padre — replicó su madre con meliflua compasión —. Es mi donante de esperma.

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Autor: Dennis Lehane. Título: Después de la caída. Editorial: Salamandra. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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