Sobre La traición progresista, de Alejo Shapire
Dos constataciones emergen al repasar las muchas insensateces expuestas en La traición progresista, del periodista argentino Alejo Shapire. La primera es el abismo ideológico que existe hoy entre la élite progresista y los votantes; sobre esto se ha escrito mucho, pero este libro atina a mostrar como pocos el efecto dominó que ese divorcio tiene sobre nuestras vidas. La otra, no menos importante, es que la izquierda ha dejado de ser un proyecto para convertirse en una actitud.
“El odio”, declaró famosamente Ernesto Guevara, “impulsa más allá de las limitaciones naturales al ser humano”. Es posible, en efecto, que sin cierta cuota de odio contra los ganadores que emergen en todo sistema económico sea imposible el progreso. Pero ¿qué pasa cuando tanto ganadores como perdedores han pasado a ser difusos, ambiguos, subjetivos, como sucede en las democracias occidentales? Tras la crisis ideológica que supuso el fin de la Guerra Fría, el progresismo desplaza su foco: la clase trabajadora deja de ser el sujeto oprimido, papel que recaerá, en adelante, sobre las minorías étnicas y de género. Con este desplazamiento el conflicto deja también de centrarse en las condiciones materiales para internarse —como no podía ser menos, dado que el género se construye en la intersección entre lo público y lo íntimo— en el pantano de la subjetividad y la “mirada”. Controlar esa mirada se convierte, así, en obsesión del progresismo. Shapire constata con dolor esta mutación de una izquierda que pasó de promover el “destape” y la insolencia a cultivar una suerte de pacatería victoriana progre, que cultiva la ofensa permanente, prohibe Lo que el viento se llevó por considerarla racista, balbucea con la “e” inclusiva en nombre de la igualdad de género, exige la cancelación de conferencias “problemáticas”, denuncia a los blancos que se hacen rastas por “apropiación cultural” o crea en las universidades safe spaces (espacios seguros) donde un gesto facial que denote desacuerdo puede motivar la expulsión. “Construidos como patrullas morales del discurso público”, escribe Shapire, “los guerreros de la justicia social detectan a los infractores de la corrección política y se muestran intolerantes hacia la contradicción, percibida como una amenaza vital”.
El campo de batalla del progresismo, entonces, no son ya los salarios ni la plusvalía, sino el discurso. El nuevo paradigma, además, considera a todo discurso como expresión inmutable y fatal del grupo de pertenencia: nada que yo diga me pertenece como individuo, es apenas un rasgo de mi género o mi etnia. ¿Y el proyecto universalista? ¿Y la razón? Inventos chauvinistas blancos. Dispositivos de dominación. Ahora bien, estos postulados, que fundan lo que se conoce en el mundo anglosajón como identity politics, genera inflación taxonómica: los discursos que esperan su reivindicación son cada vez más numerosos. “La exigencia de un reconocimiento y una respuesta específica”, escribe Shapire, “por etnia, género, prácticas sexuales (o ausencia de éstas), de identidades percibidas o autopercibidas, dio lugar con el tiempo a una fragmentación de categorías en permanente aumento… Lo que era el colectivo GLBT se convirtió em LGBTQQIAAP, por ahora (Facebook proponía recientemente 71 géneros distintos para identificarse.)” Como si la pulsión individualista regresara bajo otras máscaras, los grupos identitarios no dejan de subdividirse, mientras el progresismo corre detrás, en un curioso afán burocrático por mantener los formularios al día.
Vuelvo a la constatación del principio: en su deriva identitaria y pacata, señala Shapire, el progresismo domina los medios, las universidades y, crecientemente, a la clase política tradicional, ahondando un abismo entre aquellos y el electorado. Espacio vacío que se apresuran a llenar desde políticos antisistema como Trump o Bolsonaro hasta una ultraderecha identitaria tan virulenta como su contraparte progre. Hasta hoy, la reacción de las élites no es la autocrítica, sino culpar a quienes votan mal y, cada vez más, a la democracia misma. ¿Qué sucederá primero: el fin de la democracia o la irrelevancia terminal de las élites progresistas? Este libro imprescindible no arriesga una respuesta, pero deja suficientes pistas.
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