Resulta cómodo decir eso de “nació en la tierra de Borges” de quien nació en Argentina. Pero es verdad. Francisco Arellano (1953) nació en la tierra de Borges. Y de Cortázar (aunque Cortázar nació en realidad en la tierra de Simenon… que no es Francia, sino Bélgica). Y, ya puestos, la de Florencio Fernández, el Vampiro de la Ventana, que mató mujeres en Tucumán, y de Cayetano Santos, el Petiso Orejudo, que las mataba en Buenos Aires. Arellano dirigió una colección de ciencia ficción en la añorada editorial Miraguano, y pasó a convertirse en editor de su propia casa especializada, La biblioteca del laberinto, al frente de la cual lleva al menos media vida leyendo originales, carteándose con escritores de medio mundo y publicando buena parte de lo que realmente merece la pena publicarse en la literatura de fantasía y ciencia ficción. Edita una interesantísima revista en papel, una de las últimas de su especie, Delirio, que ya alcanza los 37 números. En el año 2016 recibió el Premio Gabriel, entregado por la AEFCFT, como recompensa por toda una vida de trabajo dedicada a la ciencia ficción.
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—Arellano. ¿Francisco o Paco?
—Paco, por favor. Francisco es otro más joven, de otro siglo, al que ya nadie llama por su nombre.
—Paco. Me gustaría saber cuántos años llevas dedicado a lo que no deja de ser, más allá de una afición, un servicio al género fantástico desde la perspectiva del editor, y cómo se te ocurrió meterte en algo así.
—Yo era, y sigo siendo, un simple aficionado. Me gusta la literatura fantástica (y en este concepto cabe todo aquello que no sucede nunca o casi nunca en el mundo real, o lo que sea esto donde vivimos) y, aunque leo otras cosas, como no podía ser menos, disfruto tanto con una buena obra de mi género que lo demás es casi secundario.
En la época en que monté la editorial Francisco Arellano Editor yo ya venía de haber pasado una temporada publicando el fanzine Zikkurath-2000, junto con Carlos Reñé y Fernando Fuenteamor. El fanzine Zikkurath lo crearon ellos dos y yo, por mi cuenta, tenía en mente hacer otro que se llamaría Fanzine 2000. Yo acababa de conocer a Carlos Buiza en su casa de Madrid y la idea de hacer un fanzine cuya numeración corriera hacia atrás me pareció genial, así que en 2000 yo quería ir hacia adelante, pero empezando a contar en el número 2000. No tenía nada que ver con 2001, la película de Kubrick, sino con el Cuenta Atrás de Buiza. En esa época trabajaba en un banco, y supongo que con dinero de un anticipo y algo que me daría mi madre se me ocurrió que bien podía hacer una editorial donde se publicasen algunas obras que yo consideraba imprescindibles. Si empecé con el fanzine era porque costaba muy poco dinero (lo copiábamos en casa de Fuenteamor, o quizá de Reñé, creo recordar, los sábados por la tarde) y nos llevaba poco tiempo, aunque siempre menos del necesario y más del imprescindible: siempre alrededor de muchas reuniones, conversaciones, lecturas comunales (por decir algo). Nos lo pasábamos estupendamente bien.
Yo visitaba las reuniones del CCC (una empresa comercial que impartía por correo clases de guitarra, contabilidad y cosas así, nada que ver con lo nuestro), donde acogían a todos los lectores de ciencia ficción de Madrid (los que iban, claro que no eran tantos) para hablar del género. Allí conocí a mucha gente que ha marcado, en cierto modo, mi vida: Carlos Saiz Cidoncha, Agustín Jaureguizar, José Antonio Salcedo, José Antonio Villanueva, Frank G. Rubio, José María López, Leopoldo San Juan y Jesús Gómez, entre otros, claro. A todos ellos les debo mucho más de lo que se imaginan. Y con algunos de ellos (otros han desaparecido de una manera u otra) sigo en contacto, pues han podido soportarme con el paso de los años.
Por lo demás, los lectores de la época éramos como islotes, pero formábamos archipiélagos. Había grupos en Madrid y en Barcelona dedicados a lo fantástico… y con una cierta enemistad, debo reconocerlo, por mucho que ahora haya gente que quiera olvidar aquellas rencillas (cosa que está bien), aunque yo entiendo que también tiene su encanto saber exactamente lo que pasó entre nosotros: el fandom. El Madrid de los 70/80 del siglo pasado era muy diferente a este, no por la dictadura, sino por los propios españoles de la época. Por lo que recuerdo, y creo que puedo equivocarme, aunque no mucho, gozábamos de algo que, después, perdimos en algún momento, quizá cuando llegó la profesionalización del género: éramos compañeros, todos nosotros, con una meta común y una pasión también común. De toda la gente que iba a las reuniones del CCC sólo Carlos Saiz Cidoncha era algo que podríamos llamar escritor, o Agustín Jaureguízar era un editor (por sus colaboraciones con Nueva Dimensión) pero incluso ellos estaban empezando. No había rivalidad entre nosotros. Yo, que era al recién llegado del grupo, iba allí para aprender. El CCC era para mí como una academia de ciencia ficción donde aprendí a reconocer a los autores del género que, finalmente, han sido los que más me han interesado en un largo devenir.
—Aquí te pido un poco de arqueología: ¿de dónde viene tu afición por el género, y cuáles fueron los primeros libros que llamaron tu atención?
—Empecé leyendo al Coronel Ignotus. Cometí el acto de valor de leerme algunos de los tomos que publicó este buen hombre a principios del siglo pasado porque era lo que había en la biblioteca pública de Cuatro Caminos (mi antiguo barrio de Madrid) que yo identificaba como ciencia ficción. La encargada de la biblioteca, viendo que yo estaba muy perdido y supongo que también porque yo era muy pesado, un día que fui a por otro tomo de Ignotus me estaba esperando con dos tomitos pequeños y me dijo que me los leyera, a ver qué me parecían. Y la obedecí, claro. Los dos libritos eran, ni más ni menos, Una princesa de Marte y Los dioses de Marte seguido de El guerrero de Marte, la primera trilogía de la serie marciana de Edgar Rice Burroughs, el padre de Tarzán. A las veinte o treinta páginas yo ya estaba enganchado a Barsoom y recorría sus mares secos como si nada. Tendría como catorce o quince años recién cumplidos pero mi vida ya estaba decidida: me había convertido en un lector de ciencia ficción, fantasía, terror… todas esas cosas y muchas más.
Luego vendría la época dorada donde todo estaba por descubrir y donde las novedades aparecían todos los días en cualquier librería (de viejo o de nuevo), o cuando empecé a conocer a otros locos como yo y en la cartera de algunos de ellos había una joya que ponían a mi disposición para que me fuera instruyendo. Me regalaron libros, en español, francés e inglés y, con mis limitados conocimientos de otras lenguas, me los leía con aplicación. Así leí a Lovecraft por primera vez (tras haber aprovechado lo publicado en Minotauro) y a Anne McCaffrey y Sam Delany, gracias a un par de libros preciosos que me regaló Cidoncha. Al final he acabado con una biblioteca bastante grandecita (unos 17.000-18.000 artículos entre fanzines, libros, revistas y artículos sueltos) en los tres idiomas que leo con cierta fluidez (nada del otro mundo: francés, inglés y español), aunque hay cosas en algunas otras lenguas que no domino y que nunca dominaré: no soy ambicioso en ese aspecto (ni en muchos otros).
—Delirio es lo que llamaríamos una revista decana, pero no sé si comenzó como revista o si empezó como fanzine.
—Siempre ha sido una revista, y su primera versión (que se llamó Marginalia y que también fue desde el principio una revista) era prácticamente idéntica a la actual, con las diferencias que el paso de los años me ha enseñado a adoptar. Para un lector-editor-escritor de nuestros días, el modo que teníamos de hacer las cosas en los años 70-80 del siglo XX puede resultar incomprensible. Tenías que contar de entrada con el material físico, ya fuera para traducir un relato o novela o para confeccionar una portada. Debías disponer de libros suficientes como para tener material inédito y, además, contar con ayuda de gente con muy buena memoria que te dijera lo que ya había sido publicado y lo que no. O gente que te prestaba libros con ilustraciones que pudieras utilizar para las portadas, y que tantas veces tenías que recortar de mala manera pues el escáner casero era algo que llegaría muchos años después. Incluso los libros más profesionales de la época eran pobres comparados con lo que se hace ahora, al menos en cuanto al continente, porque en lo que respecta al contenido… Si la digitalización del mercado editorial ha tenido muchas ventajas (sobre todo en lo referente a la calidad en cuanto al material editado, ya sea papel o digital) también ha dado alas y ha permitido el parto de mucho material que, como prácticamente no cuesta nada editar, quizá no debería haber salido de la mente de nadie porque, sinceramente, no creo que esté a la altura ni que tampoco aporte nada. En Delirio (tanto en la revista como en la colección de libros de La biblioteca del laberinto) no publicamos nada en formato digital. Somos amantes de los libros en papel y, como tales, por mal que lo hagamos, preferimos el libro impreso en papel, que huela a papel y a tinta y que cuesta dinero hacerlo. Que cueste dinero es importante porque cada página cuenta y se valora. Es cierto que el mercado parece querer acabar con el libro físico, en papel, pongamos por caso, y primar lo digital. Esto tiene muchos problemas para el futuro; por ejemplo, como plasmó Aitor Solar en un relato publicado en Delirio, ¿quién nos garantiza que, con las publicaciones digitales en mente y en marcha, lo que leemos hoy será lo que podremos leer dentro de diez años? Lo mismo, mediante algún utensilio informático, las publicaciones podrán llegar a ser adaptadas al pensamiento del periodo en que se estén editando o a las leyes que vayan saliendo de uno y otro sesgo. ¿Y qué pasaría entonces con la literatura, con autores como Mark Twain, Lovecraft, lord Dunsany, inconformistas puros que pueden llegar a molestar al Sistema más de lo que el Sistema está dispuesto a tolerar? Pero dejemos esto, al menos de momento.
—Has mencionado a Twain, Lovecraft, Dunsany. Sé que no es una pregunta cómoda, pero quisiera saber cuáles son los libros de los que más orgulloso te sientes como editor, y cuáles son los que te has quedado con ganas de editar.
—En efecto, la pregunta es bastante incómoda. ¿Cómo puedo decir cuál de mis libros es mi preferido? Me gustan todos. Uno tiende a pensar que los mejores son los últimos que ha hecho, porque recogen toda la experiencia acumulada, pero eso es una tontería. Algunos de los primeros libros que hice, o así lo recuerdo, fueron excelentes y me encantó hacerlo por una razón u otra. Uno de los libros de Howard que editamos muy al principio de la colección lleva ilustraciones del gran Michael Kaluta, con quien me escribí para conseguir su autorización (también me mandó algunos libros autografiados y algunos originales), o el Pegana de lord Dunsany, que me permitió cartearme con la actual baronesa de Dunsany, lo que fue todo un honor. También he tenido ocasión de escribirme con muchos de los mejores escritores de lo fantástico (por ejemplo David Brin, Robert Silverberg, Ramsey Campbell, Ian Watson, Jean-Pierre Andrevon) y siempre he quedado encantado con ellos y con el trato que he recibido. De los que he citado más arriba, David Brin vino a España tras un congreso de astrofísica y le preparamos un pequeño encuentro con aficionados (al que asistieron no más de veinte personas, porque el fandom es así) en una cena privada en el restaurante del Café Gijón, donde tuvimos ocasión de saludar a Plácido Domingo (que estaba alli por sus cosas, no por Brin, naturalmente), nos lo pasamos muy bien y Brin incluso nos regaló una botella de Oporto que casi nos bebimos enterita allí mismo. La mujer de Ramsey Campbell me estuvo explicando en un magnífico hotel fortaleza de Avilés lo que tenía que hacer para aliviarme de los terribles dolores que padecí tras mi primer ataque de ciática. Silverberg me hizo saber que, cuando era pequeño, iba al Museo Americano de Historia Natural para ver las láminas de dinosaurios de Charles R. Knight, que era lo que más le gustaba, y que se alegraba de que yo, sin saber nada de todo eso, las hubiera utilizado para ilustrar su cuento “Nuestra Señora de los Saurópodos” aparecido en Delirio. A Ian Watson le he visto siempre en Avilés o en Gijón y su trato ha sido siempre muy amable, y me ha facilitado mucho las cosas con otros autores (fundamentalmente británicos), siendo él uno de mis autores favoritos desde que, hace años, leí su impresionante novela Empotrados.
Volviendo a mis libros favoritos, citaré algunos de los que estoy muy orgulloso: las dos (que pronto serán tres) Misceláneas de Lovecraft; el Pegana de lord Dunsany; las recopilaciones de la obra de Robert E Howard que, con sus altibajos, van camino de convertirse en unas obras casi completas; el conjunto de ensayos que he recopilado bajo el título de Weird Tales: historia y antología; todas las antologías dedicadas a revistas del género, que pronto tendrán un nuevo hermanito; los rescates de autores españoles de la Prehistoria del género que, de la mano casi siempre de Mariano Martín Rodríguez salpican de vez en cuando las estanterías de nuestra editorial; algunos rescates propios, como Lilith, de Ignacio y Carlos Romeo, o la última antología de Domingo Santos que, gracias a la siempre agradecida por nuestra parte tarea de Mariano Villarreal ha visto la luz; algunas obritas perdidas que un día u otro llegarán a los ojos adecuados y se valorarán como se merecen: La casa del vampiro de Viereck, por poner un ejemplo, o El sueño de X, de William Hope Hodgson, con las ilustraciones a color de Stephen Fabian; el rescate del olvido de Tres años entre los microbios, de Mark Twain, crítica social de la buena; las dos novelas inéditas y magníficas de Gabriel Bermúdez Castillo… Para qué seguir. Son todos y ninguno es más alto, ni más rubio, ni más guapo que los demás. De un modo u otro, todos eran mis hijos.
—¿Y tú, Paco? ¿Editor con libro de cabecera, editor de los que desarrollan una teoría del género?
—La verdad es que no tengo más libro de cabecera que el que ande leyendo en un determinado momento. No tengo mucho tiempo para releer (aunque a veces lo hago), así que me conformo con los recuerdos que tenga de cada libro, lo cual hace que se vayan convirtiendo en piezas casi míticas, porque el recuerdo los tergiversa y hace que me gusten más por mí mismo y mis memorias que por ellos. Pero el resultado es bueno, para mí al menos. En cuanto a si tengo alguna teoría del género no me cabe más remedio que decir que no: los que han estudiado el género desde un punto de vista académico, a mi entender, y conozco a muchos de ellos, no tienen demasiada idea de lo que están haciendo. Muchas etiquetas por aquí y allí, referencias y notas al pie, pero lecturas, lo que se dice lecturas, muy poquitas y muy tergiversadas. Leen lo que les mandan otros críticos o estudiosos o lo que sean, pero no leen de verdad. Los géneros que nos ocupan son muy variados y te tienes que leer lo bueno, lo malo, lo mejor y también lo peor. No puedes ir con pinzas escogiendo solo lo que otros han dicho que es muy bueno. Al final, el disfrute de la obra es una cosa que nada tiene que ver con las razones profundas de la misma; precisamente, esas razones profundas son lo que menos me interesa de ella. Puede llamarme la atención, porque aclararía algunos procesos de la creación artística, el momento en que algo es creado o inventado, pero no me interesa ese posible atractivo casi científico que hoy llama la atención a tantos críticos y estudiosos.
—Tres autores que a mí me encantan (Lovecraft, Howard y Ashton Smith) ocupan un lugar destacado en tu editorial. De los tres es Lovecraft el que más atención ha recibido y hoy diría que está viviendo una “resurrección” (si es que estuvo muerto alguna vez), pero Ashton, Howard y, añadiría, Dunsany no parecen recibir el mismo cuidado dentro del mundo cultural, y no sé si eso es extensible a sus lectores. ¿A qué crees que se debe esto?
—Es verdad que Lovecraft creó un universo que, de alguna manera, supone para la literatura una extensión de las corrientes filosóficas surgidas en el siglo XVIII y en particular en el seno del idealismo alemán, de modo que se asienta en una tradición narrativa existente (la literatura gótica) pero también en una corriente filosófica más de nuevo cuño que se prolonga en el siglo XX y que aún no ha tocado a su fin. Esto podría explicar su atractivo todavía hoy. Pero Dunsany, Howard y Ashton participan sólo en parte de esa corriente y además lo hacen sumándose a una tradición literaria que, más que por lo gótico, pasa por los textos bíblicos y las fábulas orientales (el caso de Howard es posiblemente muy distinto, por la versatilidad que mostró a lo largo de su corta carrera: ten en cuenta que yo me refiero muy especialmente a sus relatos de corte fantástico, cuyo paisaje de fondo suele ser el escenario lovecraftiano aunque dentro de la categoría de la espada y brujería, de ahí que no lo vincule tanto a lo gótico como a lo fabuloso). Sería posible enmarcarlos, por tanto, dentro de una tradición defendida por Borges (es sabido el amor que Borges sentía por la obra de Dunsany), pero quizá más menospreciada por el lector actual precisamente por estar con un pie en un género sospechoso y el otro en la pura literatura. No es, por así decir, el tipo de entretenimiento “de interés humano” que busca el lector actual.
En mi caso, yo no cuido a esos autores en detrimento de otros. De los que mencionas, a mí el que más me interesa, por una cuestión de estilo, es Dunsany. Desgraciadamente no pudimos llegar más que al acuerdo para publicar Pegana, porque recibimos la autorización expresa de la actual baronesa, pero cuando quisimos empezar a hablar de sacar los relatos de Jorkens se les fue la mano y tuvimos que olvidarnos de adelantarnos con un proyecto monstruoso que, me imagino, algún editor más astuto, más rápido o mas acaudalado acabará por llevar a buen puerto. Pero nosotros, de momento, no vamos a hacerlo. Smith me interesa mucho, muchísimo, aunque de él solo hemos publicado un tomo con poesías que pronto tendrá un compañero, en Delirio hemos publicado algunos relatos e incluso una obra de teatro, igual que hay cuentos suyos dispersos por las antologías dedicadas a revistas del género. ¿Y de Lovecraft? Llevamos dos antologías (y estamos terminando ya un tercer volumen) bajo el título genérico de Misceláneas, que creo que son bastante interesantes e iluminadoras sobre su vida y obra. En ellas nos remitimos a fuentes primarias siempre que hemos podido hacerlo, porque hay muchos errores, confusiones y malentendidos con la obra y la figura de este grandísimo escritor.
Queremos ampliar el sendero abierto por estas Misceláneas lovecraftianas y mi idea es sacar nuevas misceláneas de otros autores, a los que no voy a nombrar pero que cualquiera que nos siga se los puede imaginar. A mí la verdad es que este tipo de trabajo, de investigación, me fascina y me atrae muchísimo, y de hecho si miro mi futuro en el campo de lo fantástico me veo como uno de esos eruditos (de muy bajo nivel en mi caso) que tienen toda su vida encerrada en su biblioteca y que se pasan las horas muertas mirando volúmenes llenos de polvo y escondidos detrás de otros libros igual de polvorientos, echando una mirada aquí y otra mirada allá, intentando empezar a escribir un libro que posiblemente nunca llegue a terminarse, tomando notas en cuartillas que empiezan a amarillear y que no se sabe muy bien qué destino van a tener… pero, ¡hombre!, si esa es mi vida ahora, digo yo en este mismo momento. Investigar vidas y autores y buscar nuevas cosas que ofrecer a los posibles lectores, que sé que, en el fondo, pueden llegar a agradecérnoslo, aunque sean pocos los que lo hagan.
—Para terminar, quisiera recordar a quien tanto influyó para que de niños y adolescentes descubriéramos un tipo de terror que iba más allá de la novela gótica. Me estoy refiriendo, como sabes, a Rafael Llopis, recientemente fallecido. ¿Qué recuerdo guardas de él? Tú publicaste una particularísima lovecraftiana suya, El novísimo algazife.
—Así es. Conocí a Rafael Llopis personalmente el mismo año, 2016, en que editamos El novísmo Algazife. Anteriormente estuvimos a punto de coincidir en varias ocasiones y actos, pero nunca hubo suerte: Rafael era un hombre que apenas salía de casa y sus relaciones con el resto de la especie humana eran escasas, aunque debo reconocer que con nosotros siempre fue muy amable y se mostró como una persona abierta. Él fue el abanderado del terror en España, y yo creo que sigue siéndolo, por varias razones: la primera y fundamental, porque fue el hombre que dio a conocer a H.P. Lovecraft a un gran público, posiblemente fue un caso de “influencia francesa”, porque Lovecraft empezaba a ser reconocido en Francia y Llopis se dejó llevar por la ola. Lovecraft, hasta la aparición en 1970 de Los mitos de Cthulhu en Alianza era un autor muy de segunda fila que solo interesaba a algunas editoriales casi marginales, entre las que cabe destacar los dos tomos dedicados a las Obras Escogidas del autor de Providence. Llopis contextualizó los Mitos y los dio a conocer a un público amplio que no tardó en ser amplísimo.
La segunda razón de su posición como líder del terror en nuestro país es porque nadie ha podido superar sus conocimientos, su interés y sus ganas por dar a conocer una literatura que siempre anda renaciendo de sus propias cenizas, aunque lo tengamos ahora por literatura de terror no lo sea ni por asomo. Bastaba con hablar una vez con Rafael para darse cuenta de su amor por el género, algo que ni se puede ocultar ni se puede disfrazar. Su antología anterior a Los Mitos de Cthulhu, naturalmente me refiero a Cuentos de terror (Taurus, 1963), es una de las mejores que conozco; yo diría incluso que una de las mejores a nivel mundial. Afortunadamente recibió un Premio Gabriel (junto con su inseparable Francisco Torres Oliver) por su labor de toda una vida dada su condición de divulgador de la literatura fantástica en todas sus vertientes. Un hombre para ser recordado con cariño y admiración.
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Paco Arellano también será un hombre al que recordaremos con admiración y cariño. Pocos días después de que leyese esta entrevista murió inesperadamente tras desvanecerse en su casa/biblioteca/laberinto de Miraflores de la Sierra, sostenido una última vez por quien había sido no sólo su mujer sino también su compañera de osadías y milagros en el mundo editorial. Juntos dedicaron toda su vida a un género defenestrado durante la mayor parte de los años en que ambos lo defendieron, sin contar con otro apoyo que el de los aficionados leales y entusiastas. Poco cabe añadir a las palabras que deja aquí. Tan sólo diré que se nos va (demasiado pronto) un editor inteligente y además un hombre bueno, como suelen serlo aquellos que hacen de la fantasía su lugar de residencia.
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