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Dejar de comportarnos como extraterrestres - Zenda
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Dejar de comportarnos como extraterrestres

«Muy cierto es que el gran milagro es la naturaleza misma, pero el hombre todavía es demasiado niño para darse cuenta», escribió Joan Maragall. La clase de esperanza que puede anclarse en estas perspectivas no se refiere a lo inmediato, pero a cambio es fuerte y sus raíces llegan muy hondo. La simbioética de Riechmann...

«Muy cierto es que el gran milagro es la naturaleza misma, pero el hombre todavía es demasiado niño para darse cuenta», escribió Joan Maragall. La clase de esperanza que puede anclarse en estas perspectivas no se refiere a lo inmediato, pero a cambio es fuerte y sus raíces llegan muy hondo. La simbioética de Riechmann es el desarrollo de posiciones morales de amor compasivo congruentes con lo que de hecho (ontológicamente) somos: holobiontes en un planeta simbiótico. Sería la vertiente moral de una reflexión que, en lo político, se ha articulado como ecosocialismo descalzo. 

Zenda reproduce a continuación un fragmento de Simbioética de Jorge Riechmann (Plaza y Valdés, 2022).

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Las obviedades que no percibimos

El planeta Tierra es finito. Repitámoslo otra vez: el planeta Tierra es finito. Obvio, ¿no?

¡Para nada! En la práctica, la cultura dominante obliga a casi todo el mundo a pensar y comportarse como tierraplanistas enloquecidos: la adoración de nuestros becerros de oro (crecimiento económico, interés compuesto, reventa con beneficio) solo es coherente con una ficción de Tierra plana dotada de recursos infinitos e infinita capacidad de absorber la contaminación.

Pero si no somos tierraplanistas y aceptamos que vivimos en un planeta finito, entonces aparece una segunda obviedad: el uso de cantidades crecientes de recursos naturales y espacio ecológico por parte de los seres humanos conduce inexorablemente a una disponibilidad cada vez menor para los demás seres vivos. Más seres humanos, con expectativas crecientes y mayores consumos materiales, significa menos vida en el planeta Tierra: lo estamos comprobando con ese apocalipsis contemporáneo que llamamos Sexta Gran Extinción.

¿Cómo nos relacionamos con la naturaleza?

La crisis ecológico-social contemporánea es tan profunda que nos invita a reconsiderar los fundamentos mismos de las ideologías y el sentido común dominante. ¿No resultará contraproducente la búsqueda de dominación sobre la naturaleza? ¿Tiene sentido considerarnos como individuos separados de sus semejantes y de los ecosistemas? ¿El antropocentrismo no nos está descarriando mucho? ¿Cómo nos relacionamos con la naturaleza? Es una cuestión inmensa, los análisis y testimonios que cabría aducir son innumerables, pero voy a fijarme en dos de ellos. En primer lugar Luis Landero: el novelista español, en su conmovedora obra memorialística El balcón en invierno (2014), evoca el carácter de pionero de su abuelo Luis, un campesino en la Extremadura preindustrial que, «como otros de su generación y de generaciones anteriores, civilizaron tierras bravías, desbrozaron cerros, manchas vírgenes de jaras y maraña, levantaron sus propias casas después de arrebatar los materiales a la tierra». Y su nieto escritor exalta en la misma página «la noble y ancestral voluntad de dominio, además del orgullo de vencer con sus propias armas a una naturaleza siempre hostil».

Estamos hablando de campesinos neolíticos (aunque nos hallemos en la España de las décadas de 1920-1930, quizá). Saltemos de etapa (de una sociedad campesina a una industrial) y de país (de España a Gran Bretaña). Raymond Williams, en un ensayo de 1958 titulado «La cultura es ordinaria», exalta la cultura industrial que había mejorado el nivel y la calidad de vida del proletariado británico. El gran intelectual marxista galés (descendiente de trabajadores del campo y ferroviarios) escribe:

En casa nos alegrábamos de que se hubiera producido la Revolución Industrial y de sus consiguientes cambios sociales y políticos. […] Había un don primordial, un don que aceptaríamos a cualquier precio: el don de la energía, que lo es todo para los hombres que han trabajado con sus propias manos. La máquina de vapor, el motor de gasolina, la electricidad… estos y muchos otros productos en forma de mercancías y servicios llegaron a nosotros con todas sus consecuencias muy lentamente, pero los adoptamos con toda la rapidez que pudimos […]. Cualquier descripción de nuestra cultura que explícita o implícitamente niegue el valor de una sociedad industrial es verdaderamente irrelevante; nadie conseguiría ni en un millón de años que abandonáramos esa energía.

Apreciamos esa magia de la energía (la energía fósil, hay que subrayar enseguida), ese «don que aceptaríamos a cualquier precio», como sucede en los cuentos de hadas; pero, como experimentamos hoy, amargamente, se trata de una trampa. El don encerraba una posibilidad infernal, como vemos hoy a medida que se despliega la catástrofe climática. Y por otra parte no es que «nadie conseguiría ni en un millón de años que abandonáramos esa energía»: ella nos está abandonando a nosotros, nos hallamos ya más allá del peak oil.

(El propio Williams, cuando escribe en 1983 Hacia el año 2000 bajo la impresión del estudio del primero de los informes al Club de Roma, The Limits to Growth, se sitúa en un lugar muy diferente a aquella valoración positiva del progreso industrial de su texto de 1958. Sabe por entonces que «hay razones plenamente objetivas […] para preocuparse profundamente por el futuro de la civilización industrial y, más allá incluso de ella, por el futuro de la especie y del planeta, sometido a fuerzas destructivas que operan ya libremente». Y el marco de pensamiento de la dinámica de sistemas que ha descubierto, como modo de comportamiento básico de las sociedades industriales, la extralimitación seguida de colapso, «es el que está destinado, en mi opinión, a regir todos los análisis serios sobre nuestro futuro material y, por lo tanto, nuestro futuro político y social».)

Nuestro reciente pasado civilizacional es el que acabo de evocar de la mano de Landero y Williams: en muy pocas generaciones (apenas dos en España), la Gran Transformación que convirtió a campesinos neolíticos en obreros industriales —y hoy las perspectivas de colapso ecosocial que se hacen obvias en cuanto examinamos el binomio energía-clima. La ideología de dominación sobre la naturaleza, con componentes heredados tanto de las sociedades agrícolas como de las industriales, ¿nos sigue ayudando hoy? ¿No es más bien una de las fuerzas que nos están empujando con fuerza hacia el abismo? ¿No se trataría acaso de ser capaces de susurrar, junto con la poeta estadounidense Mary Oliver: «Yo no sería soberana ni de una sola brizna de hierba, mientras pueda ser su hermana»?

Nos situamos en el lugar del amo y señor, nos recuerda Oliver (eco de Descartes: «maîtres et possesseurs de la nature», en aquel famoso paso del Discurso del método), pero «esta concepción propicia una visión del mundo como parque infantil y laboratorio, una visión a todas luces muy pobre».

Tenemos un serio problema con la dominación

Como vimos, los animales del género Homo comenzamos a usar el fuego desde hace unos ochocientos mil años y los Homo sapiens domesticamos animales y plantas en la revolución neolítica, desde hace aproximadamente doce mil años. Nuestro narcisismo de especie suele interpretar estos cambios como indudables progresos en la dominación de la naturaleza. Pero quizá las cosas sean algo más complicadas. Puede que nos las tengamos que ver más bien con una trampa del progreso (por emplear la noción de Ronald Wright).

Uno de los grandes pensadores del siglo xx, Cornelius Castoriadis, nos indicó que para las sociedades industriales «el objetivo central de la vida social es la expansión ilimitada del (pseudo)dominio (pseudo)racional». En el centro de la cultura occidental determinada por las dinámicas del capitalismo y de la tecnociencia hemos de situar la cuestión de la dominación.

Como Castoriadis, también René Dubos —entre otros forjadores de un pensamiento ecologista— critica semejante filosofía de la dominación y apunta lo contraproducente que resulta: «Cuanto más absoluto sea el dominio del hombre fáustico y más se adhiera a la filosofía de que la naturaleza debe ser conquistada, más rápidamente se deteriorará el entorno y más calidad perderá la vida humana». Y aún antes, Aldo Leopold:

Una ética de la tierra cambia el papel de Homo sapiens: de conquistador de la comunidad terrestre al de simple miembro y ciudadano de ella. Esto implica respeto por sus miembros, y respeto también por la comunidad como tal. En la historia humana, hemos aprendido (espero) que el papel de conquistador acaba por ser contraproducente. ¿Por qué? Porque está implícito en tal papel que el conquistador sabe, ex catedra, cómo funciona el reloj de la comunidad, y qué o quién tiene valor, y qué o quién no lo tiene en la vida comunitaria. Siempre acaba por resultar que no sabe ni una cosa ni otra, así que sus conquistas acaban tornándose derrotas

«El hombre, enaltecido por su orgullo desmedido, ha impuesto un sistema de valores caducos, que solo ha servido para aniquilar su propio sistema de vida», señalaba el artista canario César Manrique. Pero ¿por qué el exceso de dominación acaba por volverse en contra del dominador? ¿De dónde proceden estos fenómenos de contraproductividad? Leopold ha sugerido un déficit de conocimiento, probablemente hay algo más; intentemos precisar. 

Sistemas complejos adaptativos

Una respuesta sencilla sería la siguiente: formamos parte de sistemas complejos adaptativos (ecosistemas) y del sistema de ecosistemas que es la biosfera, con múltiples bucles de retroacción. ¿Qué son estos?

Una noción básica y central en teoría de sistemas es la de los bucles de retroalimentación o retroacción o realimentación (feedback loops). La idea viene de la cibernética y la intuición básica sería: efectos que actúan sobre su causa.

Estamos acostumbrados por la experiencia de la vida a aceptar que existe una relación entre causa y efecto. Algo menos familiar es la idea de que un efecto puede, directa o indirectamente, ejercer influencia sobre su causa. Cuando esto sucede, se llama realimentación (feedback). Este vínculo es a menudo tan tenue que pasa desapercibido.

La causa-efecto-causa, sin embargo, es un bucle sin fin que se da, virtualmente, en cada aspecto de nuestras vidas, desde la homeostasis o autorregulación, que controla [entre otros parámetros] la temperatura de nuestro cuerpo, hasta el funcionamiento de la economía de mercado.

Si son bucles positivos, tienden a hacer crecer un sistema y desestabilizarlo (en esa medida, y si se me permite la broma, los bucles positivos bien pueden resultar negativos). Si se trata de bucles negativos tienden a mantener la integridad de un sistema y estabilizarlo. Los primeros son «revolucionarios» y los segundos «conservadores».

La realimentación positiva sin límite, al igual que el cáncer, contiene siempre las semillas del desastre en algún momento del futuro. [Por ejemplo: una bomba atómica, una población de roedores sin depredadores…] Pero en todos los sistemas, tarde o temprano, se enfrenta con lo que se denomina realimentación negativa. Un ejemplo es la reacción del cuerpo a la deshidratación. […] En el corazón de todos los sistemas estables existen en funcionamiento uno o más bucles de realimentación negativa.

Al estar inmersos en esta clase de sistemas complejos donde todo está conectado con todo (o casi) mediante bucles de realimentación, sucede que —como intuyeron muchas sabidurías tradicionales— los efectos de nuestras acciones acaban por volver sobre nosotros mismos (aquí cabría evocar incluso la noción hindú de karma). Por lo demás, es la misma dinámica de los sistemas complejos adaptativos la que conduce a las ideas de autolimitación y suficiencia:

Los sistemas auto-organizados existen en situaciones en las que consiguen suficiente energía, pero no demasiada. Si no consiguen suficiente energía de suficiente calidad (por debajo de un umbral mínimo), las estructuras organizadas no tienen base y no se da auto-organización. Si se suministra demasiada energía, el caos se adueña del sistema, pues la energía sobrepasa la capacidad disipativa de las estructuras y estas se derrumban. De forma que los sistemas auto-organizados existen en el terreno intermedio entre lo suficiente y lo no demasiado.

La dominación nos sienta mal…

Jorge Wagensberg sugiere aforísticamente que es bueno «ganar independencia con respecto a la incertidumbre», en lo que al progreso material se refiere (el motor del progreso moral, afirma, es la compasión). Es una buena intuición, pero conviene reparar en lo que entraña. «Ganar independencia con respecto a la incertidumbre» quiere decir dominar nuestro entorno o, al menos, algunos aspectos del mismo. Pero definir el progreso material en términos de dominación creciente puede inducirnos a olvidar que somos interdependientes y ecodependientes en un mundo compuesto por sistemas complejos adaptativos y que en un mundo así el exceso de dominación es, a la postre, contraproducente: acaba volviéndose contra el mismo dominador.

¿Y eso por qué? —nos preguntamos otra vez—. Pues porque si nos las habemos con relaciones lineales, más de lo bueno es mejor; pero en cuanto intervienen relaciones no lineales y circuitos de realimentación —como ocurre masivamente en el mundo real compuesto de sistemas complejos adaptativos—, más de lo bueno a menudo empeora la situación. Resulta contraintuitivo para nuestro pensamiento lineal, pero es real como la vida misma… Los ejemplos abundan, sobre todo los referidos al progreso técnico de las sociedades industriales: no hay más que pensar en el uso de combustibles fósiles o de insecticidas organoclorados como el dicloro difenil tricloroetano (DDT).

Se ha recordado más de una vez la advertencia del Juan de Mairena de Antonio Machado, que alertaba frente a ciertos fenómenos de contraproductividad en las políticas de las izquierdas españolas:

Los políticos que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos llamados de izquierda, un tanto frívolos —digámoslo de pasada—, rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro.

Lo que seguramente valía para el intramuros de las ciudades españolas vale aún más extramuros: nuestro deseo de controlar la naturaleza acaba generando, en un violento «retroceso de culata», una crisis climática apocalíptica (dentro de una crisis ecológica más general y grave). La dominación nos sienta muy mal… «Los sistemas complejos pueden enseñarnos que, como participantes de un sistema eco-psicosocial complejo que está sujeto a ciertos límites biofísicos, nuestro objetivo debe ser la participación apropiada, no la predicción y el control».

A menudo, al maximizar una variable, deprimimos otras

Nuestro proyecto fáustico de sustituir naturaleza por tecnología a gran escala, ¿hacia dónde conduce? Un ejemplo que he usado alguna otra vez (del que se derivan conclusiones fácilmente extrapolables): se cultivan verduras en climas fríos merced a invernaderos climatizados de alta tecnología como en Lower Mainland (Columbia Británica, Canadá). Ahí, los cultivos hidropónicos —sin tierra— son entre seis y nueve veces más productivos que el cultivo tradicional (midiendo en kilos de producto por superficie de cultivo).

Pero si analizamos los flujos de materia y energía en juego, ¡la huella ecológica de uno de estos tomates de invernadero es entre catorce y veinte veces mayor que la del tomate convencional! La intensificación productiva —en este como en otros casos— se produce a costa de un acrecentado impacto sobre los sistemas naturales que sustentan la vida. Lo que se gana por un lado se pierde por el otro: como sucede tan a menudo en los sistemas complejos de toda índole, al maximizar una variable deprimimos otras. Y si solo miramos una pequeña porción del fenómeno, estaremos autoengañándonos. Como lo hacemos, de forma masiva, al considerar lo que llamamos progreso en las sociedades industriales.

La sabiduría popular lo consignaba: lo mejor es enemigo de lo bueno. Desde una perspectiva sistémica, todas las propiedades de una cosa están interrelacionadas, de modo que la maximización de una de ellas probablemente minimice otras. Todo beneficio tiene su precio… El socialista holandés Sicco Mansholt (miembro de la Comisión de la Comisión Económica Europea [CEE]) desde su fundación en 1958 hasta 1974 y presidente de la misma en 1972-1974) describía así su sorpresa al topar con el informe al Club de Roma Los límites del crecimiento que Dennis y Donella Meadows —coautores del mismo— le hicieron llegar a finales de 1971:

Hasta entonces no me había dado cuenta cabal del nexo que existía entre todos los problemas. Energía, alimentación, demografía, escasez de recursos naturales, industrialización, desequilibrio ecológico formaban un todo. No había sentido nunca, como sentí en el momento de leer el informe, que era casi imposible corregir un punto, uno solo, sin agravar los restantes.

Tenemos un problema sistémico de extralimitación ecológica, de hybris (que se manifiesta en ilusión de control, entre otros fenómenos) y de mal encaje de los sistemas humanos en los sistemas naturales (es lo que traté de mostrar en mi libro Biomímesis, cuya segunda edición titulé Un buen encaje en los ecosistemas). Pensar solo en soluciones tecnológicas (parciales por definición) es contraproducente: como muestra la historia de los decenios últimos (pensemos solo en los organoclorados y la energía nuclear), la intervención sobre un problema puntual a menudo agrava otros problemas. Tiene razón la ecóloga Sandra Myrna Díaz cuando señala que «la crisis global no se produce solo por la liberación de carbono a la atmósfera, se debe también a la pérdida de biodiversidad y los contaminantes, entre otras causas. Son síntomas de un proceso mucho más profundo. Por eso, cuando tratamos de solucionar uno de estos síntomas de forma aislada corremos el riesgo de empeorar las cosas». A continuación, para ejemplificar, ella se refiere a la desdichada historia de los agrocombustibles… Y remata: «De lejos, la manera de mantener carbono secuestrado es a través de la protección de los bosques primarios que ya están ahí o a través de su restauración».

Nunca lo repetiremos lo suficiente: lo que haría falta es una contracción económica de emergencia, sustanciada en una salida rápida e igualitaria del capitalismo, acompañada de una renaturalización masiva del planeta Tierra. 

Dos vías para salir de la vía de la dominación

Pero ¿cómo situarnos fuera de la perspectiva de dominación —o limitarla—? Se me ocurren al menos dos vías. En el mismo arranque de la Modernidad, el malogrado Étienne de la Boétie sugirió las claves de una política de la amistad que, en vez de vincular aristotélicamente la filia con la felicidad, la insertaba en el campo de la libertad. Podemos dejar de traicionar a lo mejor de nosotros mismos; podemos esquivar la servidumbre voluntaria; podemos rechazar el esquema sadomasoquista de la dominación —esas cadenas jerárquicas donde soy dañado por el de arriba y me vengo de mi mal dañando al de abajo—. En una sociedad libre los seres humanos, sin ceder al deseo de someterse y de dominar, sin tratar de huir de la muerte entregándose a la pulsión de muerte, podrían reconocer al otro como un semejante. Desde la amistad, pues —nos dice quien fue fiel amigo de Michel de Montaigne— «todos somos compañeros, y no puede caber en el entendimiento de nadie que la naturaleza haya puesto a alguien en servidumbre, habiéndonos puesto a todos en compañía».

Políticas de la amistad, por tanto, en primer lugar (la cuestión a la que llegó Iván Illich al final de su vida). Y en segundo lugar, desde otra perspectiva, hemos de pensar en términos de retroalimentación y reflexividad (feedback, un concepto fundamental como acabamos de ver: aunque no es este el lugar para detenernos en ello, cabe sostener que se trata del patrón ontológico más general de todos, el de la autorreferencia).47 En otros lugares he llamado la atención sobre un notable apunte de Walter Benjamin en Dirección única (1928):

Dominar la naturaleza, enseñan los imperialistas, es el sentido de toda técnica. Pero ¿quién confiaría en un maestro que, recurriendo al palmetazo, viera el sentido de la educación en el dominio de los niños por los adultos? ¿No es la educación, ante todo, la organización indispensable de la relación entre las generaciones y, por tanto, si se quiere hablar de dominio, el dominio de la relación entre las generaciones y no de los niños? Lo mismo ocurre con la técnica: no es el dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad.

Dominar no la naturaleza sino la relación entre naturaleza y humanidad. Dominar nuestro dominio: creo que esta idea sigue siendo inmensamente fecunda en el siglo XXI. No tenemos ninguna otra buena salida. Sabiendo, desde luego, que hemos sido expulsados del Jardín del Edén —no podemos volver a ser cazadores-recolectores, ni mucho menos animales prehumanos—, sin posible retorno al mismo.

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Autor: Jorge Riechmann. Título: Simbioética. Editorial: Plaza y Valdés. Venta: Todostuslibros 

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