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Decimocuarta sombra: Orient Express, abril de 1930 - Zenda
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Decimocuarta sombra: Orient Express, abril de 1930

Sir Maugham encendió su pipa, forzando la pausa dramática. Su compañero de viaje, el embajador de Ostende, el señor Maurice Wiesenthal, lo miraba con curiosidad contenida. —Bien, bien —dijo satisfecho, aspirando el humo azul que exhalaba su Peterson Balkan Delight, un tabaco de Virginia cuidadosamente cortado y mezclado con una generosa medida de Latakia Chipriota,...

—Siempre que me dirijo a Brindisi en este tren, me acuerdo de aquella tórrida historia de pasión y sexo que tuvo lugar aquí mismo, en el wagon Audry, uno de los vagones más hermosos que rodaron jamás en este Expreso de Oriente. ¿Ha oído usted hablar del escandaloso affair entre el Duque de Corso y la Princesa de Oblivion?

Sir Maugham encendió su pipa, forzando la pausa dramática. Su compañero de viaje, el embajador de Ostende, el señor Maurice Wiesenthal, lo miraba con curiosidad contenida.

—Bien, bien —dijo satisfecho, aspirando el humo azul que exhalaba su Peterson Balkan Delight, un tabaco de Virginia cuidadosamente cortado y mezclado con una generosa medida de Latakia Chipriota, que le otorgaba una fuerza media, de sabor ahumado y de carácter fresco y aterciopelado. Y sin más preámbulos comenzó la historia, mientras el Orient Express atravesaba la noche.

La Princesa de Oblivion viajaba en el Orient Express de Calais a Brindisi. El Duque de Corso hacía la misma ruta cada año. Un hombre misterioso; nadie sabía de dónde provenía su fortuna. Decían las malas lenguas que antes de la Gran Guerra era un experto ladrón de joyas en la Costa Azul. Que la policía francesa le seguía los pasos pero que nunca encontraron pruebas.

"Para la princesa de Oblivion no solo había muerto el gran amor de su vida, sino también la manera de entenderse a sí misma; de mirar el mundo"

Ella había sido la discreta amante del rey de Redonda que, al morir, solo le dejó una biblioteca y un hijo bastardo. Amó con locura a aquel hombre singular, entregándole su juventud, su vida, su admiración, su curiosidad, su compañía, su sexo. Él, a cambio, transformó Europa durante años en un gran hotel en el que ambos, vestidos para la ocasión, bebieron los mejores vinos sentados ante los manteles blancos dispuestos para ellos por los más aclamados chefs, entregándose cada noche a un sexo apasionado, delicioso, interminable, sobre sábanas del hilo, en habitaciones con vistas a un mundo que juntos vieron desaparecer bajo los escombros de la Gran Guerra. El monarca, veinte años mayor que ella, murió en la tranquilidad de su residencia de Redonda, rodeado de su familia. En la vida de aquel hombre poderoso, su esposa e hija, consagradas a él por completo, siempre ocuparon el rango de preferencia en los remordimientos pasados, el patrimonio adquirido y el futuro asegurado. En ese reparto, la princesa amante fue agraciada en la herencia con un pequeño pabellón de caza en mitad de los bosques de Sherwood, en Nottinghamshire, donde ambos solían amarse a escondidas en los fríos inviernos nevados. Sonriendo con tristeza, había hecho añicos la carta del notario que la convocaba a la lectura del testamento.

Para la princesa de Oblivion no solo había muerto el gran amor de su vida, sino también la manera de entenderse a sí misma; de mirar el mundo. Ni siquiera le permitieron estar ahí para despedirse de aquel cuerpo que tanto la había hecho disfrutar; esperó sentada dentro de un coche de alquiler, envuelta en un anticuado abrigo de visón que él le regalara años atrás, echada en el hombro de su hijo, un muchacho aventurero y apuesto que hacía tiempo vivía ya su propia vida, pero que quiso acompañarla aquella fría madrugada del último adiós. Cuando por fin salió el coche fúnebre, el chófer arrancó. Ninguno de los dos miró atrás.

Madura, aunque todavía muy hermosa, viajaba desde la fría Inglaterra al sur de Italia, donde había comprado, con el último collar de perlas, una antigua casa de pescadores en la que poder envejecer con la dignidad que, a esas edades y en una dama, solo pueden proporcionar dos cosas: el dinero o el Mediterráneo.

"La voz dulce de aquel hombre, sin apenas acento, le impedía pensar con claridad; se puso de pie y él la tomó con fuerza por la cintura"

La calefacción de los vagones hacía muy confortable el trayecto a través de una Europa helada y permitía a la princesa de Oblivion cenar en el Pullman-Restaurant acariciada por un vestido negro de satén sedoso con elegante escote en la espalda. Leía a A. O. Barnabooth, distraída frente a una taza de café, retrasando la hora de volver a su solitario compartimento, mientras las luces derramaban sombras aterciopeladas en los cristales de Lalique.

—Madame, aquí tiene su collar de perlas. Ha debido de perderlo en el pasillo. Tiene el broche roto.

El caballero que se dirigía a ella vestía esmoquin oscuro con las solapas de seda, el pelo un poco ondulado y gris en las sienes peinado hacia atrás y unos ojos color miel en los que brillaba un fuego elegante y salvaje que hacía juego con los leones del blasón heráldico del Orient Express.

—Se equivoca de dama. Yo no tengo collar de perlas.

—Entonces robaré uno para usted a Coco Chanel.

—¿No se lo ha robado ya? No me gustan los hombres que roban cosas.

—Alguna vez le robaré el corazón; eso sí le gustará.

—Es una buena frase. Seguro que no es suya.

—En realidad es de Valéry Larbaud, el hombre que se esconde tras los versos de Barnabooth —ella levantó la mirada lentamente. Él sonreía como un muchacho travieso. Ella, con una mal disimulada sorpresa, le invitó a sentarse en su mesa. Aquel duque italiano era algo más que un sinvergüenza con dinero. Era un seductor con clase.

"Los gritos roncos de la princesa de Oblivion podían oírse por encima del estruendo metálico de los raíles, pero nadie entró a molestarles. Todos sabían que no se trataba, precisamente, de un asesinato en el Orient Express"

Él no se sentó, sino que se inclinó sobre ella y la besó. No he dejado de mirarla desde que la vi llegar al muelle de Calais cargada con todos esos baúles de libros. Verla caminar por el estrecho pasillo o entrar en el vagón restaurante mecida por el traqueteo del tren sobre sus sandalias doradas de tacón, misteriosa y segura, como si llevara una daga escondida en la liga, es más de lo que puedo soportar. La voz dulce de aquel hombre, sin apenas acento, le impedía pensar con claridad; se puso de pie y él la tomó con fuerza por la cintura. La noche había vaciado el vagón restaurante; el único camarero que quedaba se acercó solícito. El duque le deslizó un billete enrollado en la palma de la mano. Está bien, James. Puede apagar las lámparas y cerrar al salir, gracias.

La luz de la luna iluminaba a fogonazos los paneles de caoba, llenando de luz blanca las botellas de licores. Él la tumbó con violencia sobre la mesa, levantándole el satén oscuro, tan suave como la piel clara de los muslos. Acercó su boca al sexo húmedo y movió la lengua acariciando el clítoris suavemente, tanteando con habilidad un territorio cada vez más entregado, más palpitante, más suyo. Cuando sintió que se le mojaba la cara con la humedad de ella, amplió el radio de acción hasta hundir la boca en el sexo, la lengua tensa completamente dentro de aquella mujer que se agitaba rítmica, en oleadas de placer. Luego le dio la vuelta. Aquel espectáculo de trasero terso y acogedor lo cegó de deseo. Le separó las piernas ligeramente flexionadas, de puntillas sobre la moqueta y clavó la carne moviéndose dentro con ferocidad. Envuelto por la suavidad mórbida, cálida, de aquella mujer, a punto estuvo de perder el control de la situación en un par de ocasiones, pero el deseo era mucho y no podía permitir que aquello acabara antes de tiempo. Los gritos roncos de la princesa de Oblivion podían oírse por encima del estruendo metálico de los raíles, pero nadie entró a molestarles. Todos sabían que no se trataba, precisamente, de un asesinato en el Orient Express.

"De la mano, desvestidos y besándose por el interminable pasillo, llegaron al wagon Audry, reservado exclusivamente para el Duque. Marqueterías lacadas, baño de mármol y divanes de pressed velvet"

Ella volvía el cuello, extasiada, buscando sus besos, mientras acompasaba el ritmo caliente con el de aquel hombre que penetraba en lo más profundo de su imaginación adivinando sus deseos más ocultos, fabricando nuevos deseos para ella. De repente sintió un vacío insoportable. Se volvió y lo encontró sonriendo, la chaqueta desabotonada, el pelo un poco revuelto, el nudo deshecho de la pajarita, tremendamente sexi, con aquellos ojos color miel que la estaban volviendo loca de amor.

—Vieni qua, principessa, andiamo fare l’amore.

—Me gustas, porque eres un caballero… pero no eres un caballero.

De la mano, desvestidos y besándose por el interminable pasillo, llegaron al wagon Audry, reservado exclusivamente para el Duque. Marqueterías lacadas, baño de mármol y divanes de pressed velvet. La desnudó con una lentitud exasperante, observando cada gesto, memorizando cada centímetro, besando aquella piel clara, arrebatándole el poco carmín que le quedaba para quitarse luego la ropa, enredándose en aquel cuerpo de hembra entregada, dulce, enamorada, toda la noche y las siguientes siete noches con sus tardes de siesta y algunos amaneceres de plomo, en los que se amaban con melancolía, sin palabras, contagiados por la luz sucia exterior, hasta que la campanilla del revisor avisaba del segundo turno de desayuno.

"Una historia deliciosa, querido Sir Maugham, que demuestra que la pasión se renueva"

La noche antes de llegar a Brindisi, ella abandonó aquel paraíso de madera, bronces, carne y saliva y regresó a su vagón. Él no la detuvo, no acudió a buscarla, no le hizo llegar ninguna nota con el revisor. La luz deslumbrante del Mediterráneo inundó de felicidad la llegada, y en mitad del ajetreo de arcones, baúles, bolsas, pasajeros y mozos, no lo vio llegar. Cuando estuvo a su altura, la abrazó con fuerza; con cariño.

—Arrivederci, principessa.

Luego desapareció entre la multitud. Algo pesaba de forma extraña en el bolsillo de su abrigo. Metió la mano enguantada y notó un frío singular. Allí estaba; aquel bellísimo collar de perlas robado a Coco Chanel.

***

El embajador de Ostende sonrió frente a su amigo, que volvía a encender la cazoleta de su pipa.

—Una historia deliciosa, querido Sir Maugham, que demuestra que la pasión se renueva; que nadie nunca es con certeza el último gran amor.

—En efecto, querido amigo. Como diría Chesterton, “la mejor forma de llegar a tiempo a un tren es perder el anterior”.

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