Al pueblo se vuelve para fabular una vida que no será. Tranquila, huérfana de preocupaciones, de días cundidos y noches a la fresca. Al pueblo se va con la sola tarea de esperar la llegada semanal del panadero, la furgo del carnicero y la de los titiriteros que alteran por fiestas el sesteo de los lugareños. Al pueblo uno va sabiendo que de allí salieron los padres porque se lo pidieron los abuelos, que cerró la fábrica de muebles, que ya no hay médico y que hay que labrarse un futuro lejos de los huertos. Hay que tener pueblo para saber de verdad que más que lo que tengo es lo que pierdo. Yo no lo tuve, y quizá por eso mitifico el ajeno. “Yo lo dejo todo y me vengo”. Y Edelmina, 96 años muy enteros, farfulla: “No duras ni un invierno, madrileño”. Urbanitas trashumantes, nos creemos que al pueblo estamos hechos. Y no, nada de eso. El pueblo escupe los cuerpos extraños, lo que le es ajeno, mientras acude fiel, respetuoso y resignado al tétrico recuento de los bancos vacíos de la iglesia, arriba donde la peña, que por irse se fue hasta el párroco. Ahora viene uno que salta en su carraca de valle en valle, temporero de los santos sacramentos.
«¿Ah, pero aquí tampoco hay médico? ¿Farmacia? ¿Y eso?». Eso es que eres idiota, pero no te contestan, se lo quedan para dentro, para contarlo en la plaza en cuanto devuelvas tus bártulos al maletero del coche último modelo. «En Salas, ahí tienes una, y para sacar dinero, en San Leonardo. La piscina nada, este año no abre, que la concesión la ha puesto el alcalde a precio ibicenco y nadie está para jugarse el sustento».
El pueblo mira que no vengan los de fuera a enmerdar el pinar con sus chorizos al infierno, que no acampen la caravana y dejen todo perdido. En el pueblo la genealogía marca el trato. Que no es lo mismo el nieto de los Anselmos que los Recuenco, que esos que aquí nunca tuvieron nada “de aquí no son, desde luego”.
Es cierto: los niños corretean tranquilos sin más miedo que el trompazo bicicletero, los chavales cazan ranas y, si se tercia, fuman canutos a la sombra de la higuera. Hay algo de furtivo en el pueblo, de primera experiencia, de magreos en las fiestas, de peleas a cara de perro con los pocos mozos que quedan, encerando el pilón para mandarte de un hostión al mismísimo carajo. Hay algo también épico, esas tradiciones orales que cuentan cómo Pedro, guapo a rabiar, de manos como vides y espalda de roble, rescató al becerro, perdido en esa nevada que casi sepultó el valle entero. Lo cuentan los cazadores, que tienen un bar donde solo entran ellos, que huelen a pólvora y saben de corzos, jabatos y lobos. Ahí cuelgan las cabezas que dan fe de ello. Ahí huele a puchero. Los de fuera van al otro, allí solo a olivas y risquetos. Ni de encargo queda ya recetario. ¿Para qué, si tenéis el merendero?
Y pasan los días que uno lee y mira con una sonrisa, que aún son las siete de la tarde y queda tiempo hasta dar por echada otra jornada al tiesto. Vendrán los tristes, esos que se suceden llenando maleteros, dando besos, «cuidado con la carretera y venga, salid ya, que está anocheciendo y los bichos se te cruzan, andaros con tiento».
Llega septiembre dejando todo en la salmuera de la memoria. “Edelmina, el próximo agosto volvemos, seguro que nos vemos”. “Ay, hijo, si llego a mañana…”.
El pueblo sirve más para soñarlo, para atesorar recuerdos. La España vacía ya solo queda para quejarnos de un mundo que sólo existe en los días de calor y festejo. El resto del tiempo, invierno.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: