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De recluidos a libres - Nicolás Melini - Zenda
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De recluidos a libres

El coronavirus está matando a un gran número de personas en todo el mundo. Aquí, en Madrid (ciudad más afectada de España por el momento), perecen en soledad famosos y personas desconocidas que pasan a engrosar el número estadístico. La cifra va en aumento, las urgencias de los hospitales se encuentran colapsadas y se ha...

Recluidos, ya sabemos del comportamiento heroico de quienes están en primera línea contra el virus, y, también, ya nos han ido alcanzando las noticias de las mezquindades, cobardías y estupideces de otros tantos. Cuando escribo esto se publica la información sobre el lamentable abandono de ancianos en residencias.

El coronavirus está matando a un gran número de personas en todo el mundo. Aquí, en Madrid (ciudad más afectada de España por el momento), perecen en soledad famosos y personas desconocidas que pasan a engrosar el número estadístico. La cifra va en aumento, las urgencias de los hospitales se encuentran colapsadas y se ha habilitado el Palacio de Hielo como morgue. Nuestra alarma es total y, sin embargo, tranquilamente en casa, uno aún puede preguntarse por qué, durante la denominada “gripe española”, hace un siglo, no reaccionamos igual, paralizando toda actividad en los países. Entonces, en España no fueron miles de muertos, sino un par de cientos de miles (y en el mundo, millones): Josep Pla, que llegó a pensar que se lo llevaba por delante, comentó en su El cuaderno gris “aquí han cerrado la universidad”, un dato que contrasta con el párrafo entero que hoy le llevaría consignar todo lo que hemos cerrado. Edvard Munch se autorretrató en Oslo después de padecerla, como resucitado, cosa que no pudieron hacer, desde luego, otros pintores coetáneos suyos, como Gustav Klimt y Egon Schiele, pues no lo pudieron contar.

"Esta pandemia ha sido un baño de vida, en el sentido de obligarnos a entrar en contacto con la posibilidad de morir, ese antagonismo indispensable para disfrutar de la vida"

Volviendo al presente, personalmente me he sentido algo más inquieto en alguna ocasión, fuera de España, ante la posibilidad de contraer la malaria. También es verdad que el covid-19 no nos zumba, como los mosquitos, en nuestros oídos, pero es que además las cifras de la malaria son de respetar —más que las de este virus—. En muchos países la gente convive a diario con la posibilidad de enfermar y morirse, y lo hace con una tranquilidad que nos pasmaría. Mi experiencia es que, emparentado con africanos, el teléfono suena cada poco debido a las peores noticias. En África la gente muere como moscas por las razones más absurdas y no se detienen las economías de sus países para dedicar todos los esfuerzos a resolver el problema. Se convive dramáticamente con ello, como probablemente se hacía en la España de tiempos de la gripe española. En las paredes de las habitaciones de las casas de Cansamance, a la altura de la cintura —allí donde alcanza el manotazo desde el sillón, el taburete o el colchón—, podemos observar una franja de medio metro de ancho producida por la sangre seca de los mosquitos aplastados a lo largo de unos meses. La amenaza es constante y normal. No se imaginan ustedes lo rápido que uno aprende y saca una pericia excepcional para aplastar mosquitos sin pestañear ni detener su actividad. Más bien, en España solemos encontrarnos muy poco amenazados. Hay pensadores que afirman que Occidente está escaso de realidad, falto de verdad. Y, ciertamente, esta pandemia ha sido un baño de vida, en el sentido de obligarnos a entrar en contacto con la posibilidad de morir, ese antagonismo indispensable para disfrutar de la vida. Los artistas solemos ser más conscientes de la presencia de la muerte, pero, en nuestras sociedades, últimamente, se diría que esta conciencia de los artistas estorba el espíritu de Jauja imperante, así que la tendencia es la de escoger cada vez artistas más ligeros e inconscientes.

Nos está resultando extraño el estado de alarma en el que vivimos estas semanas, por razones obvias y por otras que no lo son tanto. Hay cuestiones que parecen no casar del todo. Me inclino a pensar que estamos asistiendo y participando en algo nuevo y notable. El mundo se ha convertido en una aldea (ya saben) y no es lo mismo vivir en pequeñas sociedades que no se tienen a la vista que encontrarnos tan a la vista y a la mano las unas de las otras. Ahora el pueblo es muy grande, del tamaño del mundo entero. En 1918, I Guerra Mundial, los dirigentes norteamericanos enviaron a sus soldados enfermos, en barcos en los que morían por el camino, a infectar de gripe a toda Europa, para empezar, y al resto del mundo, para terminar, sin tener que plantearse asumir la menor responsabilidad por ello. Hoy esto sería impensable. Es de resaltar, por cierto, que este virus proviene de la ingesta de animales que nosotros no comeríamos y, sin embargo, no parece que se haya producido entre nosotros un movimiento de odio hacia el otro, ese ser de otra raza que come animales inmundos —por decirlo de un modo risible—: esto debe de ser porque, al fin, y aunque a algunos trogloditas les pese, ahora nos cuesta un poco más demonizar a los otros. Ya somos un poco ellos y ellos “nuestros”, aun con costumbres culinarias tan variadas.

Y en este contexto de aldea global —quiero pensar—, durante esta pandemia (que algunos expertos científicos señalan como sobrevalorada y alarmista, según he podido leer), los países desarrollados están tomando medidas que no se habían tomado nunca, tratando de preservar la vida de sus ciudadanos. No sería lo mismo unos cientos de miles de personas víctimas de la gripe española en la España de 1918 y 1919 que unos miles ahora. Así que me parece que la civilización, en este momento, podría estar planteándose nuevos estándares. Podría estar haciéndose una civilización mejor mediante la lucha contra un covid-19 que no es tan distinto a cualquiera de los coronavirus que hemos padecido en los últimos tiempos. Y, si así fuera, no sería de extrañar que otros nos tomen como ejemplo ante males suyos, como la malaria, que parecen cronificados a la espera de milagros científicos.

"El ser humano lucha contra el desorden, nos resistimos a la entropía cuando limpiamos el polvo en casa y cuando financiamos la sanidad pública"

Hay quien preferirá pensar mal, siempre habrá quien prefiera pensar mal (he leído sobre algunas de las teorías conspirativas que hay en circulación: el temor a la implantación de un nuevo totalitarismo, el peligro de una posible orquestación financiera ferozmente extractiva), pero ¿por qué no permitirnos pensar bien? La humanidad está siempre planteándose cómo erradicar los males que aquejan la salud de sus poblaciones, y, cada cierto tiempo, lo consigue. Lo que antes era asumible por inabordable, hoy es inasumible y se aborda. Quién sabe si lo próximo será que nos plantemos ante los fallecimientos por gripe estacional, o que nos tomemos realmente en serio, hasta el parón total, el hambre en el mundo (lean El hambre, de Martín Caparrós). Solemos pensar que, en las sociedades capitalistas, el capital es siempre lo primero, y, sin embargo, en este momento estamos primando la salud por delante del interés económico de países y grandes corporaciones. En España, los ricos hacen donaciones millonarias, las empresas del IBEX se ponen de acuerdo para aportar millones de euros, otras empresas paran sus producciones para fabricar lo necesario en los hospitales, el estado sacrifica la actividad económica, la suspende y trata de disponer recursos para que los ciudadanos padezcan lo menos posible por el parón laboral. ¡Hemos adoptado una actitud épica (y ética) integral contra el covid-19!

El ser humano lucha contra el desorden, nos resistimos a la entropía cuando limpiamos el polvo en casa y cuando financiamos la sanidad pública. Esa es una de nuestras principales batallas a lo largo de la historia. Es natural que el desorden se produzca y que nosotros tratemos de aplacarlo. No es tan descabellado pensar que podríamos encontrarnos en un punto de inflexión en nuestra lucha contra los males actuales de la humanidad. Es para sentirse orgullosos que, en este momento, ya no nos sirva resistir a este virus mediante medidas puntuales, que hayamos puesto en marcha lo que requiere del concurso y el sacrificio de todos. Qué gran paso. Parecería mentira que sacrifiquemos parte de las economías particulares y pongamos la economía común a disposición, para que el virus se propague lo menos posible y salvar vidas: qué ejemplo de valores a gran escala. Contra el mal concepto que solemos tener del ser humano en general (en contraste con el mejor concepto que solemos tener de nosotros mismos), la humanidad a la que pertenecemos está haciéndolo bien. Por ahora recluidos, nuestra lucha contra este desorden que se nos imponía, nuestra resistencia ante esta pandemia, nos hará ligeramente más libres.

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Nicolás Melini

Nicolás Melini (La Palma, 1969), es autor de una quincena de libros, entre los que se encuentran las novelas cortas El futbolista asesino, La sangre, la luz, el violoncelo y El estupor de los atlantes (esta última traducida al francés y al georgiano), libros de cuentos como Pulsión del amigo y Talón, y de poemas como Cuadros de Hopper y Los chinos. Ex programador de La noche de los libros y en la actualidad director del Festival Hispanoamericano de Escritores, reside entre La Palma y Madrid. @MeliniCoLaPalma

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