El lunes había caído una nevada apañaeta. Si Elche de la Sierra ya estaba bonico al natural, con nieve parecía una madreselva de copos. Las casas y la iglesia, aureoladas de blanco. El humo, jugando al escondite con las chimeneas del casco viejo. La montaña de la Cueva de la Encantá, la Peña de san Blas y el Ceño parecían encalaos por los ángeles. No había escuela ni teníamos que ir a la Asociación: podíamos pasarnos todo el día golismeando sin dar cuentas a nadie. Nos pegamos varias costalás con las placas de hielo bajando de Los Altos, por la ermita vieja, pero éramos jóvenes y sabíamos caer.
En el Acueducto de las Canales, en la Rambla Navas, que en el pueblo decían que era de antes de los romanos, por mucho que una placa pusiera 1917, nos encontramos al Aix. Aix era un sátiro, con patas y cuernos de macho cabrío, pero con tronco humano. Era guapísimo: con una cara que parecía un santo, de los romanos, unos ojos verdes que quitaban el sentío y unos rizos y caracolillos que le hacían parecer un querubín, golfo. Al Chache no le caía muy bien: llevaba la chorrina al aire y, cuando nos veía, se le alegraba y… ¡Madre del Amor Hermoso!
Aix quiso cubrirse con unas matas, pero el taparrabos le quedaba pequeño. Le presté unos pantalones de mi hermanico Juan. Aun así, se le marcaba el paquete. Como pa no marcarse.
La mayoría de las criaturas de su mundo se habían refugiado con el Viejo en las entrañas de la Peña de san Blas o con la Dama, en el corazón del Ceño. Algunos díscolos como él preferían quedarse a la intemperie por si pillaban alguna zagaleta dispuesta. Le encantaba el trato con los humanos, aunque lo tenían prohibido. Sin pensármelo, lo invité a nuestra peña para las fiestas de San Blas, ese fin de semana. Le pedí que viniera vestido y con un gorro para tapar sus cuernos. Se armaría la de Cristo es monaguillo si las zagaluchas lo vieran enchorrinao y lo compararan con sus novietes.
El Chache y yo nos fuimos a comer a casa de su abuela: ella y la del Nino iban a hacer migas y un caldo valiente, de los que picaban como Dios manda. La abuela del Chache tenía mano con las migas. La del Nino hacía un caldo valiente con sus cebollas, tomate, patatas, pedazos de magra y tocinete, con un buen manojo de pimientos picantes, que llamaba a matar el picor con cuchará de migas y tiento al porrón de vino de Peñarrubia. Para hacer la digestión: café de olla y aguardiente de orujo. Las abuelas sabían disfrutar con cuatro cosuchas. Al Chache y a mí nos querían a rabiar.
Al olor de las migas acudió el Nino, que acababa de despertarse: los fines de semana ayudaba a sus padres en el bar, pero el domingo por la noche enganchaba la juerga y no la soltaba hasta el martes. Venía preocupao porque tenía la lengua verde. El Chache y yo nos miramos: el Nino dormía en casa de su abuela. Todas las mañanas venían a llamarlo para ir al instituto el Goli y el Pérez. Siempre lo pillaban durmiendo. Mientras uno subía a despertarlo, el otro le preparaba la leche con el Cola-Cao. Un día al Goli se le ocurrió añadirle a la leche unos polvos de Vim Clorex. El Nino se lo tomó sin chistar y estuvo tan pancho todo el día, sin vomitar ni irse de vareta. Así que sus “amigos” siguieron echándole Vim al Cola-Cao.
Como mucho, el Vim le había puesto la lengua verde. Su abuela le preparó un agua con limón para limpiar la tripa, pero él se apuntó a las migas. Se comió dos platos y casi nos deja sin caldo.
Lo acompañamos al Cine de las Monjas. Esa tarde proyectaban una de Tarzán para sacar perras para las Misiones. Me extrañó que el Nino quisiera ir. Decía que era para críos. El Chache y yo sí que íbamos, aunque éramos mayores que él: nos encantaban las películas de aventuras que ponían. No parábamos de silbar y patear cuando la monja tapaba el proyector cada vez que alguien se daba un morreo.
El Nino nos explicó que esa monja se había puesto mala. Que el Goli se enteró en el horno y dijo que su amigo Cachorro, que había venío de Mallorca, había llevao el proyector de su cuartel cuando hizo la mili y que sabía de cine. Que se ofreció a hacerse cargo entre los dos. Conociendo al Goli, algo gordo iba a pasar.
Subimos a la cabina a saludar a Cachorro. Había tenido que emigrar para ganarse las habichuelas con el taxi, pero echaba de menos el pueblo. Todos los años venía por san Blas, cuando menos faena había en Palma, para ver a su madre y llenarse el alma de Elche.
Estaban atareados con el rollo de las películas, cortando y pegando fotogramas. Los dejamos estar y bajamos a nuestros asientos. El Nino se quedó con ellos. Malo, María.
La cosa iba normal: el Chache se levantaba y soltaba el grito de Tarzán, dándose puñetazos en el pecho, cuando aquél lo hacía, o se ponía a reír a todo pulmón, con esa risa suya tan parecía a un rebuzno, cada vez que la Chita hacía alguna gracieta. Todos lo conocían y nadie se escandalizaba. A lo mucho, se reían con él.
De repente llegó una escena en la que se veía que Tarzán le iba a dar un morreo a la Jane. Estábamos preparados para ponernos a silbar si Cachorro tapaba el foco, pero nos quedamos pasmaos: la imagen dio como un salto y Jane se convirtió en la Chita, a la que Tarzán morreaba sin que nadie tapara la escena. La zagalería estalló en carcajadas, risas que se multiplicaron cuando la película dejó se ser en blanco y negro y se volvió en color, apareciendo la Emmanuelle 2, la Antivirgen, enseñando las mamellas. El acabose. Los chiquilletes pateaban y aplaudían entre silbidos, mientras que alguna pavisosa se persignaba. Las monjas subieron esflechás a la cabina. El Goli y sus amigos ya se habían escapao. Tuvieron que traer a don Grabiel con el hisopo para que bendijera de nuevo el cine.
El jueves la Pili de Ernesto, nuestra señorita en la Asociación, nos llevó a los hornos para que ayudáramos amasando los panes que el ayuntamiento iba a repartir casa por casa en san Blas, después de que el cura los hubiera bendecido. Íbamos a ayudar en el reparto. Papa tenía un burrete precioso en el corral, para ir al huerto que teníamos cerca del Castillo de los Moros o a sus viñas y almendros de Peralta. Le iba a poner las alforjas y las íbamos a llenar de rollos para repartirlas por tó el pueblo. Estábamos ilusionaos. Los hornos olían a gloria bendita. Aparte de los dulces de toda la vida, amasaban candelarias y rollos de san Blas dulces. Para estas fiestas de invierno era costumbre comerlos mojados en chocolate. Muchos «forasteros», que habían tenío que emigrar, volvían estos días y se los llevaban a sus ciudades. Mama siempre les mandaba a mis hermanicos a Benidorm y Muchamiel cajas con candelarias, rollos y salchichones. Se les saltaban las lágrimas cuando los comían.
El viernes los de la peña del Biberón habíamos quedao para tomar el aperitivo. Se nos unió mi hermanico Juan. Era el mediano. Se había ido a Benidorm a trabajar en la construcción, pero se juntó con malas compañías y se enganchó a la droga. Nos dio muchos disgustos hasta que Mama consiguió traerlo a La Longuera, un cortijo que había al lado del río, bajando al puente de Gallego. Un sitio que parecía el paraíso. Allí se instaló una comuna de jipis, que en una de sus casas ayudaba a los drogadictos a desengancharse. En otras vivían unos que empezaron a hacer pan ecológico y a cultivar arroz de forma natural también. Tenía mucha demanda en los mercados de la zona. Se estaban planteando hacer una nave en Villares y venderse por toa España.
El caso es que mi Juan consiguió curarse. No quería volver a Benidorm y le pidió a Papa que le dejara vivir en la casa de la abuela, en Los Cuartos de Peñarrubia. Allí consiguió trabajo haciendo esencias de romero, espliego o tomillo en las calderas que había por el lavadero. Era feliz tomándose sus vinos en la taberna de Braulio o en la de Rogelio.
Al aperitivo también se unieron la María Ester, que había venío de Barcelona, y su prima Paula. La Ester se había traído a dos hermanas que eran mergas: la Núria y la Mercé. Tenían cara de estreñías y nos miraban a los del pueblo por encima del hombro. Cuando la Rocío nos preparó esos platos de rabo, oreja, mollejas y capellanes que tan divinamente cocinaba, se pidieron una pechuga a la plancha y nos miraban con asco. A la cerveza y al clarete sí que les daban, las jodías. En el Jony se animaron a mojar pan en la fuente de patatas fritas con huevos y pimientos secos. Volvieron a torcer el morro cuando nos pusieron un plato con guarreta, panceta, morcillas y lomo de orza.
No sé cómo salió la conversación sobre un puesto de bragas que habían visto en el mercado. La Ester y la Paula las habían llevado pa enseñarle algo bonico y ellas no paraban de criticar las bragas tan horteras que vendían aquí. Yo, que estaba ya algo caliente, les solté que esas bragas sobaqueras, que valían también de faja, eran una modernidad para nosotras: hasta ahora llevábamos bragas de esparto. Cuando los novios nos querían meter mano, tenían que abrirse camino con la navaja que todos tenían en el bolsillo. Los de la peña sacaron la navaja para corroborarlo.
El Felipe, con toa la pachorra y su cara seria, dijo que los mayores llevaban calzoncillos de hojalata y que aún había algún joven que lo hacía. Su Mari Carmen le siguió la corriente: las muchachetas que querían marcha llevaban un abrelatas en el bolso. Algunos padres las registraban para quitárselo. Creo que eso no se lo creyeron.
El sábado a las 9 estábamos ya en el local del Biberón. El Sastre encendía la plancha para que fuéramos almorzando, mientras que Ernesto preparaba un buen fuego. Al punto se presentó el Aix, con la ropa de mi Juan y un gorro de lana con un pompón que al Chache le había bordao su abuela. Traía consigo dos pellejos de cabra llenos del mejor vino que jamás habíamos catao. Me dijo al oído que lo habían cosechao sus colegas sátiros y su dios san Baco de una viña que tenían por el Almazarán, río arriba, lejos de los ojos de los humanos. San Baco había plantao las viñas de unos esquejes que se trajo de más allá de Grecia. Se ganó en un tris a tós los de la peña.
Tocaba comer ajopringue, que iban a preparar el Goli y su hermanico Miguel, siguiendo la receta de su abuela Cesárea. Antes habían apartado varios panes de a kilo y los habían dejao varios días en una bolsa de tela. Sacaron las navajas, que ellos mismos se habían hecho con el mango de cuernos de muflón, y les quitaron a los panes la corteza de arriba. Entre todos remolimos la miga con las manos, frotando bien, y la dejamos en una fuente, bien espiscá. Los hermanicos iban friendo en una sartén con trébedes sobre las brasas, con aceite de la almazara del pueblo, piazos de papada, tocino, magra y entresijos. Cuanta más pringue soltasen, mejor. Conforme iban estando fritos, los apartábamos en un barreño. Por último, frieron el hígado.
Una vez frito todo, empezamos a meter el hígado en el arte de moler. Aix se hizo cargo de darle a la manivela y no dejó que nadie lo sustituyera, a pesar de lo cansino que era. Íbamos a comer unos 30 y teníamos que preparar una buena sartená.
En esto llegaron la Ester y la Paula con las catalanas. Torcieron el morro al ver las ristras de carne picada que salía del molinillo y la capa de pringue que nadaba en la sartén. Nos preguntaron si pensábamos comernos ese sebo, que eso era un chute de colesterol en vena. Ernesto las calló sirviéndoles un montadito con unos lomos que había preparao en la brasa para el almuerzo, después de habernos desayunado con los bocadillos de panceta y guarreta. Fue catar el vino del Aix y a las estreñías se les iluminó la cara. No sé. Papa siempre citaba un verso de un tal Neruda que le enseñó don José: El vino mueve la primavera, crece como una planta la alegría. Caen muros, peñascos, se cierran los abismos, nace el canto… Eso es lo que pasaba con el vino que había bendecido san Baco: hacía brotar la primavera en ti, a pesar de la rasca que hacía fuera. Inflamaba el canto y los sentíos. Uf… El Aix estaba para mojar pan y dejarse los dedos en los huesos. Menos mal que el Chache no se daba cuenta de los ojos que le echaba: se hubiera puesto a mugir.
Aparecieron el Largo y la Esmeralda. Ellos también habían tenío que emigrar a Valencia para ganarse el jornal, pero en cuanto podían volvían al nido. Esa tarde se corría la Vuelta a la Peña de san Blas, una carrera campestre, que estaba cogiendo mucha fama por lo dura que era y por los paisajes tan bonicos que atravesaba. El Largo se había apuntao a un club de corredores del pueblo, los Brinkacequias, y le daba ahora por correr maratones. Tenía buenas piernas y corría como un galgo. Quería correr esa tarde y por eso no podía hartarse como el resto: se había traído una tartera con macarrones sin salsa.
Cuando ya estuvo espiscá toa la carne, los Golis echaron el pan molío al aceite para que se fuera dorando un poco. Le añadieron pimentón y, poco después, toda la carne triturá. Agua tibia, unos buenos puñaos de pimentón, pimienta, clavo, canela y sal y a remover hasta que se pierda el agua y suba la pringue. Un poco antes le echaron piñones y unos ajos, que el Aix había machacao en el mortero hasta dejarlos pulpa. Removieron tó hasta que parecía un foigrás con tropezones. Gloria bendita.
Acudieron a comer mis padres, el Francisquete de la Herminia y la Dolores de la Cesárea, los padres de los Golis. Nos pusimos moraos. El Largo no paraba de despotricar con que no le íbamos a dejar catar el ajopringue. La Mercé mojó al principio una corteza de pan con repelús. En cuanto lo cató, empezó a meter barcos en él y casi nos deja a los demás sin ná. La Núria seguía con su cara de cardo borriquero y no lo cató. Aún así, todavía sobró media sartén, después de que algunos se llevaron tarteras a sus casas. El pobre Cachorro se puso a llorar de emoción: había soñado tantas veces allí en Palma con este plato, que era tan trabajoso de hacer, con la faena que tenía.
El Nino no paraba de dar la matraca con que seguía con la lengua verde y le hacía muecas guarras a las catalanas. El Goli y el Pérez le preguntaron con toa su jeta si había ido al médico. Ni don Fernando ni don Francisco daban con la tecla. El Pérez le dijo que mojara un cepillo de dientes en lejía y se frotara la lengua con él.
Mama y la Dolores habían estado toda la mañana haciendo para el postre flores y hojuelas fritas. Divinas de la muerte. Las catalanas sí que se pusieron morás con ellas y con los orujos y el zurracapote que Francisquete y Papa habían traído de su cosecha. Por cierto, los dos se pusieron medio chispaetes con el vino del Aix: no pararon de alabarlo y le encargaron unas cuantas arrobas. Se fueron a echar la siesta más felices que perdices.
En un periquete recogimos, lavamos la vajilla y fregamos el suelo para dejarlo a punto para el baile y los cubatas. Mientras se secaba, nos fuimos a animar a los corredores. Al Chache, que se había hinchao, le dio por apuntarse a la carrera. Yo ni le dije ná: sabía lo cabezón que era. El año pasao para el desfile de las fiestas de septiembre los de la peña nos habíamos disfrazao de bailarines de ballet. El Chache subió corriendo a mi casa a por mi traje, y con él que me apareció: iba a correr vestido de prima ballerina.
Al ver el gentío que había, Aix se quitó la camiseta y se pidió un dorsal: también quería correr. Ganó la carrera el muy cabrito (nunca mejor dicho). Le sacó casi cinco minutos al resto, a pesar de que corrían unos moretes que eran profesionales y en el pueblo había buena cantera. Al Chache lo tuvieron que traer la Ana Gema y el Viñas en la ambulancia de la Cruz Roja. Al subir la cuesta de Puerto López, le dio tal flato que se tuvo que tumbar.
Mientras él iba a ducharse, a mí me dio un pronto de esos que me dan aquí dentro y que no tienen explicación. El Aix se había aseado en la Balsa del Pilar, sin quitarse el ridículo gorro con el pompón. Con tó y con eso, estaba divino. Parecía un galán de cine.
El Chache y yo éramos amigos con derecho a roce. Algunos revolcones nos habíamos dado. Tontos no éramos, aunque yo tuviera síndrome de Down y él fuera algo retrasaete (pa las cosas que le interesaban: para otras era más listo que el hambre). Los dos teníamos ya 23 años, y al igual que tó quisque teníamos fuego ahí abajo. El Chache decía que éramos novios, pero yo quería seguir libre como la Pippi Calzaslargas.
Mama no me había explicao ná de “eso”. Ni creo que ella supiera mucho, la probe. Habían sío la María Ester y la Pili las que me habían dejao unas fichas que venían con el Pronto sobre educación sexual. Ya habían respondío a mis preguntas sobre el “tema”. Yo no podía ir a las farmacias del pueblo a por condones porque tós me conocían y hubieran ido con el cuento a Mama. Por eso era la Ester la que me los traía. O la Mari Carmen, que tenía familia en Hellín y en las farmacias de allí no la conocían. También me habló de que había unas pastillas para no quedarse preñá, pero te las tenía que mandar el médico. Ya me veía yo yendo a don Fernando, que se tomaba cervezas con Papa, pa que me recetara.
Mis padres y mucha más gente pensaban que porque yo tenía el Down y el Chache era algo alelao nos teníamos que quedar para vestir santos. Como si no me picara el chichi. Como si el Chache no se pusiera verraco. Nos íbamos a quedar los dos sin estrenar: por aquí se va a Madrid y por allí a Valladolid.
Esa tarde, cuando vi al Aix, con su pecho al aire, sus pezoncicos de punta, sus ojos verdes como el trigo verde, como cantaba doña Concha, me se despertó un volcán. Lo cogí de la mano y me lo llevé a un piso que tenían mis hermanos en el Paseo para cuando venían de vacaciones. Estaba vacío. Yo tenía las llaves, porque iba a cuidarlo de vez en cuando. Y ya que iba, si caía algún revolcón, alegría pal cuerpo, que es igual de buena que el agua pa los campos.
Aix se dejó llevar, pero ya en la casa tomó la iniciativa. En sus ojos había lava, pero también ternura. Hacerlo con él fue un canto a la vida. Me hizo subir a la luna, ver las estrellas y no le vi las enaguas a la Virgen cuando estaba cambiándole los pañales al Niño porque me dio vergüenza y cerré los ojos. ¡La Virgen del Pompillo: cómo se manejaba el fauno! ¡Qué buen agarre tenía en sus cuernos!
Volvimos a la peña. Mis colegas estaban ya algunos ciegos con los cubatas. El Chache, demostrado, se ponía ovejo con el tercer gintonic. El Goli, que lo conocía mejor que yo, se había inventao una copa especial para él, el calichai: mezcla de Coca-Cola o tónica con uno de esos licores sin alcohol. Le decía que eso tenía más alcohol que la ginebra o el ron y el pavo se los bebía a cántaros. Hasta decía el tonto que se ponía más chispao que con las otras bebidas.
Al verme llegar me abrazó y me sacó a bailar. Le pedí al Chispa, que estaba de pinchadiscos, que me pusiera a Irene Cara y su «Fame». Mama y yo no nos perdíamos ningún capítulo de la serie, mientras Papa y el Chache roncaban en el sofá. Me convertí en la reina de la pista.
El Chache se pidió el «Thriller» de Michael Jackson. Se había inventao una coreografía muy graciosa. La verdad es que lo bailaba muy bien. El Aix lo observó, se quitó el gorro, se dejó los cuernos al aire y se puso a bailar con él. Lo hicieron genial. El Chache con el traje de bailarina con su tul y el Aix con los cuernos y el pecho al viento…
Mis amigos estaban ya tan chispaos que nadie se extrañó de los cuernos del sátiro. Creían que era un disfraz y alababan lo bien pegados que estaban. El Nino seguía enseñándole su lengua verde a quien se le pusiera por delante.
En un momento dado la Mercé, que no había parado de mirar los pectorales del Aix, desapareció con él. Cuando volvieron no le quedaba nada de su cara de acelga. Su merga, la Núria, que hasta entonces estaba en un rincón con el morro puesto, se llevó también al fauno a “dar una vuelta”. Al volver, era como si fuera otra: no se le borró la sonrisa en dos días. Se comió tres platos de ajopringue, dos montaditos de guarreta y tres de panceta. En un aparte me dijo que dónde podía comprarse bragas de esparto: era ya una del pueblo.
De allí a poco empezaron a nacer chiquilletes con los ojos verdes y el pelete rizao. Se ve que la fama del Aix se corrió como la pólvora y más de una se escapaba al estrecho que hay por el acueducto de Las Canales a darse una alegría.
Mi segundo, el Blas, y mi cuarta, la Paula, tenían los ojos como el trigo verde y unos caracolillos que daban gloria. Los otros dos eran clavaos a su padre, con esos ojos de buey marrones con los que tanto cariño me miraba mi Chache. El mismo con el que yo lo quería, a pesar de los cuernos del Aix. Que es que eran mucho cuernos.
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