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De piratas, navegantes y rugbiers - Zenda
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De piratas, navegantes y rugbiers

En cierta ocasión, con el levante entablado durante días en proa, fuimos a refugiarnos a un destartalado puerto mediterráneo. Nos abarloamos en el pantalán de bienvenida junto a otro velero gobernado por una pareja de holandeses que me parecieron entrañablemente mayores. Ahora sospecho que coquetearían con los 50, edad que ronda un servidor mientras escribe...

El tambucho de estribor estaba lleno de cachivaches y utensilios de cocina convenientemente entrelazados para que no salieran volando cuando el barco se acostaba para escorar y dividir las olas con elegante consistencia. Aquel Northwind de 40 pies, barco diseñado por Angus Primrose echado al agua en marzo del 73 (el mismo mes en que nací),  ceñía como los ángeles. Puro rock’n’roll. Por contra, encima del tambucho de babor se apiñaban dos docenas de libros junto a un viejo sextante. Las Memoires Du Large de Eric Tabarly, A world own my own’de Sir Robert Knox-Johnston, The Story of Sir Peter Blake… Pero a mí el que siempre me llamó la atención fue aquel viejo ejemplar con una foto descolorida de un tipo barbudo mirando al horizonte ante un mar imponente. Supongo que la indiscreta sobrecubierta amarilla elegida por la editorial francesa Arthaud, tenía la culpa. La Longue Route, de Bernard Moitissier. Y un par de libros más allá, quizás alguno de Julio Verne o posiblemente junto a ‘La isla del tesoro’, aparecía otra versión del mismo en español. El largo viaje, publicada en 1971 por la editorial Juventud. Recuerdo perfectamente el tacto de aquel tomo con los bordes devorados por el tiempo. Y su olor indescifrable mezcla de celulosa, humedad y salitre.

En cierta ocasión, con el levante entablado durante días en proa, fuimos a refugiarnos a un destartalado puerto mediterráneo. Nos abarloamos en el pantalán de bienvenida junto a otro velero gobernado por una pareja de holandeses que me parecieron entrañablemente mayores. Ahora sospecho que coquetearían con los 50, edad que ronda un servidor mientras escribe esto. El asunto es que comenzamos la rutina habitual al llegar a puerto. Mi padre se acercó a la torre de control a realizar los trámites logísticos de rigor mientras mi madre y mis hermanas aprovechaban para darse una reponedora ducha. Los niños procedimos a endulzar la cubierta y la lustrosa teca que tanto nos costó resucitar tras comprarle el barco a un inglés que me pareció que podía ser el mismísimo Moitisser. Después rematamos la maniobra con un par de cubazos de agua salada y nos pusimos a frotar con ahínco tratando de sacar aquel color mostaza a la cubierta del «Cinnabar», que es como se llamaba el velero.

"A mí me llamó la atención un libro con la portada verde y las letras plateadas: Great rugby player"

Finalizada la tarea, y ya con el resto de la tripulación convenientemente aseada, mis hermanos y yo acudimos a hacer lo propio. Sin embargo, en aquel angosto puerto, en el que se adivinaban decenas de emboscadas piratas en tiempos pasados, la ducha tenía una pequeña sala de estar previa al vestuario. Un pequeño habitáculo con dos sillones de mimbre quejumbrosos que chirriaban cada vez que alguien se recogía en ellos. Y a su lado había una improvisada estantería atiborrada de libros sobre los que se podía leer un cartel en varios idiomas: «Biblioteca viva, intercambio de libros. Coge uno y deja otro». No pude evitar quedar atrapado por aquel montón de libros polvorientos de cuarta mano entre los que había de todo. Desde obras de Alberto Vázquez-Figueroa a manuales de navegación en francés o descoloridas revistas del corazón inglesas. No faltaban clásicos marineros como Mody Dick o las aventuras juveniles de Los cinco. Pero a mí me llamó la atención un libro con la portada verde y las letras plateadas: Great rugby player. Al abrirlo descubrí una dedicatoria que disparó mi imaginación: «Norman from Kevin. Christmas 1981». Escrito con tinta roja encima de una silueta del zaguero galés JPR Williams corriendo con la pelota. El libro, de David Norrie, me descubrió medio centenar de personajes que automáticamente pasaron a engrosar mi lista de mitos junto a Moitissier, Tabarly o Knox-Johnston. Gente como Gordon Brown, Willie John McBride, Jo Maso, Barry John, Mike Gibson. No me importaba no comprender la mitad de lo que ponía. Lo guardé bajo mi toalla y al llegar al barco le pedí a mi padre un libro para cumplir lealmente el intercambio. No recuerdo cual me entregó, pero acudí raudo a completar el anónimo trueque.

Crecí fabulando con aquel libro. Soñaba con circunnavegar el mundo y liderar épicas victorias en los campos de rugby. Pero la realidad es más prosaica. La jodida crisis obligó a vender aquel exquisito barco en el que pasamos tan buenos veranos y tan recios inviernos. En el que nos criamos sin videoconsolas ni televisión. Mientras que una fractura de fémur en Irlanda frenó mi inopinada carrera de rugbier sin ni siquiera haberla iniciado. Pero el mar te enseña a ser tenaz y a esperar tu oportunidad. A perderle el miedo a las cosas sin perderle el respeto.

Hace siete años surgió la posibilidad de viajar a Escocia a ver un partido de rugby de los All Blacks, la ceremoniosa selección de Nueva Zelanda. Ocurrió que alguien propuso jugar el día antes contra un equipo de veteranos escoceses, clara artimaña para celebrar un espirituoso tercer tiempo en tierras caledonias. Y allí que nos animamos. De aquellos lodos, estos barros. A la vuelta, varios de los amigos con los que compartí golpes y cervezas en Edimburgo echaron a andar un equipo y me alisté entusiasmado para vivir lo que la aparatosa silla de ruedas y aquella inoportuna fractura de fémur me habían hurtado en mi juventud. Y es a día de hoy que sigo, con la inconsciencia de un veinteañero y los achaques de un cuarentañero, persiguiendo chavales por los campos. Y no descartó que sea imbuido por el espíritu del misterioso libro que descubrí en aquel recóndito puerto mediterráneo.

"Tenía clara la idea: dibujar un atlas de rugby paseando por la historia oval y saltando de país en país a base de historias que funcionasen de forma independiente pero ofreciesen un resultado final orgánico"

Hace algo más de 30 meses la editorial Libros del KO, con quienes mantengo relación por amigos comunes como Nacho Carretero o Carlos Marañón, me propusieron escribir un libro de rugby. Acepté no sin antes darme cierta importancia al pedir un tiempo para pensarlo, periodo que en realidad escondía un entusiasmo desbordado que necesitaba domesticar. Solo puse una condición: se publicaría en septiembre de 2019, días antes del inicio del Mundial. Detrás de este tactiscimo aparecía mi necesidad de cocinarlo a fuego lento. Tenía clara la idea: dibujar un atlas de rugby paseando por la historia oval y saltando de país en país a base de historias que funcionasen de forma independiente pero ofreciesen un resultado final orgánico. Me interesaba huir de la endogamia rugbera sin perder el ‘savoir faire’ que les rodea y aportar un punto didáctico que resolví con un glosario final para disipar dudas. Quería, además, que la gente de rugby lo sintiera como suyo al tiempo que los neófitos lo digirieran sin atragantarse por un esnobismo pedante e innecesario. Y a todo eso le añadí una fórmula arriesgada pero atractiva para mí en mi rol de escritor: salpimentar el libro con fragmentos de un partido contados en primera persona buscando la implicación del lector. Lo que ahora llaman en televisión un Inside. Pero en versión escrita.

Solo me faltaba convencer a un buen amigo para prologarme el libro: Michael Robinson. Quedé con él a tomar una cerveza y le explique la idea. Y entonces me respondió desafiante: “Solo aceptaré si me gusta el título”. Se lo enseñé, sonrió y me respondió: “Eres un cabrón muy listo”. (No explicaré el título para no hacer spoiler). Y el libro ya no tuvo marcha atrás. Después me contó: “Estoy empezando a jugar el partido más difícil de mi vida: contra el cáncer”. Una cervezas más tarde le despedí en un taxi sintiéndome la persona más frívola del mundo. “Uno no sabe nunca dónde te espera agazapada la vida para golpearte”, me dijo. La vida no sé, pero a mí el rugby me esperaba en una destartalada estantería de un puerto del que nunca recordé el nombre por más que lo he intentado. En forma de libro que costó a su primer propietario 6 libras y media. Hoy ese libro, editado en 1980 por The Hamlyn Publishing Group, descansa en mi librería no lejos de El Largo viaje de Moitissier, el cual rescaté el día que vaciamos el barco y nos despedimos de él con una dignidad estoica regada de abundantes y silenciosas lágrimas. La vela, sin yo saberlo, daba paso al rugby. Y con ello a ‘Con fina desobediencia’.

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Autor: Fermín de la Calle. Título: Con fina desobediencia. Editorial: Libros del K.O. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Fermín de la Calle

Fermín (La Línea, 1973) soñaba con ser Bernard Moitessier o alguno de los navegantes protagonistas de los libros que atiborraban el velero en el que pasó su adolescencia junto a sus cuatro hermanos. Pero se mareaba. Y en reencarnarse en JPR, el legendario rugbier de la Gales de los 70. Pero se partió el fémur. Así que eligió un atajo: el periodismo. Lleva 25 años escribiendo de rugby en medios como AS, Eurosport, El Confidencial, Revista 22, JotDown, Esquire... Comentarista en Canal + y Eurosport, aún se le puede encontrar en los campos placando rivales que podían ser sus hijos. Sospechamos que lo hace por el tercer tiempo. Es fino como JPR, desobediente como Moitessier y le encanta el contacto. En el rugby. Y en el periodismo. @FermindelaCalle

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