La semilla la enterré con mis propias manos el mismo día que decidí prescindir de los servicios de Armando Lopategui, «Carapocha». Recuerdo que me ensucié las uñas de los dedos tratando de hacer un agujero profundo.
Era por mi bien. Por su bien.
Corría el año 2014 cuando me percaté de que el ruso de la cara picada de viruela me estaba condicionando la trama de Dies irae y, por consiguiente, condenando la futura de Consummatum est. Tenía que hacer algo, y algo hice. Su nacimiento como personaje ya fue accidentado. Avanzaba yo viento en popa en el argumento de Memento mori cuando escuché la voz de mi secador que me decía: «Al final todo se va a reducir al clásico enfrentamiento entre el bien y el mal». Tenía razón. Siempre la tiene. Como corriente fluvial que es la creatividad, la historia por la que navegaban Ramiro Sancho y Augusto Ledesma tenía todos los visos de comportarse conforme le dictaba su naturaleza: naciendo con fuerza de algún manantial para ir descendiendo lentamente hasta morir en cualquier delta. Fue la necesidad de evitar esos tan manidos meandros lo que me forzó a incluir un dique que provocara el desbordamiento de la trama. Subir en esa balsa a un nuevo tripulante que pudiera remar con libertad en los rápidos que separan y al mismo tiempo funden y confunden las aguas de la maldad y de la bondad. Alguien que no estuviera en ningún lado y estuviera en los dos; alguien convencido de que el único lado bueno es donde él está. Alguien que afirme que «Todo lo mejor es lo peor cuando uno no sabe de qué lado está. Todo lo peor es lo mejor cuando a uno deja de importarle de qué lado está».
Ese era Armando Lopategui.
Ese fue Viktor Lavrov.
Ese será Carapocha.
Menudo cabrón.
Pero regresemos al origen, a la semilla de una planta de nombre Compromiso. Compromiso germinó y creció, pero no conseguía florecer por un motivo de peso: la falta de oficio de su calvo cuidador. Porque, para conseguir que Compromiso se desarrollara como merecía, necesitaba arraigar en un terreno fértil y, habida cuenta del histórico vital del personaje, ese no podía ser otro que el Berlín de los años ochenta. Pero, hete aquí el problema, no me encontraba yo en disposición de recrear una atmósfera que no había respirado, de pintar unos colores que no había visto, de describir sabores y olores que nunca había paladeado ni olfateado. Necesitaba más tiempo, más experiencia, más seguridad en mí mismo antes de enfrentarme a esa tarea con honestidad. Seis novelas más tarde intuí que el momento de intentarlo había llegado y, mejor o peor, Compromiso floreció. Dos novelas fueron sus frutos. Dos historias independientes cuyo trasfondo no es otro que explicar cómo alguien puede caer en la obsesión de descifrar el funcionamiento de la mente criminal hasta tal punto que no le importe qué caminos recorrer para alcanzar esa meta. Senderos pedregosos o peligrosos atajos, autopistas libres de peaje moral, vías éticamente sin asfaltar. Todo vale, porque vale todo lo que avance en ese sentido. El propósito es encomiable: enfrentarse cara a cara con el mal. Y pocos como Armando Lopategui saben reconocer sus rasgos y sostenerle la mirada, pero menos aún son los que asumen que la maldad va siempre un par de pasos por delante. Ese es, precisamente, el motivo por el que no duda en utilizar sus mismas armas, para combatirlo en igualdad de condiciones; por eso no duda en tomar decisiones que van en contra de lo establecido.
Por eso Carapocha es como es. Por eso hay lectores que lo aborrecen y otros que lo adoran, pero muy pocos son a quienes les resulta indiferente. Por eso, a día de hoy, con diez novelas a la espalda y dos audiolibros, si tuviera que elegir uno de mis hijos de papel me quedaría con Armando Lopategui. Es ese colega tarado a quien siempre puedes recurrir pero nunca recurres. Demasiado intenso, absorbente y manipulador, ofensivo hasta la afrenta, incisivo en lo emocional, agreste en lo racional. Un encanto de los que encantan serpientes, de los que te envenenan el alma. Ese es Armando Lopategui, Carapocha, y por eso lo adoro y lo aborrezco, por eso me cuesta tanto desprenderme de él y lo necesito lejos. Por eso con Todo lo peor se cierra un ciclo y será francamente improbable que vuelva a meterme en su piel. El siguiente, confío, será un buen actor, pero eso será cuando sea.
Entretanto, estimada lectora o lector, disfruten de esta su última desventura.
Hasta pronto.
Booktrailer de Todo lo peor
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Autor: César Pérez Gellida. Título: Todo lo peor. Editorial: SUMA. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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