Sobre la hispanidad
¿De qué hablamos cuando hablamos de hispanidad? El término nació en el siglo XVI para designar al conjunto de pueblos que iban quedando bajo el dominio del trono español y se resignificó cuando Unamuno, a principios del XX, comenzó a emplearlo para referirse no a las distintas partes de un mismo todo imperial, sino a aquellas comunidades donde se compartía el uso del idioma español. Es llamativo que esta nueva acepción se acuñara unas décadas después de que, en 1892, se decretara el 12 de octubre como fiesta nacional, señalando esa fecha como Día de la Hispanidad por cuanto se trataba del momento en que Cristóbal Colón había descubierto sin saberlo un nuevo mundo al otro lado del Atlántico. Resulta también curioso —o no tanto, si se piensa— que la ley que daba curso oficial a esa nueva celebración se publicara unos años antes del célebre desastre que echó por tierra, o más bien por mar, los pocos vestigios que quedaban del viejo imperio español. Por mucho que el texto oficial hablara de «proyección lingüística y cultural», también en él se hacía mención a «la integración de los reinos de España en una misma monarquía» y se reverdecían unos laureles que estaban a punto de marchitarse, lo cual a la larga serviría para reavivar nostalgias estériles y abonar el campo a un nacionalismo extemporáneo que pareció ir agonizando pero que vemos resurgir hoy con fuerza cada vez que se aproxima el consabido desfile de las fuerzas armadas y determinados pechos se hinchan con un pintoresco ardor patriótico que eleva el amor a la bandera por encima de cualquier compromiso cívico. No me opongo a la existencia de los cuerpos de seguridad ni de los ejércitos —sería absurdo, tal y como están las cosas en el mundo que nos toca vivir— ni a que en ciertos momentos se les rinda homenaje en atención a su trabajo o sus desvelos. Pero tampoco creo que ese reconocimiento deba servir como coartada, por involuntaria que sea, para resucitar fantasmas que deberían permanecer clausurados bajo siete llaves en el mismo sepulcro en el que yacen los huesos del Cid. No es hoy en día la hispanidad cosa de dominios imperiales. Pocas ganas quedan en España de lanzarse a la reconquista de los territorios que se independizaron, y ninguna en Latinoamérica de volver a someterse a los designios de una corona que les quedaba demasiado lejos y que tampoco creo que esté hoy para esos menesteres. Sí hay, en cambio, una querencia compartida por un idioma y por las culturas que se fueron forjando en sus alrededores, en ambas orillas del charco. Debería ser eso, y no las fortalezas bélicas, lo que celebrara el ya tan fatigado Día de la Hispanidad. Y uno, que pretende conservar un leve poso de romanticismo a pesar del desgaste de los años, querría que tal cosa sucediera no el 12 de octubre, que al fin y al cabo marcó el inicio de un sometimiento a sangre y fuego con episodios que mal pueden defenderse en nuestra época, sino en fechas mucho más hospitalarias como pueden ser el 29 de septiembre o el 16 de enero. En la primera nació Miguel de Cervantes y en la segunda salió de imprenta la primera parte de El Quijote. Un autor y un libro con los que se consolidó una hermandad fundamentada más en la expresión de inquietudes compartidas a través de una lengua común que en el auge y la caída de un imperio.
Postales de Aveiro
Hay viajes que permiten adentrarse en las esquinas recónditas del lugar al que conducen, estancias que pueden ser más o menos prolongadas, pero que dejan tiempo suficiente para aproximarse al aliento oculto de una tierra que se va haciendo menos extraña a medida que la pisamos, hasta el punto de sentirla un poco nuestra cuando la abandonamos. Otros, en cambio, son tan breves o tan ajetreados —o ambas cosas a la vez— que únicamente dan para acumular en la retina unas pocas pinceladas, impresiones que al cabo de los años dudaremos si fueron vividas o soñadas —o entrevistas, si pensamos en un caso intermedio— y que al tiempo que confieren una pátina de cierta sofisticación al paisaje que tienen como objeto también conllevan la imposibilidad de regresar a él, dado que poco o nada se parecerá el territorio que nos encontraremos a nuestra vuelta con el que nuestra memoria y nuestra imaginación han recreado a medias. Aveiro se fundó alrededor del siglo X, adquirió rango de villa en el XIII y tuvo que ver dos veces cómo se la tragaba el Atlántico, pero apenas alcanzo a encontrar huellas de esas idas y venidas de su historia en mis recorridos apresurados por las callejuelas que se encorvan en torno a los canales que le han dado el sobrenombre de «la Venecia portuguesa» y que diseñaron los mismos ingenieros holandeses que idearon los de Ámsterdam: allí los hicieron para que el agua saliese de la ciudad; aquí, por contra, se abrieron para permitir que entrara. Voy deduciendo que al norte de ese territorio inestable surcado por mercanteis y moliceiros se avecindan los humildes, y que al sur exhibe la ciudad sus mejores galas. En el norte doy con el Mercado del Pescado, tan eiffeleño y tan desierto en las horas del atardecer en las que lo merodeo que su cúpula parece alojar el espectro de una prosperidad extinta, y con plazoletas irregulares cuyas casas lucen ropa tendida en las ventanas y se dejan llevar por la resignación lánguida de unos moradores acostumbrados a convivir con la escasez. En el sur me encuentro con el antiguo esplendor catedralicio de la iglesia de la Misericordia y las suntuosidades barrocas del convento de Jesús, y me dejo sorprender con el ingenio de los arquitectos que, a base de remiendos, levantaron una nueva seo a partir de un templo derruido; allí están también las calles con los mosaicos más solemnes, los edificios que alojan las grandes instituciones y unas penumbras confortables que ahuyentan los desasosiegos de la noche y sumen en una bruma de irrealidad a quien las escruta sin otra brújula que la de su orientación dispersa y, por ello, no siempre fiable. En uno de esos merodeos desnortados, a la vuelta de una curva, emerge un grafiti con un recordatorio necesario, «A vida são isó dois dias!!!», y llega desde el cielo el graznido de una gaviota que acaso regrese al nido portando en el pico el alimento que satisfará el hambre de sus crías.
Salvar fronteras
He defendido siempre que los gentilicios literarios se adjudiquen no en virtud del país donde nacieron o residieron sus autores, sino de la lengua en que pergeñaron sus obras. Considero, así, que las novelas de Conrad forman parte de la literatura inglesa, por más que él viniera al mundo en Polonia, y que las de Kafka se inscriben en la alemana, por muy checo que él fuera. No es un criterio irrefutable —yo mismo le encuentro pegas en alguna que otra ocasión—, pero sí el que considero más imparcial si se concibe la literatura como la expresión artística que emplea como herramienta la lengua y, por tanto, se infiere que ésta constituye la herramienta con que se cincela lo demás. Dado que es la primera vez que piso Portugal desde que el pasado mes de julio apareció publicado aquí uno de mis libros, sucumbo a la tentación en la que todo escritor ha caído alguna vez, por mucho que lo oculte o lo niegue en público. Cuando la casualidad me lleva a pasar junto a la librería Bertrand, atravieso sus puertas para buscarme a mí mismo en la sección dedicada a las literaturas traducidas, cuatro o cinco estantes bien surtidos en los que busco y rebusco sin dar con esa novela mía que recientemente se ha visto vertida a la lengua de Camões y de Pessoa. El sinsabor es grande, aunque lo oculte, y en un rapto de autoestima aprovecho un tiempo muerto en las ocupaciones que me han traído hasta aquí para acercarme a la Fnac, esta vez con premeditación y alevosía, y tentar allí a la suerte. La multinacional ha instalado su franquicia en un edificio histórico que se ha rehabilitado con usos comerciales y es más arduo el fisgoneo por sus anaqueles, pero tampoco doy con mi novela en la sección dedicada a las narrativas extranjeras. Estoy a punto de abandonar, algo desalentado, cuando me pongo a curiosear en las mesas dedicadas a las novedades autóctonas. Allí, destacado en la parte alta, está mi librito, considerado una más entre las obras que van nutriendo la literatura portuguesa contemporánea. Extrañado por la circunstancia, y preguntándome si no habré pecado de un exceso de literalidad para con mi propio criterio, hago una nueva y veloz incursión en la Bertrand para constatar que también allí mi libro se encuentra en el apartado de la literatura lusófona, razón por la cual no había dado con él cuando me había limitado a buscarlo entre las traducciones. Me veo así provisto, sin haberlo imaginado, de una doble nacionalidad que además de enmendarme la plana —mi libro, que está en español y se interpreta en España como parte de la literatura escrita en mi idioma, se ve considerado aquí como un libro portugués, cuando ni fue esa su lengua original ni soy yo originario del país— me resulta especialmente simpática: si en Portugal, que es una tierra amable y generosa y sosegada, me consideran uno de los suyos, es que algo debo de estar haciendo bien.
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