Foto de portada: Demian Ortiz
David González (San Andrés de los Tacones, 1964) es el perfecto poeta maldito. A día de hoy autor de culto, autopublicó su primer libro, Ojo de buey, cuchillo y tijera, con veintinueve años. Seis antes, a los veintitrés, salía de la cárcel tras cumplir condena por un atraco a mano armada. Su experiencia en prisión, determinante para que comenzase a escribir, quedaría retratada en El demonio te coma las orejas (1997), uno de los libros fundamentales de la poesía española contemporánea. El propio David ha definido su escritura —autobiográfica, visceral, libre de todo adorno— como Poesía de No Ficción. Recientemente, la filóloga Natalia Salmerón se atrevió a rebautizarla como Poesía de la Consciencia, término con el que el autor asegura estar de acuerdo.
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—¿En qué momento descubres la literatura y cuándo decides comenzar a escribir?
—Empecé a leer muy pronto, a los seis años. Iba a unas clases particulares en mi barrio, en Cimadevilla, con una mujer, Maripaz, que nunca ejerció como profesora “oficial”. En la cocina de su casa ponía unos pupitres, y allí mismo nos daba las clases. Cuando tocaba Lengua y Literatura hacíamos dictados de los clásicos: Cervantes, Lazarillo, el Buscón… Aunque estuviesen orientados a la ortografía, pienso que con aquellos dictados empecé a entender el ritmo de los grandes autores. En ese momento, claro, a mí me la sudaba: tenía seis años. Pero luego, cuando me puse a escribir de verdad, me dí cuenta de que aquello me había servido la hostia. A partir de ahí leí toda la biblioteca de mi padre, después fui a los Jesuitas, donde también nos mandaban leer mucho a los clásicos… ¿Cuándo me decidí a ser escritor? Cuando entré en la cárcel. Allí tuve un choque brutal con la realidad: estaba rodeado de psicópatas por todas partes. Cuando llegué, claro, pensaba que el malo era yo. Pero después me fui dando cuenta de que los malos no éramos solo nosotros, los presos: también estaban los policías y los funcionarios de prisiones, unos auténticos hijos de puta. Cuando salí, en el 87, tardé todavía seis años en empezar a escribir. El demonio te coma las orejas —mi tercer libro, aunque el primero del que me siento realmente orgulloso— lo escribí mientras trabajaba en una fábrica del metal, a tres turnos, agobiadísimo. Estuve allí 10 años. En cuanto lo publiqué, me lo debí de creer mucho, porque dejé aquel curro de mierda. Y desde entonces hasta hoy. Pasándolas muy putas, pero escribiendo.
—Háblame de aquellos dos primeros libros, de la poesía que escribías antes de que llegase El demonio te coma las orejas, obra fundacional de tu poética.
—Ojo de buey, cuchillo y tijera fue el primero. Lo autopubliqué en el año 93: imprimí 200 copias, las llevé a la librería Paradiso de Gijón y le dije al librero: “A cada persona que compre un libro de poesía, le regalas el mío”. En la última página aparecía mi número de teléfono, por si alguien quería llamarme para comentar cualquier cosa. Total, que un día me llamó un poeta supermajara de Gijón al que le había gustado mucho, y que quería publicarme el siguiente: Nebraska no sirve para nada. Así que fuimos con 150 talegos a una editora e imprimimos 500 ejemplares. Ahí entró Roger Wolfe. Leyó este segundo poemario y le encantó. Me hizo una entrevista para el diario El Mundo, y a raíz de aquello me empezaron a escribir de librerías pidiéndome copias del libro.
El primero, Ojo de buey, me sigue gustando. De hecho, voy recuperando poemas de ese libro en mis nuevos poemarios. Pero Nebraska no: es muy oral. Demasiado. A día de hoy no lo considero ni poesía. Son anécdotas, algunas están más logradas que otras… pero les falta el componente formal. Lo he intentado reescribir alguna vez, pero tampoco me convence. Aquel libro es de aquella forma, ya no tiene sentido cambiarlo: si escribes un libro con treinta años no puedes ponerte a reescribirlo a los cincuenta y pico. No tiene sentido. Ya no estoy en aquel plano. Y con El demonio te coma las orejas todo cambió. En aquel libro decidí escribir sobre mi experiencia más traumática: la cárcel. Entre Ojo de buey (1993) y El demonio (1997) leí mucha poesía moderna americana. Me fui dando cuenta poco a poco de cómo quería contar las cosas tras mogollón de lecturas.
—Esa evolución formal se percibe mucho a medida que avanza tu obra. Recursos como la marginación de las conjunciones copulativas en el margen izquierdo del poema, la inclusión de las citas no al comienzo, sino al final, como cierre, o la utilización exclusiva de los dos puntos como casi único signo de puntuación. También la mayor presencia de símbolos o alegorías: Natalia Salmerón, en su estudio sobre tu obra Aquello que conservamos después del naufragio, dice a este respecto que tu evolución como escritor va “de una ausencia total de tropos en tus primeros poemas a una mayor metaforización según avanza”. ¿Qué importancia tiene para ti la forma?
—Mucha. Toda. Ahora mismo, la forma para mí es fundamental. Es algo que, como te digo, he ido aprendiendo a valorar más con el paso del tiempo, a base de acumular lecturas, trabajar el ritmo, etcétera. La marginación de las conjunciones copulativas, por ejemplo, empecé a aplicarla a mis poemas a raíz de los atentados del 11-S. Lo recuerdo bien: vi en la tele aquellos edificios enormes, ardiendo, y los cuerpos que saltaban desde lo alto y caían al vacío. Lo vi claro: el edificio era el cuerpo de un poema. Desde entonces, a la manera de un homenaje, lo vengo aplicando siempre. Es algo que tiene también mucho que ver con el ritmo. Me permite marcar las pausas y hacer más énfasis en determinados versos o palabras. Lo de los dos puntos es más reciente. Es un intento de aplicar al texto la sensación de “continuo” que tiene la vida, que va desde que naces hasta que te mueres. En la vida solamente se puede poner el punto final: cuando la palmas. Todo lo demás tienen que ser dos puntos. Y al final del poema, los dos puntos dejan siempre paso a una cita de otro autor. No aparece al principio. No introduce el poema. Lo ratifica. Y luego, en mi caso, lo más importante siempre es el cierre, la conclusión: un poema tiene que tener un final contundente e inesperado que revele algo. Una verdad, un golpe, algo que el lector no se espere. Todo este trabajo formal empezó a desarrollarse poco a poco a partir de aquel tercer poemario, el poemario sobre mi experiencia en la cárcel: El demonio te coma las orejas.
—Precisamente a raíz de El demonio te coma las orejas, la poeta Isla Correyero escribió en su día esto sobre ti: “No puedo imaginar la última narrativa española, o la poesía joven, sin este autor ególatra, infantil y cínico que, como Jim Carroll, se quedó en los diecisiete años jugando a autodestruirse, autodestruyéndose”. Muchos años después, en uno de tus libros más recientes, Lo que se puede contar, recoges un fragmento que José Luis Argüelles publicó hace relativamente poco en el perióidico La Nueva España hablando de tu obra en estos términos: “Mantenerse fiel a uno mismo después de cumplir los cincuenta es tan duro como ser adolescente toda la vida”. Parece que esta cuestión peterpanesca, del Dorian Gray eternamente joven, sobrevuela siempre tu figura.
—Es que un poeta tiene que mirar el mundo como un eterno adolescente, tío. Con la misma curiosidad. Si a los 50 no lo miras así, estás acabado como poeta. Quizá no como narrador, pero sí como poeta. Has mencionado El retrato de Dorian Gray. Ese fue uno de los dos primeros libros que me influyeron realmente cuando todavía era muy crío. El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, y Mis primeros 2000 años, de George Silvester Viereck y Paul Eldridge. El primero ya sabemos todos de qué va. El segundo cuenta la historia del judío errante, un tipo que hizo daño a Jesucristo y fue condenado a la inmortalidad. Recuerdo que al leerlo pensé: “¡Joder, qué chollo vivir 2000 años! Ya me podían condenar a mí a ser inmortal”. Pero luego, claro, el tío se cansaba de vivir. También quería morirse como todo el mundo.
—Hablando de textos ajenos, ¿qué otras lecturas fueron importantes en tus orígenes como escritor?
—Hay muchas. Muchísimas. De aquella primera época te diría Primavera mortal, de Lajos Zilahy, que cuenta la historia de un tipo que va a un hotel a suicidarse y le escribe una carta a un amigo, explicándole sus razones. Lo leí siendo muy joven y me llegó al alma. Luego está Edad prohibida, de Torcuato Luca de Tena, cuyo protagonista acaba en la cárcel, o Balada de la cárcel de Reading, también de Wilde, que fue el primer libro de poemas que me compré, a los doce años. También Papillon, de Henri Charrière… Fíjate: todas estas lecturas las interpreto a día de hoy como una guía. Señales que me estaban diciendo: «Cárcel, cárcel, cárcel». Pistas para evitar que acabase allí. Pistas que no supe descifrar a tiempo.
—¿Y lecturas posteriores, más recientes, que te hayan acompañado en tu evolución como poeta?
—En el plano de la evolución formal te citaría Chicago, de Carl Sandburg, un poemario que habla sobre la ciudad, los pobres, los mataderos… También Carver, cuya poesía es magnífica. Bukowski también me influyó mucho, claro, aunque como persona fuese un puto indeseable. Pienso que escribió demasiado. Tendría que haber sido más selectivo y no considerar cualquier cosa como un poema. No basta con hablar de tus borracheras y tus peleas para tener un buen poema… Otro autor para mí muy importante es Charles Simic. Sus primeros libros me parecen brutales: cómo logra humanizar, por ejemplo, a un tenedor. Mira, durante una época, a partir del año 2008, tuve varios blogs donde todos los días compartía poemas de autores que me interesaban: Carolyn Forché, Louise Glück, William Carlos Williams, Anne Sexton, Wisława Szymborska… Y en el plano nacional, sigo considerando Blues castellano, de Antonio Gamoneda, como el verdadero germen del realismo sucio en España. Su poema «Mala conciencia», donde habla de un perro al que maltrató y un sobre con dinero que le robó a un soldado, me parece una genialidad. Para mí Blues castellano es, sin duda alguna, uno de los mejores libros de poesía en castellano de todos los tiempos, aunque el propio Gamoneda, a día de hoy, parezca renunciar de él. O al menos, en las últimas reediciones de su poesía, no salva ni un solo poema de aquel libro.
—Me interesa mucho el “oficio” del poeta. Háblame de tu rutina de trabajo.
—Por norma general, mi rutina es esta: me levanto, desayuno, me siento en el escritorio, me fumo un porro y me pongo a escribir hasta, más o menos, la hora de comer. Después vuelvo al estudio y continúo escribiendo, hasta las 7 o las 8 de la tarde. Luego ceno y, o veo una película, o me pongo a leer. Esto de lunes a domingo. Pero vamos, pienso que la rutina es fundamental. Puede haber poemas que vengan solos, pero sentarse y estar preparado es clave.
Luego, tengo que decirte que yo, sobre todo, lo que hago es reescribir. Escribo cuatro versos y vuelvo sobre ellos una y otra vez hasta que estén listos. Yo lo de Stephen King no lo entiendo: eso de sentarse ahí y no levantar el culo hasta haber escrito sus dos mil palabras. Y luego, claro, tener que pasarte ahí dos o tres meses corrigiendo toda esa mierda. Yo, cuando acabo algo, ya no tengo que hacer prácticamente ninguna corrección. El poema está listo. Lo que sí hago siempre, una vez terminado, es leerlo en voz alta, recitarlo. Así veo qué chirría. Y, sobre todo, busco sinónimos. Tengo un montón de diccionarios. No creo tampoco en eso que decía Carver —creo recordar que era Carver quien lo decía— de que no se pueden utilizar diccionarios para escribir. No, tronco: yo no puedo saberme todas las putas palabras que existen. Tengo diccionarios gitanos, diccionarios de argot, diccionarios de asturiano… Busco palabras aquí y allá y, hasta que no doy con ellas, no paro. Ramoncín publicó hace años El tocho cheli, un libro donde recopila todos estos lenguajes: las jergas que utilizan los jóvenes, los obreros, los delincuentes… la gente de la calle. Para mí, ese libro tiene una importancia tremenda: si dentro de 200 años quieres saber cómo hablaba de verdad la gente de los barrios de ahora para escribir tu novela, pues ahí tienes las putas palabras.
—Además de la escritura de cada poema individual, el “oficio” del poeta también implica la ordenación de los textos dentro de un libro. Una cuestión, la de la estructura, que, en mi opinión, tiene mucha importancia en tu obra.
—Para mí, de hecho, es lo más jodido. Es como el montaje de una película. Intento que la lectura del libro te arrastre hasta el final. Que tengas que leerlo del tirón. Que no pongas un marcador en tal página y lo aparques hasta mañana. Normalmente, el orden que sigo es cronológico: un poema sobre la infancia irá antes que uno sobre la adolescencia, y así. Pero a veces puedo sacrificar esa cronología si encuentro dos poemas que dialogan bien por otras razones. Más allá de esto, suele haber siempre un tema central en cada poemario, alrededor del cual orbita toda la historia. Es un tema que va surgiendo a medida que escribo: nunca llega pretendidamente. Me dejo llevar siempre por el instinto. Después, decirte que, para un libro de 30 o 40 poemas, suelo escribir 90. Desecho 40 o 50 y me quedo con los que considero verdaderamente buenos. Algunos de esos desechados puedo llegar a recuperarlos posteriormente, en algún otro libro, en caso de que encajen, pero, por norma general, si los desecho es que no valen. ¿Y cómo es el proceso de ordenarlos? Pues los imprimo todos, los cuelgo de las paredes de mi estudio y voy viendo de qué manera dialogan. De nuevo, hay mucho de intuición.
—Otro tema propio del “oficio” del poeta es el acto de recitar. ¿Qué supone para ti la lectura ante el público?
—Creo firmemente en que un poeta tiene el deber de recitar sus poemas en público. Y, a ser posible, ante diferentes públicos. Yo, por ejemplo, he recitado un día en una universidad para, al día siguiente, irme a leer a un bar de copas a las 2 de la mañana. Es ahí, en esos lugares, donde verás si tus poemas funcionan o no. Pienso que muchos poetas no se creen lo que escriben, bien porque sea pura ficción, bien porque lo que cuentan no tenga que ver con sus verdaderos sentimientos, y por eso les cuesta tanto subirse a recitar. Yo creo en lo que voy a leer, porque me ha pasado a mí, porque lo he vivido yo o lo han vivido personas de mi entorno, y porque he puesto en mis textos toda mi pasión y toda mi, digamos, “sabiduría poética”. Así que disfruto enormemente el acto de recitar.
—¿Cuál dirías que es la finalidad última de tu escritura?
—Pues sigue siendo la que digo desde siempre: limpiarme por dentro. Conocerme más a mí mismo y, de paso, soltar lastre. La gran mayoría de mis poemas son confesionales: en ellos cuento cosas chungas que hice mal y que no volvería a hacer. Desde ahí, trato de hacer llegar a la gente “normal” esas experiencias por si, de alguna manera, les sirven de algo. Pero tampoco olvido que un escritor escribe principalmente para sí mismo. Después, si conecta con los demás, pues genial, y si no, pues se muere de hambre, o se pasa a escribir ficción, y listo.
—Y, para terminar, cuéntame: ¿En qué estás trabajando ahora?
—Estoy con una novela, pero avanzo muy lentamente, porque ahora mismo tengo muchos problemas personales que me impiden dedicarme diez horas diarias a la escritura. Aparte de esto, tengo la intención de empezar un libro de prosa poética donde, por primera vez en mi vida, no voy a escribir sobre cosas chungas, sino sobre mis mejores recuerdos. Recuerdos felices de la infancia, de la adolescencia, de la edad adulta. Uno de ellos, por ejemplo, tiene que ver con la última vez que me llevaron detenido en un coche de policía. Me estaba entrando un bajón de azúcar tremendo a causa de la diabetes. Les dije a los maderos: “Me tenéis que llevar al médico porque, si no, la voy a palmar”. Uno de los polis me preguntó que cuál era mi ambulatorio. “¿No eres policía, joder? Pues averígualo”. Me prestó por la vida decírselo.
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