Daniel Landa habla con las agregaciones y extensiones que suelen dar las experiencias, las vivencias, que le hacen improvisar frases con poso y con abundantes flecos reflexivos. Asegura que «la diferencia entre la ilusión y la vocación es el paso del tiempo», que es una sentencia con sus honduras. También defiende que, en la tormenta de contemporaneidades en la que rema el hombre moderno, lo más complejo es «mantener las ideas en medio de todos los cambios, sostener un tono en el que siempre te puedas reconocer», que es un pensamiento trabado de sinceridad y de muchos quilates.
Su pasión por el camino y sus abismos empezaron en ese romanticismo de letra impresa que es la Prensa, pero evolucionó hacia algo más complejo, hacia la pasión por la aventura que le ha llevado por confines esperados y otros que no lo eran tanto. Ha dejado atrás el cuaderno de notas del plumilla de redacción y lo ha sustituido por la cámara de documentalista (aunque reconoce que mantiene el hábito diario de escribir a mano). Sin nada más, salvo la pertinente mochila y un par de colegas, partió de España y salió al mundo para adentrarse en territorios, encontrarse con tribus remotas, abalanzarse sobre paisajes poco asendereados y dar fe en una serie de documentales que hoy ya son imprescindibles. El resulto es Un mundo aparte, un recorrido de 100.000 kilómetros por las carreteras de cinco continentes; Pacífico, que le obligó a viajar por 18 países durante doce meses para encontrar las sociedades tribales que aún subsisten, y Atlántico, una expedición que recorre esta costa desde Finisterre hasta el sur de África. «He apostado mucho, he puesto todo lo que tenía, pero si algo tenía claro es que quería seguir por la vía del periodismo, pero a través de un viaje más complejo. No nos engañemos, sigo siendo un periodista. Ahora quiero contar la ventura de intentar vivir la aventura».
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—¿Qué es la aventura?
—Para mí es abrazar la incertidumbre y convivir con la incertidumbre. A partir de ahí entran los matices de cómo vive cada uno esa incertidumbre. Yo creo que mucha gente intenta asociar las hazañas al riesgo. Yo nunca he buscado el riesgo. Aunque entiendo que es el precio que tienes que pagar por adentrarte en el mundo. En mi caso, ahondo en la naturaleza humana al ir descubriendo sociedades que están en nuestras antípodas culturales. Para mí, eso es una aventura, no saber cómo es el mecanismo mental de esas sociedades, cuál es su modus operandi… Adentrarme en esa incertidumbre es toda una aventura.
—¿Y el miedo?
—Siempre vas persiguiendo una historia. Este es tu objetivo. Y esa pasión por contarla inhibe el miedo, lo reduce. Hay momentos puntuales en los que se siente, pero la búsqueda tiene más fuerza que el propio miedo. El miedo siempre pierde. Siempre evito el riesgo y trato de no exponerme a situaciones de miedo permanente. Después también está la experiencia de vivir situaciones inciertas. Te sucede tantas veces que acabas incluso familiarizándote con esa sensación y eres capaz de controlarlo. Pero en mi caso el riesgo no es un objetivo, ni el miedo una constante. Ahora cuando llega el miedo es la vocación lo que te hace seguir avanzando. Y en mi caso es la vocación del viaje y la vocación por contar historias, la vocación periodística.
—Se ha enfrentado al hombre y a la naturaleza humana. ¿Qué temes más?
—El ser humano no es para mí un factor de riesgo de miedo prácticamente nunca, aunque existan excepciones. La naturaleza es más incontrolable. Es algo en lo que hay que poner más cuidado, más que con el ser humano. Pero existe un lugar que es donde yo encuentro las mayores dosis de riesgo: las carreteras. Para mí es posiblemente el escenario más peligroso, y muchas veces no se comenta. Hay caminos muy peligrosos. Por ejemplo, por las formas de conducir en la India, en Rusia, en Guatemala, en Egipto, que son sobrecogedoras. Cuando emprendes una vuelta al mundo puedes hacer más de 100.000 kilómetros en la carretera. Y pueden pasar cosas que escapan a tu control por la temeridad de los conductores y el estado en que se encuentran, en ocasiones de una precariedad terrible. Yo ahí he sentido miedo.
—¿De verdad?
—Una vez al cruzar el Amazonas se puso a llover y yo me dije: «Como siga lloviendo no salimos de aquí». Era en la carretera que atraviesa de Norte a Sur el Amazonas. Está prácticamente abandonada y no está transitada más que por el Ejército, que va de vez en cuando porque por ahí pasa el cableado telefónico de la principal operadora de Brasil. Recuerdo que íbamos en un cuatro por cuatro. Se puso a llover y estábamos en mitad de la jungla, a trescientos kilómetros de cualquier lugar y forma de vida humana. Te puedes quedar atrapado o el agua desbordarse… El factor suerte también influye. En cambio, con los hombres es distinto. Siempre hay una llave que te abre las puertas. Mi experiencia es que te la abren más veces de las que te la cierran. La hostilidad es muy puntual. Y en el caso de las tribus, prácticamente inexistente. Es lo que he vivido.
—No existen aventureros, solo turistas. ¿Es una frase hecha?
—Esa frase te la complementaría diciendo que después de Shackleton todos somos turistas. El mundo de la aventura y el viaje tiene una parte de ego, y a veces nos vuelve narcisistas y nos lleva a amplificar el problema para poder reconocernos en la hazaña, pero estos problemas son relativos desde hace un siglo. El mundo de lo desconocido es más pequeño. La comunicación ha cambiado la aventura. El hecho de que apenas puedas desconectarte prácticamente nunca hace que la aventura sea más pequeña. La aventura tiene que ver con la incertidumbre. Si estás conectado tienes este seguro. Desde luego, en el mundo de los viajes somos todos turistas, pero hay algunos que se salen del camino y otros que van por una senda más trazada, pero no reivindico mi condición de viajero sobre la de turista. Recuerdo al entrar en el Duomo de Milán. Había miles de personas, pero delante distinguí unas personas mayores y cuando entramos en aquel santuario maravilloso, él apretó la mano de ella. Yo me dije: «Estos son viajeros. Tienen la emoción de descubrir algo». No hace falta entrar en las selvas de Gabón para sentir esa emoción de descubrir algo.
—¿Por qué quería llegar a los confines del mundo?
—La curiosidad y el conocimiento. Voy a los lugares más remotos para ver cómo vive el ser humano y completar el puzle de la raza humana en su diversidad. Es increíble. Te entiendes con personas que pertenecen a contextos absolutamente distintos al tuyo y, sin embargo, puedes llegar a empatizar. Esa sensación me parece que es maravillosa. Podemos vivir en escenarios muy diferentes, pero la raíz del ser humano al final se mueve por los mismos principios. Yo creo que es un aprendizaje valiosísimo.
—Hace rutas. ¿Las abre también?
—Abrir rutas… Si dijera eso sería muy osado por mi parte. Pretender abrir nuevas rutas… Ser pionero… Yo he visto a gente en mi sector muy obsesionada con abrir caminos, con ser la primera en ponerle un nombre a algo. No es mi caso. Yo despliego mapas e intento impulsar un sueño y seguir ese camino, retratarlo de la mejor manera posible. Esa es mi forma de aportar también algo a la profesión. Contarlo de la mejor manera posible. Esa es mi manera, más que ser el primero en llegar… Mira, yo creo que en algunos casos estamos perdiendo la cabeza porque hay gente que intenta batir récords, que bueno, tiene su mérito, pero no aporta gran cosa. Al final vamos a acabar haciendo competiciones por ver quién es el primero que viaja a la Antártida con un microondas. Bueno, pues vale, pues puede que seas el primero en hacer eso, pero para mí es más importante contar bien esa historia. Y en algunos casos contar cosas inéditas, que tienen más valor y punto periodístico que abrir un camino. También dar voz a gente que no la ha tenido.
—¿Es importante contar la aventura?
—Eso es todo un tema. El otro día escuché que si una aventura no se cuenta no existe. Me parece una barbaridad. No puedo estar más en contra de esa afirmación. La aventura es la aventura, la cuentes o no. No es indispensable contarlo. A veces hay mucho narcisismo en eso. Yo soy presentador de documentales. A mí me apasiona contar, pero no hacerlo también justifica la existencia de la aventura. De otra manera estaríamos negando todos los viajes del siglo XIX, toda la trashumancia, todas las migraciones… Hay tantas historias que no han tenido repercusión mediática… Lo que sucede es que nos aturde el ruido de estas aventuras. Acabamos confundiendo contar las historias con contarnos a nosotros en las historias. Si acabas contándote a ti mismo terminas convirtiendo el mundo en un photocall de ti mismo. Ser protagonista en un lugar remoto no tiene que ver con contar la historia del camino. De tanto hacernos selfis a veces no nos damos cuenta de las historias que hay en el camino. La labor del periodista es rescatar esas historias. David Beriain murió por contar una historia. Su valor es algo a reivindicar. Él entendía el precio cuando llevas hasta sus últimas consecuencias la profesión. Nos ha dejado, pero también nos ha dejado un legado que deberíamos refrescar, que es la importancia de contar las historias de los otros, y no de nosotros. Esa es la diferencia. Me identifico con esta forma de hacer periodismo.
—Lo desconocido, ¿qué le dice?
—Me seduce lo desconocido. Es una forma de ver la vida. Me espanta la rutina, me da miedo. Si me ofrecieran un trabajo hasta que me jubile, estaría aterrorizado de saber que el horizonte está escrito hasta el final. Lo desconocido me habla de las oportunidades maravillosas que existen a la vuelta de la esquina. Esto me impulsa a seguir. Me parece fascinante no ver lo que va a pasar.
—¿Lo maravilloso y lo peligroso van juntos?
—Los recuerdos más entrañables, las huellas más profundas de mis experiencias viajeras tienen que ver con la sensación de vértigo. Esos instantes quedan enmarcados como un momento memorable para la vejez. Llegar a ciertos lugares y tener esa sensación. Hubo una impresión…
—¿Cuál?
—Una en la isla Diómedes, en 2007, en la fecha de mi cumpleaños. Está situada en el estrecho de Bering. El helipuerto era pequeño y cuando bajamos todo estaba congelado. Las quitanieves tenían encima veinte centímetros de nieve. Existía una parálisis total, provocada por la congelación de los barcos, las casas, incluso de las olas, que estaban congeladas… Era como llegar a la Luna. No teníamos dónde dormir. Éramos tres quijotes con viaje de ida, pero no de vuelta. Alguna vez sabes que has llegado a un sitio donde te sientes perdido. Aquel encuentro con las personas que habitaban la isla fue uno de esos escasos ejemplos en que resultó hostil. Fue allí por su ubicación remota. Son dos islas. La gran isla de Diómedes, que pertenece a Rusia, y la pequeña, separada por tres kilómetros, que es de Estados Unidos. Entre las dos se puede caminar, porque a veces el agua está congelada. Por en medio pasa el huso horario, y por eso tienen un dicho que asegura: «Puedes cazar un un oso mañana y comértelo hoy». Los vientos polares bajan la sensación térmica a 67 grados bajo cero. Se te congela el líquido de los ojos, la nariz. Tienes que refugiarte enseguida. Allí viven trescientos esquimales. ¿Cuál es la manera de pensar de esas personas? ¿Cómo viven los jóvenes? ¿Cómo el ser humano es capaz de adaptarse a ese ambiente? Pues esa era la hostilidad inicial. Poco a poco los habitantes se fueron abriendo y al final nos despidieron con regalos, porque entendieron nuestro afán de ir hasta allí. Si me lo permite decir, descongelamos sus corazones, los ablandamos y nos abrieron sus casas. Descubres un mundo en las antípodas que está movido por las mismas motivaciones que aquí: el amor, el sentido del humor, la comida, la economía… Se rigen por lo mismo, y cuando empatizas es muy grande.
—Los suruis… una tribu y otra experiencia distinta.
—Me gusta ir a lo más profundo de la selva y conocer tribus. Cuanto menos contactadas más sorprendentes. Pero hay tribus que son islas, como los suruis, porque el jefe, Almir Surui, era una persona única, que conoce la vida. Como todos, estaba preocupado por tala de árboles. Él va a la ciudad y descubre internet, indaga y acaba descubriendo Google Earth, y se da cuenta de que es una herramienta perfecta para controlar la tala de árboles, pero también ve que, al meterse en su territorio, no hay definición en la aplicación para ver las consecuencias de la tala. Entonces se presenta en Google Earth y acampa fuera hasta que le atiende su director, que estaba sorprendido. Entonces le explica el problema que tiene con la tala de árboles. En la compañía quedan tan conmovidos que instalan una herramienta para denunciar las talas y que nadie corte árboles en esa parte del Amazonas. Ahí me di cuenta de que la tecnología no tiene por qué acabar con las tradiciones indígenas, sino que puede ayudar a perpetuarlas.
—El contacto con nuestra cultura no termina siempre igual.
—En el Amazonas hay diferentes finales para el mismo problema. Los suruis consiguen salvar su hogar gracias a la tecnología, pero muy cerca de ellos vivían los «cintas largas», una tribu que ocupaba un territorio con diamantes. Sus miembros padecieron la codicia y convirtieron su hábitat en un territorio sin ley, donde no entraba ni la policía. Se volvieron obsesivos con el dinero, cayeron en la prostitución y la droga. Se arruinó su tradición. El mundo moderno los contaminó y los destruyó. Otra tribu, en cambio, descubrió diamantes en sus tierras y se preguntó: «¿Qué hacemos? ¿Nos quedamos igual que ellos o nos largamos? Nos quedamos y nos autodestruimos o empezamos de cero». Votaron empezar de cero. Eso significó internarse de nuevo en la selva, pero muy adentro. Nadie sabe qué ha sido de ellos.
—¿Qué le ha enseñado el contacto con tribus primitivas?
—A relativizar y a salirte del ombliguismo en el que vivimos y que el centro del mundo no lo rige nuestra cultura y que, de hecho, somos minoritarios, que hay más gente que vive en un mundo rural, menos dependiente de la tecnología. El confort y el bienestar se han convertido para nosotros en una manera de aislamiento. Cuando estaba en mitad de Mongolia, el guía que nos conducía, al salir de una tienda, me dijo: «Mira, el jardín más grande del mundo». Y ves un horizonte infinito. Él me indicó que era más libre que nosotros.
—¿Qué me dice de la tribu de los penan?
—Lo suyo es una lucha por la supervivencia. Está perseguida. De ellos aprendí el amor extremo que tienen por la selva y hasta dónde el ser humano está dispuesto a sacrificarse por su tradición. Es una lucha entre su supervivencia y la nueva industria que esquilma Borneo. Es una lucha que también se da en otros lados. Y es visceral. Se juegan la vida. Uno de ellos me explicó: «Es como si yo voy a las ciudades, entro en los supermercados, cojo lo que quiero y no pago en los hoteles. Si eso es una barbaridad para ti, ¿por qué Occidente hace eso con nosotros? Este es nuestro hogar». Es igual.
—¿Y de los himba?
—Es la tribu más estética y más hermosa del planeta. Está en África. Tengo miedo de que acabe siendo un museo andante, porque al final las fotografías que les hacen sin parar y el turismo que asiste para verlos los convierte en personajes de sí mismos. Es la tribu más hermosa que he visitado nunca.
—¿Los inuit?
—Los esquimales me producen una inmensa tristeza. Los he visitado en Alaska. Hay en otras partes, pero en general me producen tristeza. Es uno de los ejemplos donde el alcohol, el reclamo de una calefacción y una vida prospera los ha arrancado de los iglús y los ha sacado de su cultura… Viven en decadencia por el alcohol. En Alaska viven permanentemente obsesionados por la eterna promesa de una vida mejor, y cuando dan el paso se dan cuenta de que se han quedado en medio de ninguna parte.
—¿Los korowai de Papúa?
—Los recuerdo con tanto cariño… Es el encuentro, desde un punto de vista antropológico, más fascinante que he tenido. Viven en el otro lado de nuestra cultura, pero nos abrieron las puertas de una manera que no puedo olvidar. Me pareció increíble. Viven en lo más profundo de la selva, sin ropa, donde no llega nadie, pero es fácil entenderse con ellos.
—¿Los aimara?
—Hacen poco ruido y tienen una historia brutal. Su legado es asombroso y no es conocido. Han sido eclipsados por los incas, pero ellos han construido pirámides gigantes y tenían un gran conocimiento de la arquitectura, de la astrología… No han trascendido por ese carácter del altiplano, que es tan humilde y que hay en sus raíces.
—Los aborígenes australianos…
—Tienen una cosmología completa y un conocimiento que ha pasado de generación en generación. Es una cultura encriptada. Es la tradición viva más antigua del mundo, porque hoy siguen haciendo pinturas rupestres, unos 25.000 años después. Desde un punto de vista antropológico es de una enorme riqueza, y sin embargo, como sucede en otros países anglosajones, en Australia están siendo apartados. Hay algo que no soporto. El concepto de reserva. Los navajos lo han sufrido. Los aborígenes también. Lo que haces es una valla para agrupar la cultura, que es una cultura nómada. En realidad los enjaulas. Y no hay nada más atroz para una mentalidad nómada que el sedentarismo.
—Tuvo experiencias con ingesta de plantas.
—Estuve en Gabón, el Iboga, en una ceremonia bwiti, que es una religión y un dios. Se basa en ingesta de esa planta, de una raíz, para que tu mente tenga un vínculo con la naturaleza y tengas conocimiento de ti mismo, como con la ayahuasca y el peyote. Cuando entiendes cómo lo hacen ellos y no lo tratas como una droga psicodélica, sino que tiene un sentido vinculado con la naturaleza, ves que la conexión es muy fuerte. Fue una vivencia muy buena y visceral. Participé en una iniciación, que pasa por una serie de pequeños infiernos, para tratar de entenderlos. Te confieso que este es uno de los extremos del afán de descubrir, y ahí debes tener mucho cuidado. Aquí, me dije, te estás metiendo en lo desconocido, en lo incontrolado, y físicamente te puede producir muchas cosas y muy perjudiciales. Vi que se me iba de las manos después de catorce de horas… Es uno de esos momentos que conocen los aventureros de no hacer cima, de darte la vuelta, porque la aventura también en ocasiones es tener que darte la vuelta.
—¿Qué aporta el trabajo documental a la comprensión?
—Me abre muchas puertas y me ayuda a entender los lugares por los que transito, porque me obliga a darle un poso, una profundidad. Me obliga a buscar historias y hacer que el trabajo sea más completo. Viajar con cámaras es un arma de doble filo. Te cierra puertas o te las abre. A nosotros nos permite acceder a lugares poco transitados. Desde el plano personal y el profesional me obliga a profundizar en las sociedades a las que voy.
—¿Qué añade la cámara que no tenga ya una libreta de mano?
—Soy más analógico de lo que se pueda pensar. Desde los 26 años escribo todos los días a mano. A bolígrafo. Me gusta la pausa que hay. La cámara es imprescindible para poner poesía a las historias que cuentas. Pero también te reconozco que cuando viajo con mi mujer o mi hijo no llevo una cámara ni me pillarás haciendo un vídeo. Es importante esto. Tiene que haber una mirada antes de la cámara. La gente tiene tanta dependencia de ella que se olvida de mirar. Antes de un plano hay que observar y formarte un recuerdo. Para mí la concentración es algo que se pierde por esto. Nos hemos vuelto enfermos crónicos y dependientes de la tecnología. Hay que guardar una parte para nosotros. Cuando voy de viaje y vuelvo con un montón de fotos trato de imprimirlas. Me hago un libro, como los de antes. Es una manera tangible de tener el viaje, de mirar… ¿Un ejemplo?
—Claro.
—Cuando estuvimos dando la vuelta al mundo, junto a la Esfinge, en Egipto, estaba con la cámara grabando, con la emoción que supone grabar en un lugar con la luz ya declinando… pero de repente empezaron a sonar las llamadas a la oración en las mezquitas. Era un concierto. Recorrió la ciudad entera. Le dije a mi compañero, a Alfonso: «Espera, deja de enfocar, apaga, esto para nosotros. Este momento nos lo tenemos que quedar para nosotros». Llevábamos todo el día grabando, así que nos quedamos escuchando. Tiene importancia ese instante. Esa sensación directa de los sentidos. Y, ¿sabes una cosa?
—Diga.
—Eso es lo que mejor recuerdo de todo ese día.
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