Para el imaginario occidental, el término «ciencia ficción» encaja como un guante en nuestra concepción de Japón. Seguimos identificando al país de las geishas como potencia tecnológica —más mito que realidad en una tierra aún aferrada al fax, el pago en efectivo y el sello físico—, y no pocas de las sociedades futuras en las que pensamos están alumbradas por letreros con kanjis de neón y revestidas de una estética ciberpunk, más por influencia del Blade Runner (1982) de Ridley Scott (1937) que por el libro de Philip K. Dick (1928-1982) en el que se basa —también por iconos del anime como Akira (1988) o Ghost in the Shell (1995), por supuesto. Pero con tanta distopía solemos olvidar que hay vertientes de la narrativa prospectiva nipona mucho más juguetonas: hablamos de pistolas de protones, artes marciales y ninjas con modificaciones genéticas, emparentados con monstruos radioactivos como Godzilla o el titán Mazinger Z. ¡Hablamos de diversión!
Puede que Kyusaku Yumeno (1899-1936), Sampei Hoshida (1913-1963), Ikujiro Ran (1913-1944), Udaru Oshita (1896-1966) o el considerado padre de la ciencia ficción japonesa, Juza Unno (1897-1949), no sean ampliamente conocidos en el ámbito hispanohablante, pero conforman una suerte de Power Rangers literarios armados hasta los dientes: tipos que almacenan propaganda soviética en el subconsciente cual discos humanos; extraños huevos fruto de amores silentes; robots samurái que matan a la luz de la luna; seres humanos criados como vegetales; moscas, muchas moscas: gigantes, menguantes, comunistas y hasta algunas que actúan en misión especial; ondas cerebrales y rayos cósmicos; intestinos vivientes a los que es posible criar como mascotas o incluso uno de los primeros relatos de supervivencia apocalíptica tras una pandemia.
Decía que estas «perlas» son curiosas, y el comentario no es gratuito: todas ellas fueron escritas entre 1929 y 1940, cuando el imperialismo nipón se encontraba en absoluta efervescencia; no hacía ni un siglo que Japón había puesto fin al aislacionismo de los Tokugawa para abrirse a la influencia occidental —incluyendo el conocimiento científico del momento. Quizá por eso en muchos de los cuentos se aprecia el trasfondo de triunfalismo previo a la Segunda Guerra Mundial, impregnado del mensaje nacionalista y, sobre todo, la histeria anticomunista. Estos detalles revisten especial interés en un contexto sociohistórico en el que —más allá de sucesos escabrosos como el asesinato ante las cámaras del presidente del extinto Partido Socialista de Japón, Inejirō Asanuma (1898-1960), a manos de un radical armado con una espada wakizashi— la fobia nipona a todo lo que suene a socialismo dura hasta la actualidad; recordemos que el país ha sido gobernado de forma casi ininterrumpida desde 1955 por el todopoderoso Partido Liberal Democrático.
Pero el espionaje político es solo un tema más dentro de un libro cuyo papel preeminente es para el científico loco. Las tesis, algunas más próximas a la fantasía que a la ciencia ficción, otras netamente científicas, nunca renuncian al disparate sano, hasta el punto de resultar rayanas en eso que los japoneses llaman ero-guro, o morbosa fascinación por el fetichismo, el gore, la violencia o la sexualidad. Por eso, por la pureza inocente de su alma pulp, a una joya tan llamativa no se le piden tramas enrevesadas, profundidad en los personajes o innovación formal. Los autores lo saben, y es por eso que sacrifican todo al dios de la originalidad, y este acepta sus ofrendas. Porque algo está claro. Si en semejante caladero no encuentra usted una «perla» de su agrado, una que le haga esbozar una sonrisa ante lo bizarro de la propuesta, solo hay una explicación lógica: desde un oscuro laboratorio subterráneo y valiéndose de avanzadísimas armas psíquicas… ¡alguien está manipulando su cerebro!
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Autores: VV.AA. Título: Perlas psicotrónicas de la ciencia ficción japonesa. Traductor: Daniel Aguilar. Editorial: Satori. Venta: Todostuslibros.
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