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Cuentos completos, de Bram Stoker - Zenda
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Cuentos completos, de Bram Stoker

Además de relatos póstumos con tramas y personajes donde los lectores ávidos de Drácula hallarán más sangre, la editorial Páginas de Espuma reúne en Cuentos completos (libro editado por Antonio Sanz con traducción de Jon Bilbao) otros relatos de Bram Stoker (Dublín, 1847 – Londres, 1912) que bucean en el terror y en el gótico...

Además de relatos póstumos con tramas y personajes donde los lectores ávidos de Drácula hallarán más sangre, la editorial Páginas de Espuma reúne en Cuentos completos (libro editado por Antonio Sanz con traducción de Jon Bilbao) otros relatos de Bram Stoker (Dublín, 1847 – Londres, 1912) que bucean en el terror y en el gótico de la estela de Poe y en las historias de aventuras y piratas de Stevenson o Conrad. Asimismo, otros cuentos abordan la ficción de pasajes bíblicos o profundizan y se sirven de la experiencia teatral que Stoker poseía. Mucho más que Drácula. Zenda reproduce Diferentes ocasiones en que Sir Henry Irving se libró por poco de la muerte.

 

«La gente me pregunta si algo le ha sucedido a la obra o los actores de Sir Henry Irving durante su actual gira por este país. Ante tales cuestiones me veo obligado a responder negativamente. Sin embargo, cuando se me pregunta si algo podría haber sucedido, mi respuesta es otra muy diferente. Podrían haber pasado muchas cosas, y los posibles resultados podrían haber sido fatales», dijo el director, Bram Stoker, a lo que añadió:

En Kansas estábamos todos en el gigantesco salón de convenciones, especulando sobre el congreso que un partido estaba celebrando allí. Nos preguntábamos cómo se desarrollaría, ya que nosotros no contamos con nada comparable en nuestra orilla del océano, como sabe usted. Mientras deambulábamos admirando la portentosa estructura, nos sorprendieron unos gritos de alarma: «¡Fuego! ¡Fuego!». Corrimos hacia la entrada. El humo nos cegaba y entorpecía la huida. Alguien dijo: «Por aquí. Por aquí». Nos apresuramos en la dirección de la que provenía la voz. Aporreamos una puerta lateral, que se abrió poco después, cuando ya estábamos casi asfixiados por el violento calor y el humo. Mientras nos alejábamos en masa del edificio, se alzaron a nuestra espalda grandes llamaradas y una humareda espesa. Al cabo de apenas unos minutos, las inmensas vigas y riostras de hierro comenzaron a venirse abajo con enorme estrépito, sección tras sección, alabeadas y retorcidas como sacacorchos. Las paredes se desplomaron y el edificio acabó reducido a escombros.

Si hubiéramos estado allí en el momento en que se declaró el incendio y si algo nos hubiera impedido escapar, podría haber sucedido algo incluso peor de lo que he descrito.

***

Una noche, cruzamos el río Missouri. Fue durante la temporada de crecidas. Todo el tren se sacudía como los tranvías cuando pasan por un cruce abrupto. Seguro que conoce usted el zarandeo que se produce en esas ocasiones.

Seguimos adelante sin detenernos. El puente comenzó a curvarse y a descender hacia el río. El maquinista abrió todo el vapor. Nuestro vagón era el último. Sentimos cómo la parte trasera de este se inclinaba y se hundía en el agua. Un tirón más de la locomotora y llegamos a tierra firme.

Pero podría haber sucedido algo serio si hubiéramos cruzado el río en esas condiciones y nuestro vagón se hubiera desprendido del resto del tren y precipitado al río.

En otro punto de nuestro viaje, cruzamos un puente de caballetes de escasa altura, sobre un río muy crecido a causa de las tormentas caídas recientemente. El nivel del agua alcanzaba los cuatro pies por encima de los raíles. Nadie sabía si la estructura de madera continuaba en pie o no. El maquinista siguió adelante, al principio despacio y con cautela, y después cada vez a mayor velocidad. De pronto sentimos una sacudida y a continuación un golpe. La locomotora había caído al río, arrastrando consigo el primer vagón, el de equipajes. El maquinista y el fogonero se ahogaron. Nuestra situación continuó agravándose hasta que apareció una gabarra. La abordamos; estábamos a salvo. Apenas habíamos abandonado los vagones cuando el puente se derrumbó y el tren desapareció bajo las aguas.

Podríamos haber muerto todos si las cosas hubieran sucedido así y si la gabarra no hubiera aparecido justo a tiempo.

***

En Indianápolis fuimos a visitar el monumento a los soldados. Dos miembros de la compañía pensaron que verían mejor el paisaje si se subían a un mástil horizontal. Así lo hicieron. Una ráfaga de viento repentina, junto con el peso adicional del mástil, causó que este se partiera con un fuerte chasquido. Se llevaron a los dos hombres en carretillas. Lo que quedaba de ellos.

Si las cosas hubieran sucedido así cuando visitamos el monumento a los soldados, algo malo nos podría haber pasado.

En el monumento a Washington subimos en el ascensor hasta una altura de casi quinientos pies. Disfrutamos del bello panorama de la capital y de los verdes campos de Virginia, no muy distantes. A la hora de irnos, subimos todos juntos al ascensor. El ascensorista lo puso en marcha. Bajamos despacio al principio, durante los primeros cuarenta pies, pero entonces la cuerda se rompió y caímos de golpe, estrellándonos contra el suelo de hormigón del fondo del foso. Cuando nos sacaron, no teníamos ni un hueso sano, ninguno de nosotros.

Eso podría haber pasado en nuestra visita a lo alto del monumento a Washington, si el ascensor se hubiera soltado, cosa que bien podría haber sucedido.

Cuando llegamos a Nueva York, los setenta miembros de la compañía nos vimos obligados a ir a pie al centro de la ciudad, porque todos los vehículos disponibles se estaban utilizando en el desfile de Dewey. Cada uno de nosotros tuvo que cargar con su bolsa de viaje y sus sombrereras. Habíamos cubierto una pequeña distancia cuando nos topamos con una multitud a la carrera, ansiosa por coger sitio para ver el desfile. La multitud nos arrolló, y veinte de nosotros fueron pisoteados y acabaron muertos. Sus equipajes abiertos, con el contenido desparramado, ofrecían un singular e interesante motivo de estudio.

Todo esto podría haber sucedido si no hubiéramos a Nueva York unos días antes del desfile y si nos hubiéramos topado con una multitud semejante. Cierto es que la compañía, teniendo en mente este potencial episodio, se alegró mucho de abandonar Chicago antes del desfile de Dewey.

***

En un estado del Oeste, cuyo nombre no mencionaré por razones obvias, unos cuantos miembros de antiguas bandas de ladrones de trenes se habían congregado. En un rincón solitario, nuestro tren aflojó la marcha. Se oyeron disparos en el extremo de cabeza, y entonces, un hombre embozado, tocado con un sombrero negro de ala ancha y armado con un Winchester apareció en cada puerta de nuestro vagón. Nos ordenaron alzar las manos. Nos robaron todo cuanto teníamos de valor. A las mujeres les quitaron las baratijas y objetos valiosos que llevaban encima. A dos pasajeros que se resistieron los mataron de inmediato.

Por algún motivo, había corrido el rumor de que en nuestra gira por el país habíamos recaudado millones de dólares, que llevábamos con nosotros, tanto en oro como en monedas. Tal había sido el motivo del robo. La única caja fuerte que había en el tren era la del vagón correo. Al representante de la compañía postal lo mataron a tiros, al igual que al maquinista y al fogonero. Jesse James y sus secuaces sacaron la caja fuerte y la reventaron con un cartucho de dinamita. Dentro no encontraron más que una pequeña suma de dinero. Saltaron a sus caballos y se lanzaron al galope, desapareciendo en la oscuridad.

Esto no sucedió, en absoluto, pero podría haberlo hecho si Jesse James no estuviera muerto y las bandas de ladrones de trenes no se hubieran separado y sus miembros dispersado por todo el país, sin retomar su antigua vocación.

Una noche, durante el clímax de la función y en nuestra última representación, uno de los actores se desplomó en el escenario, presa de una afección cardíaca. Falleció allí mismo, sin llegar a recuperar la conciencia. El suceso fue tan dramático y lamentable, que bajamos el telón y despedimos al público. No nos fue posible repetir la función en esa ciudad, lo que hizo que el episodio resultara aún más lamentable.

Ninguno de nuestros intérpretes sufría ninguna enfermedad cardiaca, pero si alguno la hubiera padecido, fácilmente podría haber pasado algo así.

***

En cierta ciudad, uno de los actores se alojó en un hotel barato. Parte de lo que le dieron de comer consistió en comida enlatada. Esta se hallaba en mal estado y el actor sufrió una intoxicación de tomaína y pereció. Sin embargo, ninguno de nuestros actores se alojaba en hoteles baratos, y ninguno se intoxicó.

***

Un día, un miembro de la compañía estaba asomado a la ventana de su habitación del hotel, fumando. Un anciano, vestido con desaliño, no dejaba de pasar por delante, mirándolo fijamente. Al final, entró en la recepción, dio un nombre y preguntó si el hombre asomado a la ventana se llamaba así; el nombre que dijo era el correcto. Cuando recibió una respuesta afirmativa, insistió en ver al actor. Este aseguró que no conocía de nada al viejo, con todo el aspecto de ser un vagabundo. El anciano se puso tan insistente, que el propietario llamó a un botones para que lo echara. Durante el forcejeo que siguió, el botones fue más brusco de lo debido y el anciano cayó al suelo. Los daños que sufrió fueron tan serios que lo trasladaron de inmediato a un hospital. Al día siguiente, justo antes de morir, dijo que el actor era un hijo al que había perdido hacía mucho y al que llevaba años buscando, y le legó una fortuna de doscientos mil dólares. Cuando la noticia circuló entre la profesión, el actor recibió más de un centenar de ofertas de matrimonio en un mes.

Algo así podría haber sucedido si un viejo mendigo hubiera identificado a uno de nuestros actores como su heredero, del que llevara largo tiempo separado. Parece que los finales felices nunca son posibles.

La marcha de la guerra en Sudáfrica está acarreando tantos cambios en la nobleza que la muerte de un general británico, anunciada una mañana por la prensa, hizo que uno de los actores se descubriera, al levantarse, en posesión de un ducado y una enorme fortuna.

Si un general con título de duque hubiera muerto teniendo un heredero en nuestra compañía, podríamos haber contado con un noble entre nuestra galaxia de estrellas. No obstante, por suerte o por desgracia, la señora Fortuna no deseó que un duque formara parte de la compañía.

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Autor: Bram Stoker. Título: Cuentos completos. Editorial: Páginas de Espuma. 

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