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Cuento de Navidad - María José Solano - Zenda
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Cuento de Navidad

Los primeros dolores llegaron con suavidad, despertándola en mitad de la noche. El vientre abultado dificultaba la postura en la cama, pero en las últimas semanas había logrado amoldar el perfil circular con unos almohadones. En realidad, todo había sido muy sencillo desde el principio: era una mujer joven, casi una niña, y su anatomía...

Los primeros dolores llegaron con suavidad, despertándola en mitad de la noche. El vientre abultado dificultaba la postura en la cama, pero en las últimas semanas había logrado amoldar el perfil circular con unos almohadones. En realidad, todo había sido muy sencillo desde el principio: era una mujer joven, casi una niña, y su anatomía respondía sin esfuerzo al desorden de las vísceras impuesto por la naturaleza para hacer más hueco a la vida. La piel se había ido estirando con flexibilidad y belleza y los músculos se mantenían ágiles y estilizados como siempre habían sido, preparados desde hacía millones de años para soportar el peso de un misterio que ahora parecía tener prisa por abrirse camino.

"Recordaba pensar que si morirse era eso, el Dios que la había preñado disfrazado de guerrero le había mentido"

Se levantó sigilosa para no despertar al hombre que dormía a su lado y se fue al baño. Desnuda frente al espejo observó su cuerpo nuevo, que en pocas horas iba a volver a cambiar otra vez, los pechos hinchados luciendo unas aureolas en idéntica tonalidad oscura que la línea que le circundaba el vientre tenso, desde el ombligo al pubis y que había ido apareciendo con los meses para medir el tiempo de gestación, similar a un gnomon de piel. Recibió la primera punzada a traición, como si su hijo le clavase desde dentro un puñal; como si quisiera abrirse paso a través de la carne con el filo de una espada. Aturdida y en cuclillas, se dijo para sí que había sido más intensa la sorpresa que el dolor. “El dolor sólo es dolor, pequeña”, solía decirle aquel hombre. Y era cierto. Quería pensar en él, pronunciar su nombre como un bálsamo, pero el dolor le evaporaba el aliento. Su cuerpo hermoso de mujer, pan fértil cuando él la fecundó, parecía amasado ahora con harina de cristales rotos. Sin embargo, no consiguió gritar, tan solo organizar en voz baja un ritmo de extraños gemidos ajenos a ella misma, casi de animal herido. Sorprendida, con la sensación de haber caído desde un barco en mitad del oleaje, trató de incorporarse, y en ese momento el agua se derramó por entre los muslos como si aquel mar finalmente la hubiese engullido. Quería respirar, pero las olas ya no eran de agua sino de pezuñas de caballos desbocados que pisoteaban su vientre y su espalda en una desbandada salvaje. Una mano tomó la suya y por unos instantes el dolor se mitigó. Al alzar la cabeza vio al hombre que antes dormía a su lado, los ojos disimulando el miedo, la sonrisa desdibujada pero voluntariosa tratando de tranquilizarla, los brazos seguros colocándola entre unas mantas que había esparcido por el suelo. La ambulancia tardó lo que tarda una pelvis en curvarse, abrirse y dilatarse.  La curva hacia arriba que dibuja el canal del parto estaba lista para que el bebé hiciera su parte, es decir, se extendiera hacia atrás rotando debajo y alrededor del hueso púbico. Dos batas blancas le extendieron el brazo y lo llenaron de agujas, cables y picotazos. Una última inyección en el cuello emborronó primero las imágenes, luego el dolor. Durante siglos o minutos, como en una pesadilla lejana, ella hizo lo que aquellas voces extrañas le pedían: “Empuja, despierta, vuelve a empujar, no, no cierres los ojos, necesitamos que nos ayudes”. No podía explicarse en qué manera podía ella ayudar a aquellos dos desconocidos, pero trató de hacerlo lo mejor posible. De repente todo se paralizó; las voces dejaron de animarla y pasaron a ser susurros preocupados, urgentes: “El bebé se ha dado la vuelta en el último momento. Presentación frontal, mal asunto. Bisturí”. La droga inyectada era una bendición, un milagro, la mayor conquista de la ciencia, pensaba ella. Porque veía a uno de los enfermeros tirar del bebé metiendo unos artefactos parecidos a unas cucharas en su vientre sin sentir nada; los veía esforzarse al otro lado de una cortina de bruma, tirando hacia afuera y tratando de arrastrar con ellos a la criatura que luchaba a contrarreloj por el oxígeno de la vida; los sentía muy lejanos abriendo su piel con la hoja cortante, pero sólo alcanzaba a gemir bajito, con una sonrisa agotada y sedienta. Sólo pensaba en descansar y beber; sólo deseaba morir. Por eso finalmente se rindió y cerró los ojos. Soñó con fuentes de agua en un jardín lleno de flores. Recordaba pensar que si morirse era eso, el Dios que la había preñado disfrazado de guerrero le había mentido. Él le hablaba de cruentos campos de batalla con caballos de ojos desorbitados y vientres destripados, hombres mutilados, moscas, regueros de sangre caliente y sucia, pieles hinchadas bajo el sol y aquellos sesos del compañero que él fotografió como último recuerdo, derramados sobre un hombro como una flor abierta. Sin embargo, la muerte donde ella flotaba ahora en nada se parecía al campo de batallas de su guerrero amado. “Debe de ser cierto lo que me dijo el Ángel”, pensó. “He sido bendecida con un final sin final y mi hijo es el hijo de un Dios”. Entonces sintió una punzada en el pecho y se preparó para recibir una nueva oleada de dolor, pero, para su sorpresa, aquello no dolía; al contrario, era un cálido, desconocido placer. Al abrir los ojos vio al bebé agarrando con sus manitas diminutas y perfectas uno de sus senos y chupando con agresividad de leoncillo la vida caliente y dulce que se derramaba por ellos. Le acarició la cabeza redonda cubierta de pelusilla rubia, que olía a carne cruda, a fiebre y a esfuerzo. “Los seres humanos nacemos luchando”, pensó, y por primera vez en su vida supo lo que era el miedo. Lloró en silencio durante un buen rato porque pesaba demasiado la certeza de saber que a aquel mamoncillo que chupaba su leche y su sangre había otorgado al mismo tiempo un regalo de vida y una sentencia de muerte. El hombre que siempre estuvo a su lado se hallaba acompañado por los dos enfermeros de batas blancas que ahora sonreían tranquilos con signos de fatiga profunda bajo los ojos y en la barba que les azuleaba el mentón como soldados exhaustos. Todos esperaban pacientes a que aquel torrente se apaciguara un poco. Luego el hombre le secó las lágrimas y arropó al niño, acercándose con él a los otros.

Bebé del Hospital de maternidad de Pokrovsk.

Ella miraba la escena desde la cama, envuelta en la penumbra convaleciente de una habitación de hospital: tres hombres sosteniendo una vida que de alguna manera también les pertenecía por la unión de extraños lazos que algunos llaman azar y otros destino. Al ver a aquellos tres hombres cansados sostener por turnos a la criaturilla envuelta en pañales, cayó en la cuenta de que, a pesar de ser 27 de junio en Sevilla, aquella escena se parecía mucho a un milagro de diciembre en Belén. Los dioses, pensó para sí, nunca fueron buenos padres: son coléricos, distantes, arbitrarios, egoístas. Dejan que sus hijos, que nunca son divinos como ellos, mueran crucificados; dejan que sus esposas envejezcan sin amor; dejan a sus amantes esperando en la orilla. Tal vez haya nacido la mujer que sea capaz de cambiar el designio divino. Tal vez.

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María José Solano

Autora de Una aventura griega (Debate) y Jerez (Tinta Blanca). Columnista en ABC Licenciada en Historia del Arte, cofundadora de zendalibros.com, colabora en FD Magazine, ABC Cultural y Diario ABC, donde conduce el podcast de entrevistas "Casa de fieras". Es corresponsable de la editorial Zenda-Edhasa y directora del taller de la Fundación de Arte e Historia Ferrer Dalmau (FFD). mypublicinbox.com/mariajosesolano

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