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Cuatro lecturas cinéfagas-letraheridas - Zenda
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Cuatro lecturas cinéfagas-letraheridas

Dersú Uzala (1921), del ruso Vladimir Arseniev (1872-1930) Un domingo en el campo (1945), del francés Pierre Bost (1901-1975) El nombre de la rosa (1980), del italiano Umberto Eco (1932-2016) Tango satánico (1985), del húngaro László Krasznahorkai (1954) Cuatro autores. Cuatro generaciones. Cuatro literaturas distintas (tres muy conocidas y traducidas, una casi ignota). Cuatro novelas...

Hace exactamente cuatro meses, el 10 de junio pasado, escribí: “Por gentileza de Arturo Pérez-Reverte y el buen hacer de Leandro Pérez, a los que agradezco su ofrecimiento, inicio mi colaboración en Zenda Libros con una sección que espero aporte algo de valor, por mínimo que sea, a los lectores. Digo lectores cuando quizá debiera decir letraheridos cinéfagos.” De ahí el título de este artículo. Bien; durante este verano han abundado las lecturas de poesía y ensayo, a razón de uno o dos libros por semana. Como la sección la bautizamos Del papel a la pantalla leí o releí los siguientes libros, cuatro narraciones del siglo XX que me han entusiasmado por distintos motivos:

Cuatro autores. Cuatro generaciones. Cuatro literaturas distintas (tres muy conocidas y traducidas, una casi ignota). Cuatro novelas adaptadas al cine. Cuatro espléndidas traducciones. No se suele hacer en un texto, al menos no al inicio de un comentario de un libro, pero a estas alturas el lector ya sabe que quien le escribe es un heterodoxo, por tanto lo escribo:

"Puede que Dersú Uzala no tenga la calidad literaria de los grandes clásicos rusos, de Tolstoi a Bulgákov, pero en cambio contiene una verdad primigenia que te atrapa"

Mi sincera enhorabuena a los cuatro traductores, Teresa Ramonet, Regina López Muñoz, Ricardo Pochtar Brofman y Adan Kovacsics Meszaros. Cada uno a su modo, intuyo que han sabido captar el espíritu original de las obras traducidas. Al menos así se lo parece al lector en español, por su riqueza lingüística, léxica, sintáctica y semántica. En el caso de Ramonet, con la doble dificultad —ignoro el motivo editorial de la decisión— de no traducirlo directamente del ruso sino de otra traducción del francés, lo que implica una doble interpretación o reinterpretación si prefiere —algo que no se debe hacer, pues hay numerosas traducciones de lenguas eslavas, especialmente el ruso y polaco, que no son directas de los originales sino de otras traducciones inglesas o francesas. Por lo general suelen ser malas, pobres o inexactas. No es este el caso—. No profundizaré en los argumentos de estos libros, pues son de fácil acceso. Voy con las lecturas y los ejercicios mentales que me han inspirado.

Dersú Uzala

Escrita por el explorador, topógrafo y naturalista ruso Vladimir Arseniev, Dersú Uzala es una joya del realismo ruso presoviético (aunque se publicó cuando ya existía la Unión Soviética) ambientada entre 1902 y 1907, con un epílogo en 1908 tras la muerte del protagonista, en el extremo más oriental de Siberia, en la cuenca del río Amur y, especialmente, del Ussuri, su afluente más al sureste. Puede que no tenga la calidad literaria de los grandes clásicos rusos, de Tolstoi a Bulgákov, pero en cambio contiene una verdad primigenia que te atrapa. Narra las aventuras de Arseniev y el cazador Dersú Uzala, un nómada siberiano perteneciente a una etnia muy minoritaria, la de los hezhen (en chino) o nanái (denominación rusa), que hablan unas lenguas tunguses cada vez más menguantes. Dersú se autodenomina en su idioma, gold, es decir nanai, que es el dialecto tungús que él y los suyos hablan en la cuenca del Amur.

"El relato te toca el alma. Cuando Dersú salva la vida de su nuevo amigo y la suya propia construyendo rápidamente una cabaña con ramas, para evitar morir congelados en una impresionante ventisca de nieve, sabes que el espíritu humano está ahí, puro, sencillo, valeroso, noble, fuera de todas las parafernalias, ritos sociales y tecnologías contemporáneas"

Al margen de que se base en hechos reales, sus dos grandes bazas son la defensa de la naturaleza, panteísta en el caso de Dersú Uzala y ecologista en el de Arseniev (ambos son cazadores, pero lo son por pura necesidad de supervivencia, jamás por hobby, placer, deporte o esnobismo, como la caza actual; cazar para comer está justificado, matar por placer es un crimen) y, especialmente, un canto a la amistad. En tiempos de creciente xenofobia que dos personas de etnia, lengua y cultura distintas se hagan amigos íntimos, hermanos, es un mensaje no sólo a tener en cuenta sino de una modernidad aplastante. Si es moderno hoy, pensemos en 1921 —las notas de los viajes siberianos son de entre 1902 y 1907— cuando el mundo, especialmente el anglosajón, galo y belga, estaba dominado por un colonialismo explotador de personas y recursos. Lo increíble o paradójico es que Dersú Uzala fue un best-seller, primero en ruso y luego en francés e inglés. Arseniev describe a Dersú en su primer encuentro como alguien que “se comportaba con modestia pero sin la menor humildad… En el curso de nuestra larga conversación, me contó su vida. Tenía delante de mí a un cazador primitivo que había pasado toda su existencia en la taiga. Ganaba con su fusil para ir tirando, cambiando los productos de su caza por tabaco, plomo y pólvora que le facilitaban los chinos. Su carabina era una herencia que le venía de su padre. Me dijo que tenía cincuenta y tres años y que jamás había tenido domicilio. Viviendo siempre al aire libre; únicamente en el invierno se acondicionaba una yurta [cabaña indígena, N. del T.] provisional, construida de raíces o de corteza de abedul. Sus recuerdos de infancia más antiguos eran el río, una choza, una hoguera, sus padres y su hermanita.” (Arseniev, 2016, 26-27)

Leí Dersú Uzala a finales de julio, con parsimonia, dejándome llevar por las imágenes. Los relatos que pueden resultar repetitivos para los lectores que no sean amantes de la naturaleza, a mí me resultaron fascinantes, me descubrieron flora y fauna que desconocía y me abrieron diferentes perspectivas sobre otros seres vivos que sí había visto en documentales o zoológicos, como el tigre siberiano, el oso, el ciervo, el jabalí y, especialmente, el glotón, el mamífero más fiero y valiente que existe. El relato te toca el alma. Cuando Dersú salva la vida de su nuevo amigo y la suya propia construyendo rápidamente una cabaña con ramas, para evitar morir congelados en una impresionante ventisca de nieve, sabes que el espíritu humano está ahí, puro, sencillo, valeroso, noble, fuera de todas las parafernalias, ritos sociales y tecnologías contemporáneas. Allí se respira Verdad, insisto.

Es obvio que nunca hubiese leído el libro de no haber visto antes la película soviética que el japonés Akira Kurosawa estrenó en 1975. La vi en televisión, en filmoteca y en deuvedé. Esos tres visionados no enturbiaron para nada el placer lector. Por tanto, el lector que ya conozca el film —en el caso de los cinéfilos son prácticamente todos los que lo han visto (o de lo contrario no son verdaderos cinéfilos, pues es una obra maestra parte del canon)—, acaso no perderá su tiempo leyendo el libro. Kurosawa selecciona los pasajes que más le interesan. De lo contrario habría dado lugar a una película de veinte o treinta horas, pues los episodios son numerosos. En 2007 escribí: «Quizá nunca se ha filmado ni se volverá a filmar de modo más preciso la naturaleza en toda su extensión y esencia como en Dersu Uzala, una de las grandes, grandísimas obras maestras de la historia del cine«. Dicen que las mayores genialidades artísticas tienen lugar en épocas de crisis creativas. Eso es lo que le ocurrió a Akira Kurosawa. Después de un frustrado intento de suicidio en 1971 motivado por el fracaso crítico y comercial de Dodes’ka-den (Dô desu ka den, 1970) el maestro nipón filmó la que para muchos es su mejor obra, Dersu Uzala. Desde luego la maestría plástica y la unidad formal entre forma y contenido (tópico que aquí sí hay que tener en cuenta) no había alcanzado tal perfección desde el genial policiaco Los canallas duermen en paz (Warui yatsu hodo yoku nemuru, 1960).

"El pictoricismo paisajista no es un esteticismo superfluo sino una necesidad ontológica para describir la naturaleza y los personajes integrándose en ella, algo patente en la secuencia de la construcción del iglú de espigas para evitar la ventisca helada de una dura tormenta"

Dersu Uzala no es stricto sensu un film japonés. Es un híbrido euroasiático. Kurosawa fue un cineasta occidentalizado. Por eso cuando Sergei Guerasimov viaja a Tokio en 1972 y le ofrece dirigir en la URSS, Kurosawa —lector voraz de la literatura rusa— decide adaptar una lectura de juventud, las memorias de un explorador ruso de principios de siglo. El film narra con inaudita sensibilidad y aliento poético zen la historia de aprendizaje y amistad entre el cazador Dersú Uzala (Maksim Munzuk) y el capitán Vladimir Arseniev (Yuri Solomin), un topógrafo que recorre la taiga siberiana acompañado de sus soldados. El choque cultural es exógeno al film (la mirada japonesa de Kurosawa frente a las culturas rusa, soviética y siberiana) y también endógeno (la visión rusófila de Arseniev confrontada a la siberiana de Dersú) lo que hace inagotable e inasible la esencia de Dersu Uzala. La dualidad entre la visión del mundo de Dersú y Arseniev se multiplica en otra bipolaridad, la del ojo cinematográfico de Kurosawa a través de las rememoraciones etnográficas y humanas de Arseniev. Narrador y narratario se funden en una cosmovisión de la creación. La hermosa amistad surgida entre Dersú y Arseniev se muestra en un largo flash-back en 1902, cuando se conocen en la región de Ossuri; después una elipsis nos sitúa en 1907, en otro nostálgico flash-back que describe el segundo encuentro entre ambos.

La depuración narrativa es producto de la puesta en escena que tiende al plano general y al plano contexto en detrimento de los primeros planos y los planos medios y que opta por la panorámica en lugar del travelling (y por supuesto suprime el zoom, tan común en la época, incluso en Kurosawa). El pictoricismo paisajista no es un esteticismo superfluo sino una necesidad ontológica para describir la naturaleza y los personajes integrándose en ella, algo patente en la secuencia de la construcción del iglú de espigas para evitar la ventisca helada de una dura tormenta. En suma, una metáfora del nomadismo integrado en el ecosistema de la taiga –divinizada por Dersú– versus la civilización destructora. En su fino análisis filosófico-estético del film, el doctor en filosofía Manuel Artime efectúa una lúcida reflexión: “Dersú es un luchador, un superviviente, la muerte está siempre presente (miedos, sueños, tormentos y Hamba/tigre). El hombre siente vértigo porque vislumbra el caos, tiene ráfagas de consciencia de su condición de indigente, de la precariedad de los medios. La indigencia se hace patente cuando comienza el declive del cazador, es en ese momento cuando Dersú comienza a ser presa; así la Taiga lo devuelve al ciclo de la vida. Si la supervivencia es el tema central del film, la muerte ha de ser el desenlace inevitable.” Exacto. No se puede explicar mejor.

Para quienes no conozcan la película, la lectura del libro quizá sea aún más sorprendente y enriquecedora. Es el algo que los que vimos la película ya nunca podremos saber.

Un domingo en el campo

Otro ejercicio distinto lo efectué antes, en junio, con Un domingo en el campo, de Pierre Bost, otro autor, más célebre en Occidente, del que no había leído nada. Me mandó el libro la editorial, Errata Naturae, que lo promocionaba con esta frase: “Una delicada joya impresionista —lleno de encanto y con un toque de melancolía— que inspiró la mítica película homónima de Bertrand Tavernier.” Confieso que no había visto dicha película. Algo raro, no porque sea historiador de cine, sino porque soy un admirador de Tavernier, he visto muchos de sus films —tiene más de treinta largometrajes— y, sobre todo, llevo veinte años leyendo y releyendo sin parar su libro de 50 años de cine norteamericano, escrito junto a Jean-Pierre Coursodon y publicado aquí por Akal. En este caso, por tanto, el ejercicio lector y el de análisis crítico eran distintos al de Dersú Uzalá. Son distintos, corrijo, pues aún no he visto la película. Los editores creyeron necesitar de la promoción cinéfila para comercializar el relato. Creo esto, y que me perdonen si estoy equivocado, porque el título original del relato de Bost es Monsieur Ladmiral va bientôt mourir, es decir, El señor Ladmiral morirá pronto. Ciertamente Un domingo en el campo parece un título más comercial, no sé si mejor. Pero la literatura de Bost, fina, exacta, precisa, impresionista y de una sutileza tan admirable como infrecuente, no necesita de las muletas del gran Tavernier. El relato se sustenta solo. Y se lee, literalmente, del tirón. (Al menos, en mi caso: lo leí seguido en una tarde y parte de la noche, sin interrupción de ningún tipo y, por supuesto, un domingo, frente a un jardín.) Es un acierto haberlo publicado y uno se pregunta por qué se han tardado más de setenta años en rescatar esta gema delicada, trufada de sensibilidad y conocimiento perfecto del espíritu humano, sus cuitas y anhelos, sus sufrimientos y esperanzas. Para poder afirmar esto, en una segunda lectura subrayé párrafos tan cargados de grandísima literatura como los que siguen:

“Urbain Ladmiral, Premio de Roma, miembro del Instituto, había obtenido los más altos reconocimientos en el Salón, había retratado a numerosas personalidades y había recibido importantes cargos de Estado, sin tan siquiera tener que mover los hilos de sus contactos que, sin embargo, eran abundantes, y muy útiles. Pero los contactos de veras útiles son los que no necesitan siquiera que movamos los hilos; se mueven solos. El señor Ladmiral reconocía con sinceridad que nunca había sido un pintor genial. Aquella casi modestia en un hombre que sin embargo se estimaba muy por encima de su valor le había hecho pasar, como ocurre siempre, por un gran modesto, y le había granjeado toda clase de honores, beneficios y orgullo. Sumado esto a las satisfacciones de vanidad que le procuraba su carrera, dicho orgullo había permitido al maestro Urbain Ladmiral llevar una vida feliz. Tanto más cuanto que adoraba la pintura, si bien poseía el suficiente buen gusto para no apreciar demasiado la suya.” (Bost, 2018, 18)

¿Se puede describir mejor a un personaje? ¿Se puede decir más con menos?

"Recomiendo leer este libro especialmente a los que creen carecer de tiempo para leer novelas muy extensas. Es un relato breve y plácido que se degusta con placer"

Aquí va la nuera. Atentos. “Marie-Thérèse tenía prácticamente todas las virtudes, pero muy escondidas. Había sido uno de los motivos de la gran extrañeza que al señor Admiral le produjo que su hijo se casara con aquella mujer, y de la que nunca se había recuperado del todo. […] Ella quería a su suegro, por la razón que a los miembros de la familia se les tiene afecto, así como a los de la familia política, mientras no estén en juego las cuestiones de amor propio, y ella era feliz así. Porque era feliz, ciertamente. Algo despacio, pero con aplicación y placidez. Los días siempre tenían veinticuatro horas, la casa iba bien.” (Bost, 2018, 16)

Y la traca final, ya hacia la conclusión del relato, en donde el humor del narrador se vuelve más cáustico: “A los hijos les cuesta tanto aceptar aquello que les fastidia de sus padres que nunca entienden que los padres deben hacer un esfuerzo aún mayor.” Una reflexión de altura a la altura de un relato aún mayor.

Recomiendo leer este libro especialmente a los que creen carecer de tiempo para leer novelas muy extensas. Es un relato breve y plácido que se degusta con placer.

El nombre de la rosa

Stat rosa prístina nomine, nomina nuda tenemus.

(Umberto Eco, “Il nome della rosa”, 1980)

Aquí invierto los términos. Antes de abordar la novela, comienzo hablando de la película, estrenada en 1986 con cuatro títulos en los cuatro idiomas de los países productores: The name of the Rose / Der name der rose / Le nom de la rose / Il nome della rosa. Siempre que se adapta al cine una novela extremadamente popular surgen las inevitables comparaciones. Para los puristas y literatos más extremistas la versión fílmica que Jean-Jacques Annaud realizó partiendo de la novela El nombre de la rosa de Umberto Eco, sobre un guión del excelente guionista Gérard Brach, no tenía punto de comparación con el libro. He aquí el error. La comparación. Las películas hay que juzgarlas per se, atendiendo a sus méritos o errores cinematográficos, no en función de si son más o menos fidedignas con su precedente literario, sea este una novela, un cuento, una obra teatral o, por qué no, un guion original (que también me parece una pieza literaria, aunque sea una work in progress). Evidentemente que el film de Annaud no contiene todas las maravillosas esencias y pasajes de la novela de Eco. Eso sería imposible. Con esta o con cualquier otra novela. No obstante, juzgado en sí mismo, el film El nombre de la rosa es una buena obra, me atrevería decir que una gran obra, de lo mejor que en Europa se ha rodado en régimen de coproducción en los años ochenta. La dirección artística que recrea el siglo XIV es increíble, obra del gran Dante Ferretti, ayudado por su esposa Francesca Lo Schiavo, responsable de los decorados, entre los que destaca especialmente el de la biblioteca, así como el vestuario sucio, gastado, verista, diseñado por Gabriella Pescucci y una fotografía lúgubre y tenebrosa en unos colores sensacionales del operador Tonino Delli Colli. Curiosamente, casi todo el equipo artístico estaba compuesto por italianos.

"Es, tras El alquimista, de Paulo Coelho, la segunda novela más vendida y leída en lengua romance de la historia de la literatura moderna. Desde el Quijote. Sí, has leído bien"

El punto de partida argumental es conocido, pero no está de más recordarlo: una mañana de noviembre de 1327 el monje franciscano Guillermo de Baskerville (Sean Connery), acompañado del novicio Adso de Melk (Christian Slater), llegan a una abadía benedictina del norte de Italia para averiguar la identidad de un asesino, el que ha dado muerte al miniaturista Adelmo da Otranto. Mientras permanecen en la abadía, otros monjes son asesinados misteriosamente. De inmediato se detecta una rivalidad manifiesta entre el monje benedictino Bernardo Gui (magistral interpretación de un detestable inquisidor, a cargo de F. Murray Abraham) y el franciscano Guillermo de Baskerville. Su rivalidad viene de largo. Eco —y Annaud en el film— trató de dejar bien claro para los neófitos en historia medieval las diferencias ideológicas irreconciliables entre benedictinos y franciscanos: la luz frente a las tinieblas, razón frente a superstición, derecho canónico frente a inquisición, humanismo frente a inmovilismo.

Guillermo de Baskerville (con este apellido Eco homenajea a Arthur Conan Doyle y a uno de los más famosos relatos de Sherlock Holmes, El perro de los Baskerville, en el que la superstición también juega un papel clave) pone en marcha su implacable método deductivo y ayudado por su discípulo, logra dar con el autor de los crímenes, cuyo modus operandi es todo un alarde de imaginación maléfica. En suma, una obra muy estimable en la que la intriga y el misterio sí acuden a la cita. Sobre la novela, lo primero que hay que señalar es que no se puede añadir mucho más a los ríos de tinta que generó. Baste un dato. Es, tras El alquimista, de Paulo Coelho, la segunda novela más vendida y leída en lengua romance de la historia de la literatura moderna. Desde el Quijote. Sí, has leído bien. Y la primera en italiano, por supuesto. Desde 1980, en menos de cuarenta años ha vendido más de cincuenta millones de unidades —lo que supone más de setenta millones de lectores contando los préstamos bibliotecarios y los numerosísimos clubes de lectura— y su influencia cultural no sólo se extendió rápidamente, sino que sigue viva. Además de la película se han hecho adaptaciones radiofónicas y teatrales, ha inspirado pinturas, canciones, discos musicales, cómics, otras novelas, ensayos, relatos e incluso un videojuego.

"La literatura de Krasznahorkai es poderosa, desconcertante y precisa, apocalíptica y sucia, distópica y lóbrega, alucinada y diabólica, de un humor cuasi metafísico, urdido con paciencia y ambición, una prosa tan mágicamente satánica como corrosivamente grotesca"

Es novela popular, pero a diferencia del libro de Coelho, que es un bodrio —El alquimista es de una indigencia mental que sonroja, lo leí el pasado verano y no salía de mi asombro ante tal mediocridad, el libro más leído del siglo veinte un churro infantiloide plagado de tópicos y lugares comunes—, El nombre de la rosa es una obra maestra de la erudición y probablemente la narración que mejor combina la novela de intriga con la histórica. Desgraciadamente es infrecuente, por no decir que no pasa casi nunca en las últimas cuatro o cinco décadas, que una novela de altísima calidad literaria sea de lectura masiva y se traduzca a todas las lenguas conocidas. Para captar los múltiples saberes humanísticos de Umberto Eco (un novelista que admiro y del que recomiendo leer casi todo, especialmente su novela La isla del día de antes y sus ensayos Apocalípticos e integrados y Lector in fabula. Cómo hacer una tesis, que deberían leer nuestros políticos más iletrados, y su último libro antes de su triste pérdida, De la estupidez a la locura, Crónicas del futuro que nos espera, una excelente recopilación de artículos de prensa en donde da rienda suelta a toda su vasta cultura y su inteligencia analítica plagada de sentido común y capacidad de observación) hacía falta un traductor que comprendiese no sólo la lengua italiana sino el mundo relatado, la Italia del siglo XIV, la gran cultura europea. El acierto en la edición española fue total. La traducción del poeta argentino Ricardo Pochtar Brofman es ya un clásico moderno y ejemplo a seguir. Él mismo lo hizo, pues en 1988 presentó en Aguilar una gran traducción de El gatopardo de Lampedusa, otra obra maestra de la que espero hablar en otro artículo.

Tango satánico

Vamos ahora de la novela muy conocida y popular a la rareza. De László Krasznahorkai había leído ya hace años Melancolía de la resistencia (1989), en la edición que Acantilado publicó en octubre de 2001. Me acerqué a ella porque había sido adaptada por Bela Tarr en una de las cumbres del cine moderno, Werckmeister Harmonies, del que hay dos montajes, uno de 1997 y otro de 2000, que es el que yo conozco y vi, absolutamente subyugado, en el Cine Doré de Filmoteca Española. Incluí un análisis del film en mi libro El cine europeo. Las grandes películas. Sabía que Acantilado y Adan Kovacsis habían publicado en español otros tres libros de Krasznahorkai, pero, pacientemente, esperé más de una década a que publicasen Sátántangó, es decir Tango Satánico (1985). Por fin, en 2017 salió la ansiada edición. En mi grado de locura, friquismo fetichista o disparate preconcebido, hice otro ejercicio que de literario-cinéfilo pasaba, en triple salto mortal, a acto letraherido-cinéfago. Me prohibí a mí mismo ver Satántango, de Bela Tarr (un largometraje de siete horas y media de duración en blanco y negro) hasta que no hubiese leído Tango satánico, de Krasznahorkai. Ni lo vi en la Filmoteca en su día, ni en la Cinemateca de Lisboa hace años, ni tampoco en la edición en DVD de Clavis Films que adquirí en uno de mis viajes a París y que descansa, desde entonces, en uno de los estantes de mi biblioteca, entre libros de Acantilado, Impedimenta, Libros del Asteroide, Atalanta y Siruela y películas a cada cual más rara, húngaras, checas, turcas o qué sé yo.

"Krasznahorkai es para mí un hermano intelectual, como lo es Cartarescu, aunque por supuesto ellos rayan a una altura a la que algunos jamás llegaremos, además de por el talento artístico innato, porque para lograr esas literaturas han renunciado a casi todo, consagrándose hasta tal punto que casi han abandonado la vida"

Mi lectura, por tanto, fue distinta a la de El nombre de la rosa o Dersú Uzala, que leí, recordad, tras haber visto ya las películas. Pero no piense el lector que es igual a la de Un domingo en el campo por el hecho de no haber visto la película adaptada. La recepción lectora es otra. ¿Por qué, si tampoco conocía el film resultante? La diferencia aquí es que no conozco el resto de libros de Bost —laguna que debo cubrir— pero sí conozco bien no sólo el cine del gran Bela Tarr sino la rica literatura de su amigo y socio Krasznahorkai, su literatura poderosa, desconcertante y precisa, apocalíptica y sucia, distópica y lóbrega, alucinada y diabólica, de un humor cuasi metafísico, urdido con paciencia y ambición, una prosa tan mágicamente satánica como corrosivamente grotesca. Quizá Tango Satánico no sea tan perfecta como Melancolía de la resistencia o simplemente se deba a que leí primero la segunda, ambas son un díptico posmoderno, en todo caso. Leí y subrayé Tango Satánico como un poseso, hechizado, especialmente párrafos de los capítulos titulados La labor de las arañas I, La labor de las arañas II, La perspectiva vista de frente y ¿Ascensión?, ¿alucinación?, en donde a mi juicio palpita el mejor Krasznahorkai.

Me recordó a Kafka, a Schulz, a Bulgákov, a los relatos fantásticos de Ana Blandiana, al Cartarescu de Lulú (Travesti). Ese contraste entre la realidad y lo subjetivo, entre lo serio y lo banal, lo metafísico-escatológico, nutren toda la obra de un halo misterioso, un mecanismo casi perfecto de la psicología de la esperanza en donde la metáfora melancólica en un mundo en putrefacción da lugar a situaciones de genio o locura, de claustrofobia interior y, lo que es peor, exterior, con esa lluvia constante, ese viento comunista que lo barre todo, las historias personales y la propia historia de Hungría. Podría seguir hasta mañana. Diré que es una lectura difícil, exigente. Pero su autor no merece menos. Comenzó la novela en 1978 (mismo año, por cierto, en el que Umberto Eco iniciaba la escritura de El nombre de la rosa) y la escribió durante cinco años, hasta 1982 aproximadamente. Tenía entre 24 y 28 años. Creía en la literatura como forma de cambio humano. Y, como hijo de la posmodernidad, sabía que la obra no se escribe sino que es escrita, y se completa sólo como tal cuando es leída. La publicó en 1985, con 31 años. Contiene todos los defectos y virtudes de una primera novela en donde se quiere contar mucho, acaso demasiado (modestamente, con esas mismas edades publiqué mi primera novela, Ensoñación (2012), concluida cuando cumplí 31 años y publicada a mis 35). Krasznahorkai es para mí un hermano intelectual, como lo es Cartarescu, aunque por supuesto ellos rayan a una altura a la que algunos jamás llegaremos, además de por el talento artístico innato, porque para lograr esas literaturas han renunciado a casi todo, consagrándose hasta tal punto que casi han abandonado la vida. Al menos lo hicieron en su juventud y primera madurez. Vivir por y para los libros. Un encierro mental que produce obras alucinatorias, alucinantes y alucinadas.

Ahora, cuando concluyo estas líneas, releo el inicio de la novela, de una brillantez que habla por sí sola:

“Una mañana de finales de octubre, poco antes de que las primeras gotas de un otoño largo e implacable cayeran sobre la tierra reseca y agrietada en la zona occidental de la explotación (para que luego un mar de barro hediondo volviera impracticables los caminos e inalcanzable la ciudad hasta la aparición de las primeras heladas), Futaki se despertó al oír unas campanadas. A unos cuatro kilómetros en dirección suroeste, en lo que fueron los antiguos terrenos de los Hochmeiss, se alzaba una ermita solitaria, pero ahí no quedaba campana alguna, es más, la torre se había derrumbado en la época de la guerra; y la ciudad se hallaba demasiado lejos para que de allí llegara sonido alguno. Además, esos sones triunfales, entre retumbantes y tintineantes, no semejaban los de una remota campana, sino que parecían venir de cerca (“como si fuese del lado del molino…”), traídos por el viento. Futaki se acodó sobre la almohada para mirar por el ventanuco de la cocina, pero la explotación, sumida en los colores azulados del alba y en el ya menguante repiqueteo, permanecía en silencio e inmóvil al otro lado del cristal medio empañado: en aquellas casas alejadas la una de la otra, sólo la ventana del doctor velada por una cortina filtraba cierta luz, pues se daba la circunstancia de que su habitante llevaba años sin poder dormirse a oscuras. Contuvo la respiración para no perderse ni uno de aquellos toques que iban y venían como una marea, pues quería averiguar su procedencia (“Seguro que estás dormido todavía, Futaki…”) y para ello necesitaba cada sonido por muy tenue que fuese. Con sus ya legendarios pasos de suavidad felina, se acercó renqueando por el gélido suelo mosaico de la cocina a la ventana (“¿No hay nadie despierto? ¿Nadie lo oye? ¿Nadie salvo yo?”), la abrió y se asomó. Lo asaltó un aire húmedo y acre, y hasta tuvo que cerrar los ojos un instante; en medio del silencio intensificado por el canto de un gallo, por lejanos ladridos y por el aullido de un viento cortante y feroz que acababa de levantarse aguzó el oído, mas fue en vano, pues no oyó nada excepto los latidos opacos de su corazón, como si todo no hubiera sido más que el juego fantasmagórico de su duermevela, como si (“… alguien hubiera querido asustarme”). Contempló con tristeza aquel cielo que no auguraba nada bueno, los restos abrasados del verano recorrido por bandadas de langostas, y de pronto vio desfilar en una misma rama de acacia la primavera, el verano, el otoño y el invierno, como si percibiera la totalidad del tiempo que jugueteaba en la esfera inmóvil de la eternidad mostrando una infernal línea recta, la cual daba la impresión de atravesar el paisaje escabroso del caos y, al crear así la altura, alimentaba a la vez la ilusión de que el vértigo era algo necesario… Y se vio a sí mismo en una cruz de madera formada por la cuna y el ataúd, se vio allí agitándose, atormentado hasta que finalmente una sentencia árida—que no conocía distintivos ni distinciones y sonaba como un chasquido—lo entregaba desnudo a los lavadores de cadáveres, a las risotadas de despellejadores afanados, en un lugar donde comprobaría sin piedad, fríamente, la verdadera medida de las cosas humanas, donde constataría que ni un solo sendero lo conducía de regreso, pues para entonces se habría enterado ya, además, de que había ido a parar a una partida cuyo resultado estaba decidido de antemano y en la que los tahúres lo despojarían incluso de la última arma que poseía: la esperanza de poder retornar algún día a casa.” (Krasznahorkai, 2017, 9-10)

Cierro el libro, apago el ordenador y me dispongo a ver Sátántangó durante siete horas y media (horas no seguidas, sino interrumpidas por la vida que late a mi lado y que impide este tipo de encierros pueriles o casi seniles). Estoy seguro que las palabras de Krasznahorkai, que aún revolotean por mi cabeza, se insertarán en las imágenes de Tarr de manera aleatoria, confusa, desordenada, creando de lo fragmentario nuevos significados, añadiendo capas a la cebolla, dotándola de distintos sabores inusitados, aflorando símbolos que quizá ambos no habían previsto. Es una de las muchas virtudes de la buena literatura, y del gran cine.

Bibliografía en español:

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Diego Moldes

Diego Moldes (Pontevedra, 1977) es escritor –ensayista, novelista, poeta– e historiador de cine.Doctor en Ciencias de la Información (Universidad Complutense), licenciado en Publicidad (Universidad de Vigo), máster on Publishing (Oxford Brookes University) y en Dirección de Fundaciones por el CEU. Fue guionista y presentador televisivo, ejecutivo de marketing y es profesor universitario. Ha publicado 11 libros. Es autor de 21 libretos de DVD y Blu-ray, y coautor de 31 libros colectivos, la mayor parte de Historia del Cine. diegomoldes.com · @DiegoMoldesGonz

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Rafael Marín
Rafael Marín
1 año hace

La verdad es que es un artículo muy repetitivo y que no dice NADA de la novela como hecho narrativo. ¿Qué hay de la imaginaria biblioteca que es un mapamundi?

Ricarrob
Ricarrob
1 año hace

Yo recuerdo haberlo leìdo, la primera vez, sobre el 85 `o el 86. Y recuerdo estar de baja, con gripe y recuerdo haberlo leído compulsivamente en tres enfebrecidos días. También una de mis mejores lecturas, una y otra vez después de aquella. Cada vez que lo vuelvo a leer me sorprende con nuevos matices.

Cuando he leído lo que ha escrito usted sobre «Cómo escribir una tesis» me ha recordado al inefable, al divino, al infatigable y resistente dueño de la biblioteca perfecta, promocionada por Zenda, en la que no creo que estén estos dos libros: ni «El Nombre de la Rosa» ni «Cómo escribir un tesis».

Estupendo artículo. Saludos.

William Valencia
William Valencia
1 año hace

Comentarios muy personales y pertinentes, aunque podría haber sido más profundo. Y sí,Umberto Eco, excepcional, maravilloso, erudito, sin ser empalagoso, debería ser premio Nobel de literatura.

Devora
Devora
1 año hace

Gracias por este artículo, Eduardo Martínez Rico.
Soy Devora Pascual de República Dominicana, recién termine mi sublime tiempo de lectura de El Nombre de las Rosas de Umberto Eco y al igual que usted, creo que es una obra difícil de leer e interpretar con mucho latín y otras cosas, pero es un libro muy enriquecedor de cerebros.
En esta obra aprendí el arte de jardinear mi propia vida.
Pienso que me hubiera gustado besar el cerebro de Umberto Eco.

Luisa
Luisa
1 año hace

Totalmente d acuerdo
Yo todos los años en algún momento vuelvo a leerlo al igual que Sinhue d Waltari,y siempre «hay algo nuevo» junto a lo subrayado que en un momento dado me gusto!

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