En 2016, la publicación de La España vacía, de Sergio del Molino, se convirtió en un fenómeno editorial y proyectó un foco de atención sobre la realidad de las grandes zonas de nuestro país afectadas por un proceso, al parecer imparable, de despoblamiento. Fue la gran novedad de la temporada y, en parte, una llamada de atención hacia la sociedad, incluida la llamada clase política, por el olvido a que estaban sometidas amplias comarcas de nuestro país. Sin embargo, de entonces a hoy, pocos han sido los periodistas, críticos o expertos en literatura que señalaran que la novedad solo lo era en parte, puesto que ya en nuestra historia literaria contábamos con una larga estela de libros publicados sobre esos universos interiores. El proceso de “vaciamiento” de extensas zonas del país comenzó a tomar cuerpo en los años cincuenta y primeros sesenta, coincidiendo con el primer plan de desarrollo del franquismo, con el hambre y la miseria que se extendió por las zonas rurales, y con un imparable fenómeno migratorio, tanto del campo a la ciudad como desde España hacia los países desarrollados de la Europa democrática, en proceso de reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial.
Respecto a ese proceso, la literatura solo parcialmente estuvo al margen. Hubo autores, algunos muy conocidos, que estuvieron atentos a esos procesos, que recorrieron campos, pueblos y ciudades y que retrataron ese mundo en deterioro y en proceso de ocultamiento. La España vacía y, de manera especial, la más deprimida, asomó en textos decisivos de nuestras letras. Hay una correspondencia casi perfecta entre el despoblamiento de nuestro mundo rural y la aparición en las librerías de algunos títulos emblemáticos. Quizá el precedente más claro (por no remontarnos a los textos de Unamuno o Azorín de principios del siglo XX) lo tengamos en la generación del medio siglo o de los “niños de la guerra”. Escritores nacidos en los años veinte, que crecieron y maduraron en la posguerra y cuyos comienzos literarios estuvieron muy vinculados al viaje y al conocimiento de una España relegada por el franquismo, optaron por una literatura testimonial que tendría en la descripción de la realidad un componente básico. Jóvenes universitarios o escritores vocacionales no vinculados a la universidad se echaron al camino a descubrir y contarnos el país que vivía al otro lado de las grandes ciudades.
Se pueden considerar como precedentes de libros como La España vacía aquellos escritos por autores la Generación del 50 con una vocación vindicativa y de testimonio. Escritores condenados a guardar silencio o a ejercer sus derechos civiles en la clandestinidad encontraron en una suerte de actualización de las viejas aspiraciones de la parte más avanzada de la Generación del 98 y del movimiento regeneracionista, una forma de denunciar la realidad de la “otra España”. Parte de esa aspiración cívica puede ser considerado un libro como Campos de Níjar (1960), el recorrido de un joven Juan Goytisolo por las comarcas más miserables de la provincia almeriense, o Caminando por las Hurdes, escrito a dos manos por Armando López Salinas y Antonio Ferres, también publicado en 1960, en el que relatan un viaje, en parte a pie, por una comarca abandonada por las administraciones desde tiempos remotos: a finales de los 50, Las Hurdes apenas había cambiado en relación con la que retrataran, décadas antes, Luis Buñuel o Gregorio Marañón y visitara Alfonso XIII en 1922. Ahí estaba la trastienda oculta de España. Aquel libro, como el de Goytisolo, despertó la atención de otros autores hacia zonas deprimidas y de difícil acceso: Ramón Carnicer se acercó a otras “Hurdes”, en la frontera entre Zamora y León, en las comarcas serranas de la Cabrera Alta y la Cabrera Baja. De aquel viaje nació Donde Las Hurdes se llaman Cabrera (1964). Fue un libro polémico que turbó la conciencia de las fuerzas vivas de la zona, quienes lo criticaron y descalificaron, descalificando, de paso, a Carnicer. Jesús Torbado, un narrador de la generación del 68, un “novísimo” en prosa, también se tiró al camino y nos contó la realidad de Tierra de Campos a mitad de la década de los sesenta en Tierra mal bautizada (1968). No faltó la incursión en territorios apenas conocidos como la sierra de Ayllón, en los límites entre Segovia, Guadalajara y Madrid, por parte del narrador y ensayista, también de la zona en sombra de la promoción del medio siglo, Jorge Ferrer Vidal, en Viaje por la sierra de Ayllón (1970). Cierto que en esos libros hay una mezcla de denuncia y testimonio de un lado y empeño literario de otro, pero son exponentes claros del acercamiento de la literatura a ese mundo relegado.
A medida que el siglo avanzaba, la preocupación de los autores se fue desplazando, desde la denuncia de las condiciones de vida y de la ausencia de servicios, a la denuncia del abandono, del vaciamiento de los pueblos, de su conversión en ruinas y de la muerte de amplias zonas de cultivo, o de la pérdida de pequeñas o medianas industrias locales. No otro fue el objetivo central de Avelino Hernández en sus libros Donde la vieja Castilla se acaba (1982) o La sierra del Alba (1989). En el primero es el norte de Soria, un espacio que desborda los límites de la cordillera limítrofe con La Rioja, el territorio protagonista; en el segundo el escritor hace un recorrido por la sierra de la Alcarama, visitando 25 pueblos abandonados o con uno o dos habitantes. Al sureste de las tierras machadianas, en la Alcarria que avanza hacia Sigüenza, hay también poderosas huellas del abandono: Rubén Caba mezcló, algunos años antes, el juego literario con el desvelamiento de una ruta surcada por pueblos en retroceso, con su Por la ruta serrana del Arcipreste (1978), un recorrido, en la década de los 70, realizado a pie y en burro, desde una villa de Hita en decadencia hasta las tierras segovianas que visitó Juan Ruiz, en el que la denuncia del olvido que se cernía sobre unas tierras a caballo de tres provincias se entrevela con evocaciones vinculadas al autor del Libro del Buen Amor. Esa pulsión se colaría, años más tarde, en la literatura de un joven autor de la generación de los ochenta, Julio Llamazares, quien, en el tiempo de la “nueva narrativa española”, casi frisando la novena década del siglo XX, publicó un libro de ficción pero sustentado en una realidad como la que denunciaran los autores citados, titulado La lluvia amarilla (1988), sobre el último habitante de una aldea del Pirineo.
En las primeras décadas del siglo XXI, cuando buena parte de esos títulos dormían en los sótanos de las editoriales, o en el olvido, hubo algún sello de prestigio como Gadir, que decidió publicar, en un escaso intervalo de tiempo, tres libros literarios de un periodista y ensayista como Abel Hernández, nacido en Sárnago, un pueblo abandonado de Soria, en los que la memoria personal se mezclaba con la memoria colectiva y con la denuncia de un doble abandono: el de la vida cotidiana (económica, comercial, ciudadana) y el de una cultura apegada a la tierra y vinculada a tradiciones muy profundas. La pequeña editorial publicó tres volúmenes memorables que, lamentablemente, pasaron casi inadvertidos. Me refiero a Historias de la Alcarama (2008), El caballo de cartón (2009) y a Leyendas de la Alcarama (2011). La Soria limítrofe con La Rioja, una extensa comarca cuyo centro es San Pedro Manrique, en cuyo término municipal se sitúa Sárnago, el pueblo abandonado donde nació el autor y en el que hoy es apenas un paisaje de ruinas, es el escenario por el que deambulan los tres libros. Mucho más reciente, de publicación casi simultánea al libro de Sergio del Molino, es Los últimos (2018), de Paco Cerdá, un viaje lleno de diálogos con los habitantes residuales (el último maestro, el médico que es trasladado por falta de pacientes, el aparcero que se jubila y huye, la ausencia de niños…) de pueblos a punto de ser abandonados en la llamada Laponia española.
Cierto que hay libros que nos acercan a la España vacía, o vaciada, a los que no he hecho referencia. En unos casos, porque su pretensión era exclusivamente literaria, casi paródica en el caso, por ejemplo, de Cela y su Viaje a la Alcarria, en otros porque tenían una intencionalidad fundamentalmente paisajística, casi estética, deudores del “desprecio de corte y alabanza de aldea”, y los menos, porque obedecían o bien a pretensiones puramente sociológicas, turísticas incluso, o a la muestra de un universo cultural e histórico.
Llama la atención, en todo caso, que Sergio del Molino, en La España vacía, solo citara, de este relatorio de testimonios literarios que conforman, a la vez, un catálogo de antecedentes, la novela de Julio Llamazares y Caminando por Las Hurdes, de López Salinas / Ferres, eludiendo la larga estela de títulos que, a lo largo de varias décadas, fueron adentrándonos en un mundo cercanísimo y, a la vez, remoto y olvidado. Voces que clamaron en el desierto, recatadas, en algunos casos (Carnicer, Rubén Caba, Ferrer Vidal…), por pequeñas editoriales en la segunda década de este siglo, precisamente en los años en el autor aragonés escribía su libro. Voces y títulos imprescindibles que muestran que, aunque minoritaria y desatendida, la conciencia crítica por el abandono de esos mundos siempre estuvo ahí. Con una potencia no siempre acorde con la respuesta de los grandes medios de comunicación. Era la España olvidada, o relegada, o al margen… Y, por supuesto, vacía.
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