Reinaldo Arenas pasó una buena parte de su vida huyendo, escondiéndose de la policía cubana. En una de esas épocas, agazapado en el parque Lenin de La Habana entre los arbustos, escribía sus textos antes de que anocheciera y se quedara sin luz. Esa es la imagen que recuerda muchos años después, cuando, enfermo, decide ponerse a escribir este libro de memorias: tiene que acabarlo Antes que anochezca, antes que la luz se vaya para siempre.
Antes que anochezca es un libro feroz, doloroso. Arranca con una introducción, titulada “El fin” y escrita en agosto de 1990, en la que Arenas cuenta cómo el sida ha ido devorándolo. “Yo pensaba morirme en el invierno de 1987” es la primera frase del libro. Finalmente se suicidó pocos meses después de redactar aquello, en diciembre de 1990, cuando la vitalidad furiosa de la que da cuenta Antes que anochezca había menguado tanto que ya no era capaz de sostenerse en pie con dignidad.
Las memorias de Reinaldo Arenas tienen dos centros de gravedad que se van entreverando a lo largo de las páginas: la homosexualidad exultante del autor, vivida en un entorno de machismo, y el fracaso político de la revolución castrista, que Arenas combatió encarnizadamente desde el exilio cuando consiguió escapar del país.
La sexualidad de Arenas —la sexualidad caribeña— es tan exuberante que en algunos momentos el libro parece una invención o una fabulación mágica de la realidad. Se encadenan los encuentros con hombres de todo tipo, heterosexuales y homosexuales, y las hazañas eróticas de los personajes se vuelven casi legendarias. Toda la etapa de la infancia y la juventud de Arenas resulta jubilosa: el descubrimiento de la sensualidad, los cuerpos, la naturaleza y la aventura de la seducción se convierten en episodios de nervio y brío.
Hay una ausencia notable en Antes que anochezca: el amor. Reinaldo Arenas se enamora muchas veces —algunas de ellas más retórica que realmente—, pero no llega a existir en ningún momento una historia de arraigo sentimental. Ni en él mismo ni en su alrededor. El amor no es un tema, no es una privación punzante. El corazón está siempre a salto de mata, prendido de los genitales, de la pasión violenta de los cuerpos, del tacto de la piel y de los ojos. Esa ausencia le da al libro un carácter más épico: la lucha de un hombre contra la adversidad.
Es célebre la represión con que la revolución cubana sometió a los homosexuales. Es célebre no sólo por su virulencia (existieron campos de internamiento para reeducarlos o para proteger a la sociedad de ellos y sus vicios), sino porque esa represión contrastaba extravagantemente con la idea del “hombre nuevo” que se quería forjar. El hombre nuevo estaba llamado a repoblar el mundo con otros valores, con generosidad, con comprensión, con fraternidad. Pero lo que en realidad hubo —en el tratamiento de la homosexualidad, pero en muchos otros asuntos— fue un rancio acomodamiento de los valores reaccionarios heredados de la conquista española.
El machismo latino ha sido durante décadas una versión caricaturesca del machismo occidental: acendrado, de contornos más limpios, sin ningún acomplejamiento social. En Antes que anochezca resulta divertido ver cómo se traduce ese machismo en el mundo homosexual: los roles de activo y pasivo, de penetrador y penetrado, distinguen la virilidad. Los homosexuales activos en muchos casos se consideran tan machos como los heterosexuales; o se consideran en realidad heterosexuales. La única mancha de dignidad la tienen los que se dejan sodomizar.
Es muy difícil deslindar en muchos episodios dónde estaba la persecución por causas morales y dónde por causas ideológicas, porque todas se entreveraban: los homosexuales que saludaron al principio la revolución con alegría fueron distanciándose de ella poco a poco y acabaron poniéndose enfrente. Ya no sólo eran sodomitas, sino también contrarrevolucionarios. Sólo con que la centésima parte de las barbaridades políticas del régimen que Reinaldo Arenas cuenta en Antes que anochezca fueran ciertas, bastaría para avergonzar a toda una generación que empleó al castrismo como bandera de la defensa de los débiles y la conquista de la nueva felicidad.
Su proceso, las delaciones que sufría, el robo de sus manuscritos, la sospecha permanente de que compañeros poetas o amantes o amigos formaban parte de la Seguridad del Estado —de la policía política— convierten las memorias en un acto odiseico.
La literatura tiene un valor incalculable en el libro. La literatura como forma de rebeldía y de testimonio, pero también la literatura como ejército de iguales. No olvidemos que además de Reinaldo Arenas hubo dos figuras monumentales que compartieron con él época y gustos sexuales: José Lezama Lima, el gordo Lezama, autor de una de las novelas más grandes escritas en español, Paradiso; y Virgilio Piñera, autor de grandes cuentos y novelas que empleaban el humor ácido, el musgo del mar, para contar sus historias terribles. Los dos fueron apartados de la oficialidad. Se marginaron sus libros y sus figuras, y quedaron relegados, dentro de la isla, a las zonas de oscuridad. Arenas cuenta con detalle episodios humillantes de todo ese mundillo literario, como el entierro casi secreto de Lezama.
No es un libro que deje felicidad, aunque la tiene a raudales. Al releerlo ahora se me venían a la cabeza otros dos libros de autores cubanos exiliados que se han publicado recientemente y que comulgan muy poco estéticamente con el de Arenas. Uno es La casa y la isla, de Ronaldo Menéndez, y otro es El amante alemán, de Julián Martínez Gómez. En los dos hay rastros de homosexualidad y se mantiene incorregible esa opresiva vigilancia que destruye la intimidad de las personas y que convierte al cabo a los más frágiles en las grandes víctimas.
Lean a todos estos autores, lean también a Anton Arrufat y a Pedro Juan Gutiérrez y saquen sus propios hilos del pus que hubo en esas vidas. Pero no dejen de leer a Reinaldo Arenas, un hombre valiente y desvalido al mismo tiempo. Les quedará el recuerdo gozoso de un tiempo de gloria. Y les quedará, después, el agrio baboseo que ya conocemos: sufrir penalidades por elegir un compañero de alcoba.
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