Alfonso de Robles se ha despertado prontísimo y es el primero que entra en el comedor del pabellón de caza. Siempre le gusta pasar un rato solo antes de que se despierte su propia familia y por supuesto antes de que lleguen los cazadores. Mercedes ha debido de dormir en una de las habitaciones de invitados —le dice que ronca mucho últimamente—, se acaba de meter en el baño y no la ha llegado a ver, bajará ahora en un rato. Álvaro y su novia llegarán a punto para el desayuno, porque Álvaro está agotado del despacho y quiere descansar lo que pueda; por cierto, no estaba nada mal su novia. Ayer, cuando llegaron a última hora, le pareció una mujer encantadora, aunque la vio muy poco. Guapa era, desde luego. Y le deben de gustar mucho los pistachos, porque está sentada en la mesa de al lado de la cocina con un puñado en la mano, masticando con expresión pensativa.
Mercedes baja algo más tarde, con la primera luz del sol, dispuesta a enfrentarse al día que tiene por delante. Bajo el leve maquillaje se adivinan los párpados hinchados y las profundas ojeras que delatan una noche difícil. Es amabilísima con Natalia y se interesa de verdad por su sobrino Álvaro y su hija Macarena, que esta vez no ha podido venir, por esas cosas de la universidad. Comienzan a llegar los invitados más tempraneros, los cazadores más nerviosos y los que a toda costa quieren relacionarse con ellos, y Natalia observa discretamente la naturalidad y el cariño con que se relaciona con todos. Sin embargo, le da la sensación de que algo en ella revela una inmensa tristeza. Es elegantísima esta mujer, con su falda verde con faisanes estampados, el jersey de cuello alto, la chaqueta austríaca entallada y esas botas. Cuando Clara le pide un cargador para su móvil, la marquesa recuerda que se lo ha dejado en casa, y del perchero de la entrada toma el pañuelo que se había quitado al entrar, para colocárselo en la cabeza y no despeinarse.
Al verla, Natalia entiende de golpe, sin saber, y recuerda con angustia al merodeador, el espía, el otro conocedor de la cita nocturna, el que hacía fotos. Decidida a proteger la intimidad de esa historia, sale deprisa del pabellón, café en mano, y accidentalmente lo tira entero encima el pañuelo que la tía Mer sujeta en ese momento. Mer la mira, extrañada, y ella se deshace en disculpas alegando sueño, cansancio, torpeza, y ofreciéndose a encargarse del dichoso pañuelo.
En ese momento llegan Isabel de Bastida y Lorenzo Aguilar, que se acercan a saludar a Mercedes. Natalia guarda el pañuelo bajo el abrigo antes de que nadie lo vea y se ofrece a traer el cargador para las niñas que ayudan en la cocina. Así se asegura de que Álvaro está ya despierto.
Regresan juntos al pabellón, el desayuno está terminando y hay nervios, risas, mucha fanfarronería. Los hombres se reúnen en el porche para escuchar un año más las instrucciones del marqués, repartir los puestos, definir las armadas y entonar la salve a coro antes de subir al monte. La mayoría de las mujeres que han llegado y no van a subir se quedan dentro esperando, que hace mucho frío. Entre ellas, Isabel de Bastida, extrañamente callada, algo apartada.
Los perros están contenidos, y entre los perreros, los postores, los secretarios y los cazadores se respira campo, educación, respeto, algo de chulería, y hasta un punto de brutalidad.
Natalia lo observa todo, fascinada con ese mundo que le era desconocido hasta ahora, y se acerca más a la tía Mer, dispuesta a ayudar en todo lo que pueda.
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