Doña Isabel sorbe pensativa su taza de chocolate. A través de la ventana de su saloncito examina la colada de su vecina Filo, recién colgada en la calle. Toda la colada. Una falda negra, una blusa gris desteñida, ese trapo que serán las medias, el sujetador. Y hoy, por primera vez, las bragas. Esas bragas que parecen un paracaídas color carne y ondean al viento libres en el alambre del que cuelgan, impunes. Es la primera vez que Filo se atreve a desafiarla así. Con esas bragas del demonio. El salón de Doña Isabel hace esquina y desde la ventana controla todo lo que pasa en la calle, que en ese pueblo de 87 habitantes consiste en Filo con su colada, todos los martes, y un señor en bicicleta, todos los sábados por la mañana. Valdepenín es una maravilla de pueblo, pero Filo lo estropea todo siempre. Y ahora las bragas.
La casa de Filo es acogedora, con tapetes de ganchillo por todas partes, figuritas de porcelana y fotos de sus nietos, que vienen a visitarla todos los veranos. Esas tardes de agosto, el alambre del que cuelgan ahora las bragas se llena de pantalones, calcetines, camisetas… Doña Isabel no puede soportarlo y esa quincena se marcha al balneario de Archena para no verlo. Pero Clara es feliz con el calor de Filo, que es inmensa en todos los sentidos. Con la boca llena de bollito se lanza: —La señá, que le quite la ropa, ¿no? ¿Cuántos martes llevamos ya? Años. Y tú sigues cuidando de ella, aunque te trate asín. Vete a la capital anda, atrévete, que cocinas como los ángeles y eso es un don: tienes magia, te lo digo yo. Mi sobrina la Tere, la hija de Paqui, ¿te acuerdas? Trabaja en un hotel y siempre falta gente, la llamo en cuanto me digas, ya lo sabes, niña—. Clara mira al suelo y contesta, tristona: —Le prometí a padre que la atendería, y eso hago. Ahora por lo menos tengo ordenador e internet. Veo vídeos de cocina y aprendo, porque lo único que me deja hacer cuando no estoy a su lado es cocinar para ella—. Y en un alarde de valentía, por primera vez en su vida, continúa: —Pero ahora que estoy tan moderna, si me pudieras dar el correo electrónico de Tere, a lo mejor un día…
Filo no sabe qué correo es ese, pero Tere va la semana que viene a comer con ella, y tiene pensado presentarlas de una vez, convencida de que sería la salvación para la esclavitud de Clarita.
Clara vuelve a casa: hoy al mediodía, sopa de cebolla con huevo poché de primero y lubina al horno de segundo. Luego una tarta con muchas capas, como árabe, que ha visto hacer en un canal de cocina y que su tía tomará con un oporto, después de haber criticado cada plato. Para la cena tiene pensada una crema de restos de verduras adornada con crujiente de parmesano, y un quiche de salmón. De postre, fruta. Su tía protestará, pero ahora le da más igual, porque cocinando disfruta como nunca. A lo mejor se atreve a escribir a Tere. Sonríe.
Doña Isabel sale de su cuarto, ya vestida, y se sienta de nuevo en el saloncito, con su libreta de teléfonos. No puede mirar por la ventana, no puede. Esas bragas la están desquiciando. Ojeando la libreta, recuerda con nostalgia a la gente que ha ido conociendo durante toda su vida, porque su difunto marido, que en paz descanse —o no tan en paz—, fue durante 35 años alcalde de Valdepenín. Las inauguraciones, las cenas, los favores… Los favores. LOS FAVORES. Doña Isabel mira fijamente la agenda. Sus ojos van de ahí a las bragas y de ellas a la agenda otra vez. Se le ocurre un plan magistral, de ejecución rápida y a prueba de fallos: va a terminar con Filo y sus bragas de una vez para siempre.
Clarita entra cantando a poner la mesa.
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