Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
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Claudia era vocera de un ministro poco influyente a quien ella manejaba como a un muñeco. No sólo atendía sus relaciones con la prensa sino que lideraba su gabinete político, conducía a su grupo de secretarias y disponía de su agenda como si se tratara de su marido. Para Fernández, Claudia era una fuente invalorable de información, y solían almorzar a solas en Happening una vez por mes para intercambiar datos y opiniones, y sobre todo como un atropellado ejercicio intelectual. Fernández admiraba la picardía y ejecutividad de aquella rubia ondulante que vivía la política con auténtica pasión, y con quien en muchas ocasiones terminaba discutiendo a los gritos.
Se había enamorado de un fotógrafo de celebridades. Un joven viejo de cuarenta que había dado varias veces la vuelta al mundo retratando el horror y la fama, que había fracasado tres veces con el matrimonio y que estaba harto de tener contactos higiénicos e intrascendentes con las modelos de tapa. Se llamaba Eduardo, y mientras le hacía una producción fotográfica al ministro no pudo evitar coquetear con Claudia. La vocera se había separado hacía tres años de un senador que la dejó por una de veintisiete, y había puesto desde entonces toda su libido en el trabajo. A ella, el trabajo y el progreso del país le parecían una sola cosa. Claudia se sorprendió a sí misma respondiendo los flirteos y luego aceptando una cita en un restaurante de Las Cañitas. No pudo resistir llevárselo a su departamento la primera noche, y llamó al Ministerio por la mañana para decir que estaba engripada y que tardaría tres días en reincorporarse. En verdad, sólo se reincorporó de la cama para cocinarle a Eduardo platos caseros pero afrodisíacos. Cuando volvió a su oficina lo primero que hizo fue escribirle un mail de treinta y tres mil caracteres donde le decía que él había cambiado su vida y que era más feliz que nunca. El fotógrafo le devolvió, doce horas después, un mail de una sola línea: Yo también la pasé bárbaro.
La portavoz del ministro leyó aquella tarde veinte veces esas veintidós letras, mientras iba y volvía de su oficina, y era cegada por todo un abanico de sensaciones: primero decepción y bronca, luego risa, después lujuria, al final amor. En el curso de todo ese día interminable, ella lo llamó tres veces a la redacción y cinco al celular. El fotógrafo andaba muy apurado, pero no la esquivaba.
Le concedía conversaciones cortas e insinuantes, y le prometía otra noche caliente. Claudia se retiró antes de hora del trabajo, se depiló y se dio un vaporoso baño de inmersión. Cuando todavía estaba en la bañera, Eduardo le avisó que se veía obligado a un cambio de planes: su equipo de fútbol jugaba esa noche contra el equipo de “Telenoche”, y no podía faltar. Eduardo era el wing izquierdo y el capitán, y estaban peleando el campeonato. Claudia le dijo que no se preocupara, colgó y se quedó fría en el agua fría. Cómo podía dejarla por un partido. Cómo podía dejarla después de lo que habían vivido en la intimidad. Cómo podía romperle así el corazón.
A la medianoche, se sentó en la cama y lo llamó al celular cuatro veces. Estaba apagado o fuera de servicio. Claudia se pasó en vela el resto de la oscuridad, y se quedó dormida recién al alba. Eduardo la llamó cuando desayunaba a las corridas. Habían perdido tres a uno, y se habían desquitado con un asado hasta las tantas. ¿Te paso a buscar para cenar?, le preguntó él. Ella volvió a sonreír y tuvo que esforzarse mucho para no decirle allí mismo que lo amaba.
El fotógrafo cumplió con el cometido de ser imborrable.
A las tres semanas, ella no podía recordar cómo era su vida anterior. Eduardo era fogoso pero lacónico, intenso pero distraído, amoroso pero solitario, sensible pero hermético, obvio pero misterioso, y entusiasta pero holgazán. Ella lo ametrallaba con mimos, regalos y halagos, y él aceptaba las ofrendas sin desoírlas y sin sentirse abrumado, pero manteniendo una sutil distancia. Para sacarle un “te quiero”, Claudia tuvo que esperarlo dos meses. Pero cuando finalmente se lo dijo, ella por poco se desvanece de la emoción. Tomó aquel bocadillo como si tuviese la misma consistencia que el preámbulo de la Constitución Nacional, y a partir de ese piso comenzó a edificar sus sueños.
Esa arquitectura imaginaria le agregaba a Eduardo un ochenta por ciento de todo. El fotógrafo, en la cabeza de la vocera, era más inteligente y sensual de lo que era, y estaba más comprometido y gustoso de lo que estaba. Muchas veces, casi siempre, el objeto del amor no es lo que es sino lo que la imaginación del que ama le construye. Claudia adjudicaba más profundidad, trascendencia y futuro de lo que esa relación tenía. En su mente, la realización final del amor con Eduardo terminaba en casorio.
A Eduardo esas elucubraciones afiebradas le parecían encantadoras, pero provisoriamente delirantes. Su largo plazo, en el amor, era el fin de semana. Y no se trataba de que los anteriores fracasos lo hubieran dejado alerta e inmune, ni que la vocera no le calara hondo. Al contrario, Claudia le producía un cosquilleo que nadie nunca le había producido, pero tenía menos desesperación y más sentido lúdico de la vida. Claudia nadaba contra la corriente, Eduardo se dejaba llevar por ella. Claudia era producto del esfuerzo, la estrategia y la voluntad; Eduardo era producto de la intuición, la armonía y el destino.
Esa desigualdad no tardó en envenenar el romance. En el viejo juego de la acción y la reacción, ella se entregaba y él se preservaba, y entonces la vocera redoblaba fuerzas: grandes olas que rompían inofensivamente en la costa de Eduardo, que ni se despeinaba.
Ella era capaz de cualquier cosa por estar con él. Manipulaba la agenda del ministro y la acomodaba a las necesidades del fotógrafo. Levantaba reuniones de gabinete, corría encuentros con diplomáticos extranjeros, reprogramaba viajes al interior y al exterior, y le encantaba solucionarle problemas operativos a Eduardo. Movía, por ejemplo, sus influencias para que el fotógrafo pudiera acceder a la intimidad presidencial, le pasaba datos secretos para que pudiera montar guardias y sacar exclusivas, lo subía a aviones y helicópteros donde la prensa tenía prohibido subir y hablaba con amigos para que le facilitaran el acceso a fiestas exclusivas.
Pero no se detenía en las áreas profesionales, también ingresaba en los aspectos íntimos y domésticos de Eduardo. Si el fotógrafo tenía algún problema legal, Claudia hablaba al amigo de un juez y se lo solucionaba. Si la madre del fotógrafo tenía algún problema de salud, Claudia hablaba con el subsecretario del sector y le pedía que interviniera. Si el fotógrafo tenía un problema de plomería, Claudia hablaba con los técnicos de Mantenimiento de la Casa Rosada.
Vivía imaginando los pasos de su amante. Ahora está corriendo en los bosques de Palermo, ahora está en el médico, ahora está en el estudio fotográfico, ahora está en la Reserva sacándole fotos a una modelo, ahora está comiendo con su mamá, ahora está gestionando una visa. Apenas podía ella concentrarse en su propia rutina, tan obsesionada estaba con seguir e intervenir en la vida de él. Muchas veces hasta le organizaba los horarios, puesto que Eduardo era olvidadizo e informal. Claudia le enviaba mensajes de texto, e-mails elaborados y creativos que muchas veces no tenían respuesta, faxes con frases y dibujitos, cartas perfumadas que llevaban motoqueros y, por supuesto, lo agasajaba con llamados precisos a horas francas, que cubrían desde el amanecer hasta la medianoche.
El hombre no se sentía acosado sino arropado, pero hacía oídos sordos a los reclamos de correspondencia. La mujer se sentía cada vez más neurótica y vulnerable: experimentaba celos ya no de otras mujeres sino directamente de situaciones ajenas. Si él asistía a un almuerzo con un fotógrafo, ella se sentía marginada e impaciente. Si él dedicaba un feriado a sus hermanos, ella se sentía rebajada y proclive al fatalismo y la melancolía. En algunas ocasiones, temblaba de nervios, como si tuviera un síndrome de abstinencia. Y en otras renacía en euforias insostenibles. Un gesto mínimo le producía un éxtasis de felicidad, y otro gesto mínimo la derrumbaba. Tenía todo el tiempo una pelota en el estómago, y vivía comiendo caramelos Refresco. Pero no había nada que la refrescara, apenas algún fin de semana romántico y excluyente que se prodigaban cuando la revista donde él trabajaba se los permitía. La vocera salía de esas experiencias con gran optimismo, pero también con tristeza: él siempre se estaba yendo a alguna parte, cada pequeña despedida era para ella una metáfora de la despedida final, cada vez que Eduardo le decía “hasta luego” Claudia sentía la congoja de quien era abandonada en un aeropuerto.
La independencia del fotógrafo era una puñalada, y la vocera atacaba con todo tipo de armas esos permisos. Llegó incluso a pergeñar negocios con el Estado, y a tramitar becas en fundaciones y embajadas para que Eduardo dejara de trabajar y pudiera dedicarse despreocupadamente a realizar fotos artísticas. Nos vamos a vivir juntos —le proponía ella—. Y vos hacés lo que tenés ganas, y ya no dependés de ningún sueldo. Claudia quería, claro está, que él dependiera de ella. Quería poseerlo y amarlo por fin con exclusividad y sin miedos, pero el fotógrafo rehusaba amablemente el convite y pedía paciencia.
Claudia, con el correr de los meses, fue sintiéndose exhausta. El sacrificio tenía sus recompensas, pero ese toma y daca era cada vez más desproporcionado, y el estrés emocional iba minando sus increíbles fuerzas. En un momento ya sufría más de lo que gozaba, y lloraba muy seguido, y se sentía deprimida casi todos los días, y engordaba comiendo caramelos y dejándose estar. Eduardo se había vuelto una droga. Una especie de cocaína que le producía placer pero que la hundía en pantanos monstruosos. De sólo pensar que debía dejarlo le entraban convulsiones. El fotógrafo le había dado un nuevo sentido a su vida, y había borrado de un plumazo su vocación política. A ella no le interesaba lo más mínimo la marcha del gobierno, ni el progreso del país ni mucho menos la imagen del ministro. Y no podía imaginar cómo sería volver a esa nada gris después de haber probado los colores magníficos del amor. Tampoco podía imaginar cómo sería posible olvidar. ¿Quién puede olvidar el paroxismo de amar sin límites?
El fotógrafo se dio cuenta, por supuesto, de que ella se estaba degradando, y puso mucho esfuerzo en contenerla, pero después percibió que debía hacer concesiones inaceptables para estar a su altura. Eduardo cantaba, sin darse cuenta, la vieja canción del Nano: Es insufrible ver que lloras y yo no tengo nada que hacer.
Claudia tuvo un brusco dolor de pecho, sufrió un desmayo en el Ministerio y tuvieron que internarla en el Instituto del Diagnóstico. Después de muchos exámenes le descubrieron una isquemia cardíaca. Su amor por Eduardo le había producido un espasmo en una rama de la arteria coronaria izquierda. Eduardo la abrazó en la cama, y ella dio vuelta la cara hacia la pared y dijo: Dejame. Lo dijo envuelta en cables y lágrimas.
Le recomendaron tranquilidad y psicoanálisis. Asistió a una terapia de grupo para adictos al amor creyendo que el origen de su mal residía en la inmadurez emocional del fotógrafo. Y descubrió, en la primera sesión, que era ella la inmadura emocional, que aquello no se trataba de amor sino de obsesión, y que debía cambiar si no quería morir. Así de simple y de trágico.
Convaleciente y sin ansiedades, Claudia se dedicó a arreglar sus plantas, a hacer yoga y a leer a Kureishi. Al principio, Eduardo trató de sostener la relación redoblando él mismo sus esfuerzos, mandando e-mails más largos y acordándose de llamarla por el día y por la noche. Pero no estaban en su naturaleza esos ejercicios concentrados y sostenidos, así que la relación se fue enfriando y Claudia dejó, no sin dolor y humillación, que eso sucediera debajo de sus narices. Se sentía como descarnada, como si hubiera vuelto de la muerte y de la idiotez, y por lo tanto se engañó a sí misma: se dijo que era lo mejor y que tal vez Eduardo tuviera razón en poner todo en manos del destino. Extremista en un sentido, comenzó a serlo en el otro, sin saber que no sirve tener presión alta ni baja, que lo difícil es mantenerse en el medio. Y que el medio es la incertidumbre permanente, y que para el amor hacen falta esa clase de templanzas.
—Nunca cortamos oficialmente, pero ya no nos vemos más —le dijo la vocera a Fernández en Happening, al regreso del infierno—. Te parecerá una contradicción o un consuelo. Pero ahora siento que recuperé mi centro. Que volví a ser yo. Que mi vida volvió a ser mi vida.
A Fernández no le parecía una contradicción ni un consuelo, le parecía una paradoja existencial. Propuso un brindis por los que vencen los vicios y resucitan. Brindaron con malbec, y ella de pronto miró irreflexivamente el reloj.
—¿Qué? —preguntó Fernández—. ¿Te tenés que ir?
—No, pidamos un postre —le respondió ella y se acarició el reloj con la vista perdida—. A esta hora Eduardo está corriendo por Palermo. Debe estar dando la segunda vuelta.
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