Angélica González, Leandro Pérez y Javier Gil.
No tenía previsto leer La última noche de Libertad Guerra, dado que dicha novela tiene 432 páginas y desde que acabé la «trilogía» de Millennium, de Stieg Larsson, me prometí no adentrarme en ninguna novela que llegara a la página 301, una decisión que es posible que compartiera mi querido David Foenkinos, y que él mismo sigue como escritor. Es posible que en estos tres lustros haya habido alguna excepción, como la acabo de cometer, esta vez movido por la amistad y la curiosidad.
Unas ideas que, una vez que leí el libro, se me antojan inexactas. Para empezar, una novela que no puedes dejar una vez que la inicias —algo que suele decirse en las presentaciones y recalcan casi todas las contraportadas— no es un valor seguro; y si la lees fácilmente —que ya es mucho suponer— la olvidas aún con mayor facilidad. De todos modos —advierto— la novela de Leandro Pérez no te engancha desde las primeras páginas, a pesar de esa frase tan cautivadora —con permiso de John Lennon— con la que se inicia: «Imagina que España no es un infierno. Es difícil, pero yo al menos lo intento…».
La que habla es Libertad Guerra, un buen personaje, pero no grandioso. La grandiosidad, lo asombroso, lo espléndido está en su voz, en su voz narrativa, que suele ser lo más difícil de lograr, y que constituye las señas de identidad del libro. La voz de Libertad Guerra es el gran hallazgo del autor, lo que atrapa (pero no desde las primeras páginas), ya que hay que dejarse arrastrar por ella, envolverse en ese lenguaje torrencial y contenido, con expresiones originales (pero no demasiado) y una ironía innata en el personaje, una ironía casi sin querer, que te hace quererla y sonreír, a pesar de las muchas dificultades que pasan los protagonistas.
Porque de eso trata la novela, de vivir con miedo y de tratar de sobrevivir ante un acontecimiento fortuito que se nos impone y acaba marcando —salpicando— la vida de los personajes. El libro no es una novela de amor —aunque hay una historia de amor desde la página l hasta la 432—, sino que es, más bien, una novela política; una crónica de la feroz represión franquista, aunque ya sin Franco. Estamos en 1981. Ha triunfado el golpe de estado, han vuelto los militares y la policía más siniestra; y Libertad Guerra, y su amor, el actor Imanol, que se busca la vida como puede, tienen la desgracia de estar en el sitio no adecuado, y para más inri el azar se alía en su contra… La novela es como volver a vivir el franquismo, pero no el de la última década, sino el más duro. No hay que olvidar que acaba de triunfar el golpe militar y hay mucho trabajo por hacer.
Sin embargo, no quería hacer ninguna aproximación crítica a la novela de Leandro Pérez, que no es mi oficio, sino comentar las dos presentaciones a las que asistí, rememorando un poco mis tiempos de cronista cultural en el blog Lo que se mueve de la web de El Mundo, donde daba buena cuenta de algunos de esos actos que la pandemia se tragó. Por suerte, la cultura vuelve a moverse socialmente otra vez, y empiezan a asomarse (presencialmente) los debates, encuentros y presentaciones de libros. Celebrémoslo.
La primera presentación de La última noche de Libertad Guerra fue en Burgos. El autor jugaba en casa, y se notó, ya que reunió a unas 120 personas, un tercio más, por cierto, que las que acudieron al día siguiente a escuchar a Sergio Ramírez, premio Cervantes para más datos. El autor mantuvo una amena charla con Javier Gil y la periodista Angélica González, en la que, sin pretender un coitus interruptus, se contuvieron, por eso de no soplarle al lector más de la cuenta. Los protagonistas tuvieron la virtud de crear un buen ambiente y el público se animó a intervenir, y mucho. Incluso tomó el micrófono un niño de 9 años (hijo del autor, pero no estaba previsto) para preguntarle espontáneamente algo así como qué había querido expresar o contar con esa novela, que es la pregunta que todo periodista sensato debe hacer a todo escritor, aunque hay algunos autores (de la gama mediocre) que se indignan y suelen contestar —lo sé por experiencia— «lee la novela y te enterarás». Algo que no siempre es cierto.
En la presentación de Madrid hubo dos preguntas. La primera, del periodista Antonio Rubio. La segunda, de Arturo Pérez-Reverte, que se interesó por saber si en estos tiempos de corrección política (o sea, limitación de la libertad y perversión del lenguaje) se había tenido que autocensurar literariamente. El autor dijo que no —el tema y la ficticia época no lo propiciaban—, pero que no hubiera podido escribir esa novela hace quince años. Algo normal, ya que para que cristalice esa voz tan poderosa, tan compleja y en apariencia simple, se necesita experiencia de vida, de lecturas, y tiempo de reposo y germinación.
En Madrid la novela fue presentada por dos jóvenes periodistas y escritores que coincidieron con el autor en la sección de cultura de El Mundo, Nuria Labari y Antonio Lucas, que estuvieron simpáticos, cordiales y brillantes. Se habló tangencialmente de la Movida madrileña, ya que la novela sucede en 1981, aunque la Movida (dada la situación política) apenas si aparece en sus páginas y se reduce a la mención de unos lugares de copas y unas canciones asociadas con ese movimiento bastante fantasma. Entre los asistentes, por edad y geografía, Pérez-Reverte pudo vivir la Movida, pero seguramente estaría en cualquier otra guerra; Juan Carlos Laviana, entonces mano derecha de Pedro J., no tendría minutos para salir del periódico. Tan sólo Javier Memba pudo vivir, y vivió como periodista, aquel tiempo mitificado. Y también —y es toda una sorpresa— la editora Ángeles Aguilera, directora de Planeta no ficción, que entonces, y llamada Angie Montenegro, era la cantante de un grupo, cuyo nombre ya auguraba su futuro, El Divino Fracaso.
Como nos estamos extendiendo demasiado, sólo quisiera destacar algo que Leandro Pérez comentó en las dos presentaciones: la voz de mujer. Le sorprendía que le preguntasen continuamente por qué una voz de mujer, como si un novelista (varón) fuese incapaz de ponerse en una piel femenina, y sin embargo nadie se asombra —este es el ejemplo que citó— que un autor escriba en primera persona sobre un asesino en serie. Comparto su asombro: algunos autores conocemos mejor a las mujeres que a los hombres, porque nos hemos pasado la vida observándolas atentamente, intentando comprenderlas, amándolas (amar es conocer), mientras que nuestra relación con los hombres siempre ha sido divertida pero más superficial. Además, un escritor siempre puede contar con varias mujeres para que le den su punto de vista sobre el personaje femenino que ha creado (es la red de seguridad), mientras que no conocemos a tantos asesinos en serie para que nos corrijan por si no hemos sabido reflejarlos con exactitud.
No sé si Leandro Pérez ha escrito este libro para demostrar o demostrarse que no es solo un autor de novela negra (tras sus dos precedentes, y muy recomendables, Las cuatro torres y La sirena de Gibraltar), pero los que le conocíamos y lo leíamos desde fuera ya lo sabíamos.
La última noche de Libertad Guerra nos recuerda que los españoles tuvimos mucha suerte con que no triunfara el golpe del 23-F, aunque ahora estemos viviendo tiempos chungos. «No sé cómo puede enfermar una perla», dice la protagonista de la novela, recordando un verso de Cernuda, «pero sí cómo palpita una ciudad herida». La herida de esa realidad que no esperamos y que nos imponen.
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Autor: Leandro Pérez. Título: La última noche de Libertad Guerra. Editorial: Planeta. Venta: Todostuslibros y Amazon
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