Dejó escrito Francisco Umbral, en relación al oficio de articulista, que todo lo que sabía lo había aprendido de César González-Ruano, de Agustín de Foxá y de Francisco de Cossío. Tres maestros del articulismo hoy olvidados, sobre todo el último, al que suele confundirse con su hermano José María, creador de la famosa enciclopedia taurina.
Fue Francisco de Cossío (1887-1975) un escritor de cafés y periódicos, tan de su época. Empezó a colaborar con El Norte de Castilla al poco de terminar sus estudios de Derecho, cuando ya había publicado su primera novela. De las tertulias de Valladolid, sin dejar el periódico castellano, pasó a las de Madrid. En la capital entraría en contacto con los escritores de la generación del 98, pero sobre todo con los del 14: Pérez de Ayala, Gómez de la Serna, Ortega, Juan Ramón Jiménez, etc. En 1917 publicó su primer drama y dos años después fue nombrado director del Museo de Bellas Artes de Valladolid, para el que consiguió la denominación de Museo Nacional de Escultura.
Primo de Rivera lo destituyó de sus cargos tras la publicación de varios artículos críticos y se vio obligado a salir de España rumbo a París, donde un grupo de intelectuales exiliados se habían atrincherado en el Café de la Rotonda. La historia la consagró en un pequeño y delicioso libro ya descatalogado: París-Chafarinas, en el que nos regala unos perfiles exquisitos de don Jaime de Borbón, el pretendiente carlista al trono; Santiago Alba, ministro de Alfonso XIII, señalado por Primo, Unamuno y Blasco Ibáñez.
Unamuno
Cuando llegó don Miguel de Unamuno a París lo primero que hicieron los españoles que lo recibieron fue llevarlo a la Rotonda, porque el vasco era “un hombre de peña”. Y es que “como hay hombres que se producen leyendo o meditando”, “don Miguel se produce hablando”. Para él, “los hombres constituyen lo que la pared para el pelotari”.
La Rotonda fue el café de Lenin y de Picasso, y allí Unamuno lanza sus peroratas ante los españoles que van llegando. Habla “como un apóstol” y vaticina el fin de la dictadura. De vez en cuando se exalta y golpea la mesa. Lleva un sobre lleno de papeles, los ha ido recopilando desde que fue expulsado de su casa de Salamanca.
Entre los periodistas asiduos a su tertulia está Cossío, que observa con detalle todo lo que acontece, pero también Corpus Barga, Ortega y Gasset (Eduardo) o Josep Pla, “un catalán, muy catalán, con todas las supersticiones catalanas metidas hasta los huesos.” Pla siente “un desdén olímpico por Castilla”. De ello, de Cataluña y Castilla, riñe Cossío con el catalán, medio en broma medio en serio, por las riberas del Sena. Pla pertenece a las huestes de Maciá, “que preparan la revolución para cuando tengan dinero para realizarla”.
A veces, tras la tertulia, el paseo de vuelta a casa no es con Pla, sino con el propio Unamuno. Dos horas a pie hasta el Arco de la Estrella en el que el vallisoletano recoge “lo más íntimo, lírico y generoso” de don Miguel. En Fuerteventura, desde donde llegó a París, aprendió a amar el mar, con su ayuda “luchó como español y cristiano” y condensó esa lucha en los sonetos del destierro. Pasea indiferente por París y pasa la tarde “adivinando el porvenir de España”.
“Don Miguel es el único símbolo que podemos presentar a los españoles como ejemplo. Todos debieran estar orgullosos de él, y son muchos los que le menosprecian; no hay patriotismo más fuerte y más arraigado que el suyo, ¡y son muchos los que le llaman mal español! Triste cosa será que España, que hace sus hombres no más que por el placer de gastarlos, aguarde como otras veces para hacer justicia a que la ofrezcan un cadáver”.
Blasco Ibáñez
En el café de la Rotonda hay también un grupo de valencianos, atraídos por el influjo de don Vicente Blasco Ibáñez, que llegó a París tras dar la vuelta al mundo. La dictadura de Primo de Rivera le pilló a bordo del Franconia. Cuando pudo hacerse una idea de lo que estaba pasando en España, había pasado ya un año. Su primera reacción es de incredulidad:
“Pero, ¿cómo es posible que Miguelito sea el hombre de España? Le conozco, le conozco muy bien, es un barbero con faja de general. Sin las ayudas del tío, le hubiese costado trabajo llegar a comandante. Primo de Rivera es un hombre completamente vacío.
Don Miguel, que está presente, hace negaciones con la cabeza.
Que sí, don Miguel, que le conozco, completamente vacío.
No一interrumpe don Miguel一 no es vacío. Está lleno de vacío, que no es lo mismo…”
Blasco ya no escucha. Se levanta como en sus tiempos de juventud y vuelve a ser un hombre de acción. Renuncia a su ingreso en la Real Academia, prometido a cambio de no regresar a la política, y pierde también de esta manera sus opciones de hacerse con un premio Nobel que parecía cercano. A cambio, se erige en director de la oposición parisina y resucita su pasado de agitador político. En un acto en un teatro, donde comparte escenario con don Miguel, su magnetismo extasía tanto a los obreros españoles como a las señoras de la alta sociedad, que lo admiran y desean. El público le aclama, en el escenario lo zarandean, intentan sacarlo a hombres.
Tiene casi 60 años, pero posee el ímpetu de una fogosa juventud. Escribe un folleto en un par de tardes y se empeña en lanzarlo desde un avión sobre España. Los periodistas ingleses, franceses y americanos hacen cola en su hotel para publicar diariamente sus declaraciones. Nadie habla delante suya, “el egocentrismo de Blasco se diferencia del de don Miguel en que éste se cree superior a todos los seres que le rodean, y Blasco, único: los demás hombres no existen para él”. Su egolatría es tan desinteresada, escribe Cossío, que resulta interesante y agradable a los espectadores.
Unamuno también calla ante Blasco. Una tarde, el valenciano empuja al vasco hacia la vidriera del balcón. Se contempla toda la Avenida de la Ópera, “un compendio admirable de nuestra civilización”.
一¿Qué echa usted aquí de menos?一 inquirió don Vicente.
Don Miguel queda unos segundos pensativo. Después, replica melancólicamente:
一¡Gredos!一
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