Acabadas las elecciones europeas, me pregunté por el sentido de las encuestas electorales. Por lo que sea, en las doscientas elecciones previas, esta pregunta no me vino a la cabeza. La encuesta era consustancial a la urna, al voto, a la campaña, al escrutinio y al revoleo. Sin embargo, lo cierto es que nadie dijo nunca que la democracia empezara con una encuesta electoral, como es hoy el caso. Nadie dijo nunca que la anticipación de los resultados del voto tuviera la menor relación con la democracia.
Finalizado el escrutinio y llegados los datos ciertos, las encuestas se tiran a la basura. Antes nadie se acordaba de las encuestas, una vez que González o Aznar salían presidentes. Ahora, por llenar más el periódico, se juega a ver si han acertado. No creo que mucha gente lea estas aritméticas retrospectivas, pero son una forma de dar otro soplo de vida a las puñeteras encuestas.
Por lo general, los periodistas se felicitan cuando las encuestas han dado en el clavo. Esto, sin embargo, es terrible. La ciencia demoscópica necesita acertar bastante para que sigamos considerándola una ciencia y, por ello, se celebra su puntería, incluso si nos sitúa ideológicamente en la derrota. Lo cierto es que las encuestas electorales fiables son aterradoras, y lo mejor que podría pasar elección tras elección es que fallaran muchísimo. Esto es así porque, si la encuesta adivinara con absoluta precisión qué va a votar la gente, ¿para qué haría falta que la gente fuera a votar?
Al calor del desarrollo de la Inteligencia Artificial, algún gurú viejecito (lo he visto en Instagram, no recuerdo su nombre) dijo esto mismo: en el futuro no hará falta votar. Dado que nos encaminamos hacia una sociedad de control y privacidad cero, sumando la marca de champú que compras, los bares a los que entras, los kilómetros que haces con el coche y otros doscientos millones de pequeños datos será obvio para un algoritmo que vas a votar al PACMA. Así que no hará falta que te molestes en ir a votar al PACMA.
A lo mejor, antes de esta libranza de molestias, uno le preguntará al robot a quién debe votar, según los datos que maneja de uno, y el robot le dirá PACMA, PSOE o PP, y a lo mejor hasta te sorprendes de querer votar al PP o al PSOE, que no lo sabías ni tú mismo.
Mientras llega este infierno, tenemos el chaparrón de encuestas. No cabe duda de que son tan prescriptivas como prospectivas, por usar la expresión clásica. El colorín de la encuesta puede hacer que te sumes al ganador, que renuncies a votar o que lo des todo por perdido. Básicamente, toda encuesta es tendenciosa, precisamente porque en su condición presciente sabotea la naturalidad de los sucesos futuros. Si el futbolista supiera con toda seguridad si va a marcar o no, ¿marcaría finalmente gol?
El ejemplo futbolístico, tan increíblemente útil siempre, debe explorarse otro poco. Imaginemos que las populares “porras” se tecnificaran, hasta tal punto que se acertara el resultado exacto de innumerables partidos. El fútbol entonces sería un deporte de confirmación, una obediencia atlética, y nadie tendría mucho interés en verlo. Lo mismo sucedería con cualquier otro aspecto volátil de la vida, si de pronto supiéramos, más o menos, con qué posibilidades contamos y qué va a pasarnos. ¿Me contratarán, me premiarán, nos liaremos, se morirá mi abuela este año? La vida prevista es, lógicamente, cualquier cosa menos vida, y sin embargo dejamos que en el corazón de la democracia crezca el cáncer de la encuesta, que hace de votar una especie de puesta en limpio de resultados definitivos.
Ya el propio mecanismo del sondeo es inhumano, pues viene a decir que dos mil o tres mil personas son, a fin de cuentas, varios millones. A veces con apenas un millar de encuestados se puede saber qué piensan cuarenta millones de personas. Uno, tan flamenco en su individualidad, no es más que la copia de otros 17.500. Hay 17.500 personas que, por los mismos motivos que tú, con tu misma edad, tu mismo sueldo y un entorno sociocultural similar al tuyo, van a coger igual que tú la papeleta de Vox o de Podemos dentro de dos años.
Suena muy triste.
Prohibidas las encuestas electorales, la gente sabría más o menos lo mismo que sabe ahora. Siempre hay un pálpito, una sensación social extendida, sobre quién va a ganar o cómo pinta para tal partido minoritario. De hecho, aun con encuestas, estos pálpitos perviven y las sorpresas se suceden, de modo que la desaparición de las encuestas (noten que es lo que estoy pidiendo desde esta pieza) no cambiaría exageradamente las cosas.
Porque ¿cuál es el sentido de avisar a la gente de lo que va a pasar en unos comicios? Entiendo que los políticos siempre dispondrían de esa información, para mentir en una dirección o en otra según pintan las previsiones, y que, por tanto, se supone democrático que el “pueblo” también conozca estos informes. Pero esto es como decir que antes de ir a un restaurante el cocinero te debe enviar un listado de toda la comida que tiene, cuántos kilos de esto y cuántos de lo otro, y cuántas botellas le quedan de cada uno de los vinos de la carta, de modo que al sentarte a la mesa y revisar el menú ya malicies que quizá no quede merluza, porque tenía poca, ni vino de la Ribera del Duero, ni seguramente tarta de queso, porque le gusta a todo el mundo, y de pronto, ante el menú, no elijas lo que querías elegir y Dios dirá (el camarero) si hay algún impedimento, sino lo que más o menos crees que puede haber en función de ese inventario que te ha enviado el cocinero ocho horas antes de entrar por la puerta del establecimiento.
Yo creo que, ya que pagas la cuenta, un poco de libertad y aventura es lo suyo.
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