Como nunca me han invitado a hablar en ninguna parte sobre columnismo, tengo mucho que decir sobre este polizón literario de los periódicos. Como mis hijos son fans de una película titulada Agencia secreta de control mágico, he decidido titular esta pieza Congreso secreto de columnismo mágico. Como en la escritura dos veces delata despiste, y tres, intención prosódica (“La casa era roja y Juan llegó con una bolsa roja” suena mal; “La casa era roja y Juan llegó con una bolsa roja. Dentro, había una butaca roja”, suena bien), me veo obligado a hacer esta tercera frase gratuita, que cierra párrafo.
Hablamos de lo que puede denominarse “columnismo literario”. Es importante el adjetivo. No se trata de análisis de la actualidad, de datos e información; tampoco de intentar convencer o dirigir el voto o generar corrientes de opinión. El columnismo literario es más humilde: se trata de ser leído.
Se trata de ser leído siempre.
Algunos periodistas entienden lo “literario” de la columna como anti-periodismo. Creen que bajo palio de un arte la gente se pone lírica, innecesaria, muy semántica. El columnismo literario no tiene que ver con riqueza verbal o florituras. Tiene que ver con textos que podrán ser leídos dentro de 50 años, aunque traten de Pedro Sánchez y el lector de 2073 no sepa quién fue Pedro Sánchez.
Esa es la primera lección de este congreso secreto: el columnismo literario está escrito para poder ser leído siempre. De ahí su magia.
Hoy podemos leer las crónicas parlamentarias de Wenceslao Fernández Flórez (Impresiones de un hombre de buena fe, 1914-1919) con absoluto placer, aunque no sepamos quién es “el señor Merino”, ni un tal Gómez Hidalgo. Tampoco sabemos quién es Raskolnikov la primera vez que leemos su nombre en Crimen y castigo.
Para que una columna sea literaria (en el sentido superviviente que les digo), amén de algunas habilidades para la escritura creativa, estilo y seducción verbal, resulta esencial que encontremos en ella una voz. Que haya una voz significa que el columnista se está dejando la vida en sus columnas.
Suena épico y exagerado, pero es exacto: el columnista se deja la vida, lo pone todo perdido de vida, se nota que ese texto no le ha costado tiempo, sino sangre.
Esto es así porque el columnismo es un periodismo de actualidad propia. A veces esa actualidad coincide con la actualidad rigurosamente agendada por el gobierno; a veces, no tiene nada que ver. Es cuando no tiene que ver cuando la actualidad propia interesa más a la gente. Normalmente tu actualidad tiene más que ver con la gente que la agenda del gobierno.
Esto nos lleva a escribir sobre cosas del día a día, dietas, semáforos, colas en el hospital. Las peleas con tus hijos no son actualidad, pero todo el mundo tiene peleas con sus hijos, y no juicios por corrupción o dudas sobre qué votar mañana en el Tribunal Supremo.
Entonces el problema del columnista es que tiene que escribir sobre sí mismo sin resultar ridículo, egocéntrico, realmente intolerable.
Escribir “yo” en una columna es un dilema, porque te pagan para escribir “yo” y que la gente crea que hablas de ellos. Les pongo un ejemplo.
Fui a un camping con mis hijos y no dejé de pensar en ello durante semanas, en la experiencia de adulto solo con dos niños a su cargo en vacaciones. Me apetecía mucho escribir sobre eso, pero encontraba excesivo el “yo”, el camping, la pequeñez sentimental. Al final escribí Divorciados en el camping (The Objective), y fue mi artículo más leído en ese medio y uno de los que más me han comentado conocidos, desconocidos y circunstantes. “Leí eso tuyo del camping”, me decían amigos reencontrados, tras años sin vernos.
Al columnista le pagan para que escriba sobre lo que quiera, pero no es fácil saber sobre qué quieres escribir. El triunfo del columnista es descubrir lo universal de sus preocupaciones. Esto es totalmente intuitivo, un salto de fe. No se puede convenir con nadie.
Héctor G. Barnés escribió en El Confidencial un artículo titulado Esa gente de colegio privado pijo para pobres (30-01-2023). Fue muy leído y comentado. Sin embargo, el artículo no tenía mayor detonante que el hecho de que una chica que se había vuelto famosa por su intervención en una universidad compartía orígenes educativos con Barnés. Si Barnés hubiera solicitado permiso o consejo para escribir, y hubiera dicho: “Voy a escribir sobre esa chica del discurso, porque es de Móstoles, como yo, estudió en el mismo colegio que yo, ¡y además está en la Complu haciendo Comunicación Audivisual, como yo!”, cualquier jefe o consejero le hubiera replicado: “¿Y a quién cojones le importa?”.
Una buena columna, antes de escribirla, es indefendible. Sólo su autor sabe que ahí, por lo que sea, hay algo. La clave de este oficio de opinar es saber que la opinión va después de la intuición, que uno no tiene nada que decir, pero sí muchas ganas de decirlo. Lo que vas a decir depende de un tema que tú crees que hará que digas cosas, que las diga el texto. Tú no tienes ni puta idea de lo que va a decir ese texto que te dispones a escribir.
Así, por debajo de todo este enredo egomaníaco (yo, yo y yo), hay un gran desgaste mental, muy orwelliano. Te pagan para decir la verdad. Ese es el centro moral del columnismo, o del columnismo según yo lo entiendo, que lo que cuenta es la verdad.
Si lees un libro y no te gusta, si ves una película que te parece mala, si detestas a determinado político, si estás triste o alegre. Parece fácil decir estas verdades, pero en el propio texto de Barnés el autor reconoce el pudor que le da confesar que fue a un colegio privado. Es ahí, viendo una verdad, donde esa columna empieza a gustarnos. A la gente le gusta leer cosas que a su autor no le conviene escribir.
Por esto último uno se deja la vida en las columnas, porque son sinceras, y la sinceridad resulta agotadora. También crea enemigos y cierra puertas, claro.
La gente que no entiende nada confunde este decir la verdad con provocación profesionalizada, una rutina del escándalo que busca muchos lectores para tus piezas. Creen que uno está en su casa pensando qué decir para montarla. «Ah, ¿que a todo el mundo le gusta esta novela?, pues voy a decir que es una mierda». Creen que es así de simple; de falso.
La realidad es que resulta imposible no provocar a la gente diciendo la verdad. La verdad es, ante todo, la provocación de uno mismo. Yo sé que he hecho una buena columna cuando, al releerla, no me reconozco. Me gusto de más.
Porque la única forma de decir la verdad es comprender que esas dos palabras que te etiquetan, tu nombre y apellido, convertidas en “firma”, no pueden ya ser defendidas calderonianamente. La gente va a pensar cosas rarísimas de ti sólo porque dices algo que les interesa. Van a pensar, muy equivocadamente, por ejemplo, que eres una persona interesante. Van a pensar que eres un imbécil. Van a pensar que eres arrogante, comunista, franquista, graciosísimo, seco, rijoso, un cabrón.
Uno sólo es buen columnista cuando consigue que le dé igual lo que piensen sobre su nombre.
Hay que sacrificar el nombre. Y, luego, pensar en lo que vas a escribir mañana para hundirlo más.
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