Simenon escribía en once días una novela policial y en treinta, una novela a secas. Aseguran sus biógrafos que durante 1966 publicó sus consagratorias obras completas en una editorial suiza (alrededor de 180 libros), inauguró una estatua del comisario Maigret en Delfzijl y compuso “El gato”, acaso su historia más cruel, basada oblicuamente en los años finales de su madre con su segundo marido y también en la psiquiátrica ruptura con su esposa Denyse. Considerado hoy el “Balzac del siglo XX”, este prolífico autor belga describe allí una sórdida guerra conyugal. La obra relata el derrotero cotidiano de dos viudos —Margarite es una delicada burguesa parisina y Émile un ex obrero de la construcción— que se casaron en segundas nupcias para compartir soledades y que con el tiempo fueron escalando la escabrosa ladera de la discordia. Cuando el narrador de esta desventura los encuentra hace ya rato que se pasan todo el día recelando sus movimientos caseros y adivinándose los pensamientos y argucias; cada uno prepara sus propios alimentos porque teme que el otro lo intoxique con raticida. La espiral de rencores domésticos llega tan alto que se toman revancha mutua con sus respectivas mascotas y dejan de dirigirse la palabra. Durante tres años sólo se comunican por medio de pequeños mensajes manuscritos que se lanzan o se dejan en los rincones, y en ellos se dedican frases hirientes, a veces basadas en malentendidos. “Ninguno de los dos podía deponer las armas —escribe Simenon—. Aquello se había convertido en su vida, enviarse notitas envenenadas les resultaba tan natural, tan necesario, como para otros intercambiar cumplidos o besos”. No los unía el amor ni el afecto, sino el odio pegajoso y la íntima y patológica desconfianza. Eran dos enemigos que no podían soltarse, y que marchaban juntos y engrillados hacia un desenlace funesto.
La novela es perturbadora y su sinopsis puede inducir a un equívoco: no se trata de una hipérbole ni de un argumento fantasioso, sino de la fría representación dramática de tantas parejas de la vida real que han derivado, por motivos emocionales o económicos, en una amarga convivencia obligada. Tal vez la trama de “El gato” sirva para comprender la nueva trama kirchnerista, porque al cierre de esta edición su pareja estelar parece encaminada a una forzosa y conflictiva separación bajo el mismo techo. Cristina y Alberto estuvieron unidos hasta la detonación de la 125; después protagonizaron un sonoro divorcio, se tiraron la vajilla por la cabeza y se hicieron mucho daño. Sin reflexionar profundamente qué les había ocurrido y en qué habían cambiado a lo largo de aquel período resolvieron frívola, codiciosa y apresuradamente reconciliarse e iniciar un nuevo proyecto conjunto. Pronto comenzaron a surgir los nuevos roces y a lanzarse dardos y finalmente misiles. Estuvieron sin hablarse un lapso considerable y a punto de volver a desvincularse, pero a último momento parecieron cavilar que hoy no convenía una división de bienes y que quizá lo más indoloro fuera seguir compartiendo la misma casa, aunque con objetivos distintos y atrincherados en cuartos diferentes: por las dudas, cada uno preparará su propia comida, no sea que venga mezclada con insecticida o cianuro.
Hace exactamente una semana, la arquitecta egipcia había ordenado la Operación Distanciamiento, y había incluso dejado trascender a través de sus voceros más autorizados que su diagnóstico era catastrófico: por este camino el país estallaría en unos meses, algo que ni los más pesimistas y fieros dirigentes de la oposición ni los opinadores más duros del sector independiente se atreverían a afirmar en voz alta por miedo a desestabilizar a un gobierno democrático. Esa insólita profecía autodestructiva tenía como única razón explicar el descabellado rompimiento de la coalición gobernante. Pocas horas más tarde pareció comprender que si realmente todo explotaba ella sería señalada como principal responsable: para defender su “identidad ideológica” estaba saltando de la sartén al fuego. Fue entonces cuando aplicó en plena acelerada un freno de mano, y el coche dio una voltereta temeraria. La doctora siguió disparando, pero desde lejos y con silenciador. Su esperada carta bomba nunca salió a la luz, aunque un dirigente del camporismo le pidió discretamente a Fernández que no usara la marca “Néstor Kirchner” para convalidar el acuerdo con el Fondo (la pelota no se mancha) y Hebe de Bonafini, después de una larga tertulia con su jefa, dijo que “Alberto no tiene nada que ver con el proyecto kirchnerista”.
La Pasionaria del Calafate habilitó a su vez que su hijo montara una costosa fiesta callejera, que tenía por objeto usar la memoria de los desaparecidos para singularizarse y sugerir en público que, al contrario que aquel “okupa” de la Casa Rosada, los pendeviejos de La Cámpora sí representaban al “pueblo” (Máximo tiene la más alta imagen negativa de toda la clase política); también para sustraerles la centralidad de ese acto a los trotskistas, que se están quedando con sus votos. La desesperación por alejarse de la “derecha albertista” y por arrebatarle con folklore el territorio al trotskismo pareció convertir a la Orga en otro partido de izquierda, donde dicho sea de paso: Amado Boudou —el Che del médano— es figura reivindicada y protagónica, brusco paladín del antimperialismo y metáfora perfecta de la farsa.
El kirchnerismo lucha por su supervivencia y ha creado incluso un nuevo relato escolar. La cosa es más o menos así: los clarividentes integrantes de la “juventud maravillosa” se levantaron en armas porque sabían que llegaba un nefasto modelo al país; Videla efectivamente lo instaló, Kirchner lo canceló y Macri llegó para restaurarlo. Se cuidan de no mencionar a Menem, que fue el líder adorado por Néstor y Cristina durante los años del Consenso de Washington. Establecer un arco entre el Proceso y Cambiemos ya no es una mera consigna, sino una pedagogía que se enseña en unidades básicas y colegios. Igualar dictadura y democracia es una perversión intelectual y acaba siempre por exculpar a la primera. Y todo esto pasa cuando se coloca la militancia por encima de la docencia y se elige la memoria en lugar de la historia; así es posible acomodar todas las mentiras y borrar verdades inconvenientes. En este caso, que aquellos “héroes” instauraron el crimen político, que el justicialismo mandó perseguir y matar a los montoneros, que éstos apostaron al golpe y que luego desertaron de la Conadep, menospreciaron el juicio a las Juntas, agradecieron el indulto menemista y borronearon el “Nunca más”. Convencida de sus propios camelos, la monarca de la calle Juncal exhumó aquellos ideales y las teorías de Gelbard, pero obtuvo al cabo un cachivache gestionario que evoca la torpeza de Isabel y la “genialidad” de Celestino Rodrigo: un modo inesperado de ser setentista.
Por suerte, aquí el golpismo militar acabó hace rato y los opositores son tan cuidadosos de la institucionalidad que hasta le votan al Presidente una ley fundamental repudiada por la propia vicepresidenta. Además, los usuales destituyentes de la era democrática —todos pejotistas— no están afuera sino adentro del poder, y le exigen ahora una tregua a la señora. Es por eso también que ella accede a seguir compartiendo casa con su detestado compañero. Una separación bajo el mismo techo que, como en la obra de Simenon, amenaza convertirse en una pesadilla de rencor y desgaste. No corresponde aquí contar cómo acababa aquella novela.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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