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Concurso de relatos #Historiasdemujeres: 10 finalistas - Zenda
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Concurso de relatos #Historiasdemujeres: 10 finalistas

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar. *** Vayapordios Alexis López Vidal Con los días y la ineficacia del agua de colonia y del santo de Hipona, se despertó la febrícula y unos ardores en la zona aledaña...

Tan solo diez relatos, de entre los 1606 presentados a concurso —un nuevo récord de participación en la historia de los concursos de narrativa organizados por Zenda—, han conseguido llegar hasta aquí. Estos son los finalistas que compiten por los premios del concurso de relatos del concurso de relatos #Historiasdemujeres, patrocinado por Iberdrola y dotado con 2.000 euros en premios. El fallo del jurado, que está formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, será anunciado el miércoles 8 de marzo. El primer premio está dotado con 1.000 € en metálico. El premio para los dos ganadores del segundo es de 500 € en efectivo.

A continuación ofrecemos los 10 relatos que optan a los premios. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.

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Vayapordios

Alexis López Vidal

A madre, allá en el pueblo encorsetado entre molinos y avemarías vespertinos, siendo moza le creció un vayapordios en el bajo vientre. Los vayapordioses, según la costumbre, se expurgaban con friegas de agua de colonia y rezos a San Agustín de Hipona, de casquivano pasado hasta que el Altísimo lo convocó a sus huestes —demostrando que tiene a bien el convertir en venerable incluso al más pecador, siempre que medie una migaja de arrepentimiento—. Frota que te frota anduvo la abuela Virtudes, que faltó poco para que le borrara el ombligo a madre, con la mala fortuna de que el vayapordios estaba enconado y había enraizado con ganas en las carnes. Al ir madurando, pasó de una coloración rosada a un violáceo rotundo y, a partir del óvalo con que se había presentado, refinó su hechura y pergeñó la silueta de Isidro Sánchez-Garnica asomándose con descaro al monte de venus de mi progenitora. El tal Isidro, un muchacho que movía la vara en el olivar, de espaldas recias como un pretil de rocas, regresaba de la faena al caer la tarde, con todo ese púrpura atildando el cielo y todo el esfuerzo del campo subrayándose en su cuerpo, travesando la plaza frente al portal donde madre zurcía los calcetines o mondaba las patatas o rezaba el avemaría, y quiso el destino en su capricho que sus miradas se ovillaran entre zurcidos, mondas o misterios.

Con los días y la ineficacia del agua de colonia y del santo de Hipona, se despertó la febrícula y unos ardores en la zona aledaña al vayapordios, que, como anticiparon las comadres de mantilla al arrimarse al lecho donde madre penaba la fiebre y la quemazón, se hicieron menos sutiles por la noche —llegando acompañados de suspiros hondos y ayes lastimeros—. Doña Virtudes acudió al padre Molist, docto en las cuestiones del espíritu aunque menos bregado en asuntos mundanos que, si bien tenía por cierta la existencia de los vayapordioses desde un punto de vista teórico, prefería no inmiscuirse en semejantes vericuetos. El sacerdote refirió el agua de colonia y las friegas y sugirió una oración muy sentida y avalada por un tratado medieval. La abuela negó con la cabeza y adujo que todo aquello no servía, que la fiebre arreciaba y que la efigie de Isidro Sánchez-Garnica se estaba definiendo con pasmosa claridad, hasta el punto de sonreír como un sátiro. El padre Molist recomendó mantener al muchacho alejado del portal de madre para evitar su influencia, correr los visillos y rezos —muchos rezos—, durante el día y al anochecer. Madre, entretanto, sudaba y se perdía en una duermevela que la iba consumiendo, a medida que el vayapordios se enseñoreaba de su cuerpo.

La abuela recurrió entonces a la Pechiva, una curandera vieja, que tendía la piel de los lagartos a la puerta de su chamizo para que secaran al sol y preparaba unos alcoholes que lo mismo servían para acompañar los quesos que para desinfectar los útiles del practicante. La anciana se presentó en la alcoba de madre, renqueante y arrugada, cubierta por telas sucias que hedían a tierra de cementerio, y se entretuvo un tanto en examinar el vayapordios. Bermellón y abultado, desprendía ahora una fragancia al pétalo de la rapa y palpitaba al compás del agitado corazón de la adolescente. La Pechiva entornó los ojos y se escupió en las manos, aspiró una bocanada de aire y entonó un cántico tosco, tan gutural que parecía tamizado por las paredes gruesas de una caverna, para deshacerse en soplidos aquí y allá. Cabalgando los escupitajos y los bufidos, daba tragos de una botella que traía amarrada de un cordel, y seguía con su ritual cada vez con mayor dramatismo y menos tino, hasta acabar, a la postre, con el contenido de la botella, beoda y tendida junto a madre en el mismo lecho. Acomodaron a la vieja en una mecedora para que durmiera la cogorza mientras que la pobre de madre siguió sufriendo los ardores de su mal.

La acuciante aflicción de madre corrió de boca en boca por el pueblo y llegó a oídos de Margarita la Coplera. Lo supo por un cliente asiduo del burdel que regentaba, escorado entre molinos, alumbrado por bombillas que se desperezaban cuando concluían los rezos y las comadres se plantaban un gorrito de tela en los cabellos y acomodaban a su vera el orinal. Ni las friegas, ni los santos, ni el padre Molist, ni la Pechiva habían podido con el vayapordios que le crecía a la hija de Virtudes. La Coplera se presentó donde madre, confrontando las miradas desdeñosas, y pidió hablar a solas con la criatura. La abuela, derrotada, sin saber a quién o qué encomendarse, se lo permitió. La mujer tomó una silla y se arrimó a la cama, susurrando en el oído de la moza unas pocas palabras, que madre escuchó con atención y los ojos muy abiertos.

A la tarde siguiente encontraron a madre en el portal, zurciendo calcetines o mondando patatas o rezando el avemaría, recuperada de los ardores y de las fiebres y con una sonrisa plácida balanceándose en los labios.

***

Nadar en el living

Carola Zambrano

El living todavía es una pileta. Flotan dos colchonetas que yo misma inflé. Hace un calor de trópico y el camisón se me pega a la espalda. En la fiesta de anoche, agarré la manguera y llené el living de agua. Qué genial, me gritaste con los ojos grandes desde la otra punta y me sonreíste como cuando éramos novios y me mirabas bailar. Ni vos, ni yo, ni nadie esperaba que hiciera esa locura. Pero desde nuestra separación yo me había quedado sin guion y era libre de hacer lo que se me cantara. El piso tiene ese desnivel profundo, un rectángulo enorme sumergido dos metros. En los escalones yo ponía almohadones para sentarnos cuando éramos muchos, ¿te acordás? Nunca me gustó. Un capricho de un arquitecto de los setenta para dividir espacios. Los invitados se tiraron vestidos y nadamos fascinados sobre el piso de pinotea. Una pileta adentro. Nadar era lo único que nos faltaba hacer en la casa. Nos merecíamos un buen chapuzón de enero antes de que la tiraran abajo.

Sabía que iba a funcionar perfecto por la inundación de hacía unos años. Un diluvio tupido y los desagües no habían dado abasto. El agua había entrado en oleadas desde el jardín por el ventanal. El desnivel formó una pileta y los muebles se ahogaron. Vos estabas de viaje; yo rescaté tu sillón Berger y lo subí a nuestro cuarto. Los chicos lloraban desde la escalera.

Ahora Lore y Maxi descansan transpirados sobre colchones en el que fue nuestro cuarto. Los veo tan largos, tan universitarios. Quisimos dormir los tres juntos. Ya mudamos los muebles y la casa se llenó de huecos.

Levanto descalza los platos del piso y pienso en el trabajo que me dieron estos listones de madera que había que encerar. Ya no importa: en unos días las topadoras van a demoler la casa para construir un condominio. Puedo ver las grúas violentas, la que tiene una boca con dientes de dinosaurio para triturar y la de la bola negra que destruye con saña. Romper todo. La casa como nuestra historia.

Traé a quien quieras, te había dicho, haciéndome la canchera. Después me arrepentí. Me hubiera muerto de verte llegar con una pendeja a la casa. No confiaba en tu criterio, tan desintonizado del mío en el último tiempo. No me animaba a preguntar si estabas con alguien. Te imaginaba con una pendeja para sentirte predecible, de libro. Me hubiera dolido más que vinieras con una mujer de mi edad. Apareciste solo, con un cajón de cerveza. Fue un alivio.

Bailamos, comimos y nos zambullimos hasta las seis de la mañana. Ayudaste a acomodar las mesas al final con Maxi y un par de amigos. Me pareció que querías quedarte a dormir con nosotros y me dio pena. Pero era nuestra nueva realidad. Lore lloró un poco antes de dormirse y la abracé.

Salgo al jardín a apilar sillas contra la pared. Maxi tocó con su banda en la fiesta y nos invitó a hacer un par de temas. Vos con tu guitarra jugaste a ser Cerati y yo canté Nada es para siempre con la emoción de los veinte. Los tablones del escenario asfixian el pasto que tanto nos empeñamos en cuidar. Me acuerdo de cuando los chicos mataban grillos topos con chorros de detergente y cuchillos. Nos tirábamos panza arriba en el jardín a contar pájaros blancos que volaban hacia el río. De noche vos regabas en patas y tarareabas canciones en un inglés inventado.

Reúno al costado de la galería los frascos con velas que decoró Lore. No sé adónde los voy a meter en el departamento. Parece más grande recién pintado. Te encantaría la luz que entra por el balcón. Pateo aerosoles que Lore trajo para que cada uno escribiera donde quisiera, daba igual. Leo los mensajes. Hay corazones y nombres de amigos, hay historia sobre las paredes. Veo mi grafiti: Chau, casita. Gracias por estos dieciocho años. Paso mi mano por las letras y no tengo fuerzas para seguir ordenando sola. Voy a esperar que se despierten los chicos. Podemos desayunar las tortas que sobraron de la fiesta y jugo de naranja.

Con un colador de fideos pesco vasos rojos que navegan en la pileta del living. Me siento en el borde y se me moja el camisón. Hundo mis pies. Está tibia. El agua habita, el agua sostiene, el agua transforma. Maxi me encuentra dibujando rayas fugaces sobre la superficie con las yemas de los dedos. Se sienta al lado mío: ¿Estás bien, ma? Voy a estar bien, le digo. Nademos.

***

Cuba

José Francisco Cid Varela

Podría haber sido más alta, pero quedé bajita de comer patatas. Por la mañana patatas, al mediodía patatas y por la noche patatas. Nadie se libraba de las patatas, ni si quiera los destetados. Y cuando dejamos las patatas olvidadas en el pueblo ya fue demasiado tarde, había crecido lo que tenía que crecer.

Nunca había montado en un tren, y eso que por entonces ya me iba haciendo falta un ajustador. Fueron dos días de viaje, que se me hicieron muy largos, cada mañana preguntaba: ¿cuánto queda?, y me decían que había que tener paciencia, que todavía teníamos que cruzar el mar. El mar que me pareció inmenso, tan azul y tan grande que pensé: es imposible cruzarlo, y aquella noche no dormí. Del barco solo recuerdo el frío de las noches y los espléndidos salones de primera que veía a través de un ventanuco. Y sí que se podía llegar al otro lado, no sé cuántos días fueron, trece o catorce, pero desembarcamos en un puerto con un sol intenso, que llenaba de luz una ciudad grande, una ciudad casi blanca. Salir del puerto no resultó sencillo, el bullicio nos atolondraba, nos desviaba, carros, carretillas, coches de caballos y negros, muchos negros, negros grandes con dientes blancos que me daban miedo. Alejándonos del muelle las casas se fueron haciendo más grandes, más blancas. Verlas nos llenó de fe, parecía que allí había dinero.

Todos nos pusimos a trabajar, más temprano que tarde. Yo entré a servir en una gran casa. Hacía camas, limpiaba la plata, pero, sobre todo, fregaba suelos. Como era bajita, la gobernanta debió de verme más cerca de la tierra que a las otras. Ella ignoraba que las rodillas nos duelen igual a las altas que a las bajas. Con estas todos fuimos metiendo dinero en la caja de latón.

La señora de la casa me daba un trato correcto, me trataba con el usted y me regalaba yucas. Era mayor, pero conservaba mucha belleza y una piel tersa y blanca, salvo a primera hora de la mañana, recién levantada, que parecía llevar otra cara que no era la suya, demacrada, huesuda, como si no durmiese bien, incluso llegué a pensar que su marido le pegaba, no encontraba la explicación. Y la encontré con un gran susto y escándalo, grité cuando una mañana descubrí, lo que yo entendí como un bicho, los dientes de la señora metidos en un vaso con agua. Había dentaduras postizas y yo era de pueblo. Descubrí los dientes blancos de los blancos viejos.

Libraba una tarde a la semana y siempre que podía me escapaba a callejear, a seguir descubriendo lo nuevo, a explorar lo que había en el mundo. Hasta que un día me perdí, me angustié mucho, no sabía leer, y las placas de las calles no me decían nada, una me llevaba a la otra, y todas me parecían iguales. Pude encontrar mi casa porque siempre había gente buena. Cogí miedo y estuve muchos meses sin alejarme, aproveché para aprender las cinco letras y hacer alguna amiga, y no fue difícil, solo pedía que no fuera ni muy alta, ni muy guapa. Y en compañía, nos fuimos alejando, día a día, calle a calle, hasta que llegamos al malecón y de allí ya no nos sacaron. Éramos mujeres que reíamos como niñas y que tardaron en acostumbrase a que los hombres les estrecharan el paso.

Y luego vinieron los bailes, había tantos, que no me preocupaba salir con el mismo vestido, ¿quién se iba a fijar? Esperábamos entre picardías y codazos a que los hombres nos sacaran a bailar, y puedo decir que nunca bailé con un bajito. Así que conocí a un gallego, un gallego grande, que no bailaba bien, silencioso, pero con unos ojos azules que me emocionaban. Era un hombre trabajador, que, aunque fumaba mucho, bebía lo justo, no era grosero y aunque de pocas palabras (que esas las ponía yo), pensé que me valía, así que empezamos a salir. Y con el paso de los días, como no me dio ninguna sorpresa desagradable, me enamoré.

Mi gallego empezó a doblar turnos de trabajo por mí, así que me hizo sentirme novia. Los de casa, igual porque era bajita o porque me veían muy niña no vieron el peligro, y pensaron que pronto me cansaría y que vendrían otros novios. Pero como los novios, novios eran y hacían lo que hacían novios, la noticia de mi embarazo no la tomaron bien, quizá pensando en el dinero, pero me dio igual, por un mísero jornal no iba a malograr a la criatura.

El gallego y yo juntamos nuestras cajas de latón. Alquilamos una habitación y nos mudamos. Si aquello no fue la felicidad, estuve muy cerca. Nuestro hijo vino al mundo en mitad de un huracán, mientras las ventanas se resquebrajaban y saltaba algún cristal. Aquel niño o el viento salvaje nos reveló algo que sentíamos y que no llegábamos a reconocer: aquella tierra nos había cansado.

Elegimos una ciudad para volver, y con el dinero ahorrado y un préstamo nos compramos un piso de dos habitaciones. Y a seguir trabajando. Las letras que había que pagar volvieron a traer las odiosas patatas a mi cocina. Y eso que, por entonces, no intuía que habría tiempos tan terribles en los que tendría que comerme hasta las mondas, pero eso ya sería otra historia.

***

Adularia

Franco Emiliano Marín

Mientras los chicos destrozaban la cama elástica, el metegol y el castillo inflable del salón de fiestas, los grandes se daban a engullir la mesa dulce.

—Exquisitos los eclairs, querida —le decía la abuela a la mamá de Laura, la cumpleañera.

—Los hice para Lau: son sus preferidos.

—Qué raro que haya pedido una fiesta, ¿no? Tan seriecita que es ella.

—En realidad, lo de la fiesta fue idea mía. Quiero que disfrute. Últimamente anda muy callada. Y no me gusta verla así, triste.

—Cosas de la edad, querida. ¿Cuántos cumple?

—Doce años, ma. Ya te olvidaste.

—Es que cómo vuela el tiempo. Si ya es una señorita.

—De dónde sacan energía estos pibes —dijo el papá de Laura, y, resoplando, se derrumbó en una silla—. En cualquier momento se me desnuca alguno. Los podés cuidar un poco, amor.

—Que ya te cansaste —dijo el tío Lalo, y le palmeó el hombro—. Tranquilo, yo me ocupo.

Típico de él: el tío Lalo mostraba un carisma especial para animar las fiestas. Y aunque aquella tarde no traía su disfraz de payaso, en cinco minutos pudo reunir a los diablitos y les explicó las reglas de la Búsqueda del Tesoro:

—… y el que encuentre el tesoro, se lleva el premio. Comenzando… ¡YA!

Los chicos salieron disparados a escudriñar cada esquina del alquilado salón.

Pronto Laurita se separó del enjambre de buscadores. Bajo la claridad que proyectaban las dicroicas, brillaba en la palma de su mano una pulsera dorada, con una piedra engarzada en el centro.

Laurita vio al tío Lalo abrirse paso entre la marea de chicos

(así que la encontraste, Lauri)

y ya se guardaba la pulsera en el bolsillo,

(adónde ibas)

dispuesta a seguir con sus juegos,

(no pensás darme las gracias)

cuando él la rodeó en un suave abrazo.

—Para mi sobrina preferida —dijo, y le prendió la pulsera—. Es una adularia: una piedra de luna.

—Una piedra de luna.

Y el buen tío Lalo, acariciándola y pegándole los labios al oído, le susurró:

—Dicen que tiene… un poder muy especial… el poder de cumplir los deseos.

—El poder de cumplir los deseos —repitió Laurita, absorta ahora en la pulsera.

—¿No te gusta, Lauri?

—Y, la verdad… —Pero Laurita no terminó la frase. Con la cara iluminada dijo—: Sí, tío. Me encanta.

—¡A comer la tortaaa! —La mamá de Laurita salía de la cocina, cargando una enorme torre de chocolate.

Los invitados se amucharon junto a la cumpleañera, quien se paró sobre una silla frente a esa montaña dulce coronada de doce velitas.

Nadie tuvo que obligarla a hacerlo. A aquel trono, la reina de la fiesta se subió sola.

—¿Estamos todos? —El papá de Laurita echó una mirada al grupo, prendió las velas, y le dijo a ella—: Bueno, pedí un deseo. Un, dos, tres…

Laurita cerró los ojos.

Sentía el roce

(el poder de cumplir los deseos)

de la piedra en la piel.

¿Sería verdad?

Y le llegaron imágenes, recuerdos de la casa

(mi sobrina preferida)

del tío en la playa, el tacto frío de la piedra

(un secreto es un secreto)

los trucos de magia

(a nadie)

las caricias del tío aquella noche de verano

(un secreto, Laurita, a nadie).

Y el dolor que la consumía desde entonces.

Laurita notó cómo la adularia ahora le ardía en la muñeca.

Sopló. Y sacó afuera su deseo, desprendido desde el fondo del alma, convertido en un pensamiento bien preciso.

Porque ella sabía muy bien lo que quería.

Y, cuando abrió los ojos, a través del humo de las velitas, vio por fin, entre el alboroto de sillas caídas y gente corriendo, al tío Lalo ahí en el piso: duro como una piedra.

***

El atado

Claudia Cabieses

Fidel apareció pálido, en una mano tenía la pala y, en la otra, un envoltijo que había encontrado removiendo la tierra del pequeño jardín que estaba al lado de la antigua biblioteca de Eduardo.

—Es un atado —le dijo Hilaria.

Ambos se santiguaron al mismo tiempo.

¿Quién diría que, dentro de esa tela roja que servía de envoltorio, podría estar el origen de aquello que ella misma había bautizado como «la desgracia»?

Años antes, Eduardo había dispuesto que ese pequeño jardín estaría prohibido para su esposa y sus hijos.

―Hilaria, esta será mi Capilla―, le advirtió.

Allí se pasaba, de claro en claro, leyendo tratados de medicina tradicional, revistas de antropología y releyendo todos los libros de botánica que había acumulado con los años. Por ese entonces se le había dado por participar en sesiones de ayahuasca. Precisamente en una de estas, conoció a un chamán que hacía las veces de jardinero para ganar un dinero extra, y decidió llevarlo a su casa para que se encargara sólo de ese lugar. Melchor “el brujo”, así le decían sus hijos, tenía hartos conocimientos de plantas milenarias y Eduardo andaba entusiasmadísimo con el tema. Todos los jueves intercambiaban ideas, hablaban entre murmullos, parecía que elevaban plegarias al unísono, y a veces, el uno aconsejaba al otro.

Hilaria desconfiaba de su presencia, lo sentía taimado, le daba mala espina, lo evitaba; sentía que él vigilaba, a lo lejos, cada uno de sus pasos. Le pidió a su marido, más de una vez, que lo despidiera, que se dejara de tanta tontería que no lo iba a llevar a ningún lado. Le repetía que los chamanes provocaban daños, hacían amarres, lanzaban mal de ojo y otras cosas horribles que no quería repetir por miedo a convocar al diablo. Cansado de su insistencia seguramente, una tarde Melchor desapareció para no volver más. Esa noche entró por la ventana de la biblioteca una ráfaga de aire que olía como a huevo podrido, «la Capilla huele a pedo», dijo uno de los chicos y todos rieron sin parar; todos, menos Hilaria.

Un mal día, Eduardo también desapareció, se fue y con él, dos décadas de matrimonio se fueron al garete.

Cuando había asumido su nueva realidad diciendo que era viuda de marido vivo, pues la palabra divorciada era un término poco acorde a sus creencias, Hilaria anunció sin mayor explicación, que era momento de salir de «la desgracia». Acto seguido, contrató a Fidel, un nuevo jardinero.

La primera orden que le dio fue sacar todas las plantas sembradas por el aquel Melchor, ella las tenía bien ubicadas. Se empecinó en eliminar las matas, remover el terreno, arrancar todo rastro que pudiera recordar su vida anterior. Había que sacudir la tierra, cortar todo de raíz. Ahí concentró su tristeza, su duelo y también su rencor, su despecho y la furia contenida.

Era un mediodía de junio, cuando Fidel le entregó el paquete sucio de tela roja con restos de raíces y tierra húmeda, la familia se disponía a almorzar. Al verlo todos, al igual que Hilaria, reconocieron lo que era. Eduardo les había hablado alguna vez de esos envoltijos que contenían muñecos clavados de alfileres, fotos rotas, prendas quemadas o mechones de cabello que tenían como objetivo malograrle la vida a cualquiera, pero nunca habían visto uno.

Los hijos se concentraron en las delgadas manos de la madre que iban retirando, calmadamente, la soguilla que lo sujetaba. Cuando apareció un pedazo de madera medio chamuscado quebrado en dos, reconocieron en cada fragmento las caligrafías personales con los nombres de Hilaria y Eduardo, parecían firmas recortadas de algún documento. Como coro benedictino, poniéndose la mano en la boca, exclamaron: ¡la desgracia! Aquel sortilegio perverso se revelaba bajo los rayos del otoño limeño. Hilaria lo entendió todo.

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Aplanamiento

Miguel Ángel Flores

La prima de mi marido se casó con un señor que tiene los pies planos. Pero ella lo ama lo mismo que si los tuviera con mucho puente. Y lo cierto es que, conversando con él, apenas si se le nota.

Cuando alguna vez vienen a cenar, en las sobremesas evitamos por todos los medios tocar temas sobre plantillas ni nada parecido. Eso nos lleva a dar unos rodeos verbales en los que terminamos hablando de cualquier cosa sin más. De los pingüinos de Alaska, por ejemplo; sin mencionar, claro está, lo graciosos que resultan caminando. O, incluso, de cómo es de importante para que unos azulejos recién puestos se vean impecablemente acabados, que la lechada esté bien aplicada.

Luego, cuando nos asomamos por la ventana, los vemos yéndose de la mano, con ese andar desacompasado propio de los matrimonios híbridos de pisada mixta. Y al acostarnos, mientras nos desnudamos para nada, miro de soslayo los pies de mi marido, que son perfectos, y, aunque creo quererlo, no puedo evitar sentir un cierto despunte de vértigo estomacal, muy similar a un principio de envidia, al pensar en mi prima, que es política pero ahí la siento hermana, y en la habilidad con la que ha conseguido tan sencilla, y llanamente, que amar le haga feliz.

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La vida es nadar

Efraín Villanueva

El olor del silencio me recuerda que hoy comienzan Los Días. Estiro los brazos y arqueo la espalda con movimientos ensayados, sin delatar mi pereza. Desde hoy, y por una semana, la pereza está prohibida.

Apenas me enjuago la boca con agua y me aplico un poco de desodorante. Asearse está prohibido. Elijo una falda negra, hasta los tobillos, y una blusa manga larga azul oscuro. Vestir colores llamativos está prohibido.

Madre y padre sirven, mudos, el desayuno. No está prohibido hablar, pero se alienta una atmósfera discreta. Tres pequeños panes blancos, precortados, pues usar objetos afilados está prohibido. En los vasos, agua. No es claro si la glotonería está prohibida, pero nos alimentamos con mesura, por si acaso.

Ayer aseé la casa. Ayer madre arregló el marco de la puerta. Ayer padre colgó mis más recientes fotografías. Usar elementos de aseo o herramientas está prohibido. Los martillos y los clavos son los más prohibidos. No sé por qué.

Les informo a mis padres que saldré a caminar. Me recuerdan que obedezca las reglas. Quiero responderles que ya no soy una niña y nunca, desde los cinco años, ni siquiera cuando quise ver dibujos animados, cuando aún recibíamos transmisiones de televisión ¾ver la pantalla está prohibido¾, las he quebrantado. Les aseguro que regresaré antes de las quince. Estar en el exterior después de las quince está prohibido.

Besarse durante Los Días está prohibido, una de las prohibiciones que incluye un castigo. La lengua de los besadores se transformará en una lengua bífida. La regla sobre los besos en las mejillas no es clara. Me limito a despedirme con un escueto gesto de manos.

Somos pocos los transeúntes. Si nos cruzamos, no nos miramos. Bajo por la Calle Hermes, en la que el cemento se transfigura en naturaleza hasta desembocar en el río. Retiro mis sandalias y camino de puntillas. Cortar las plantas está prohibido y toda planta que sufra un corte tendrá un sangrado no fotosintético, sino animal, hasta disecarse. El suelo que absorba la sangre será infértil durante un año.

Me siento sobre una roca. Si Bárbara estuviese conmigo nadaríamos, al menos si estuviésemos en una época diferente. Durante Los Días, nadar está prohibido, so pena de convertirse en pez. Una sanción más severa que la impuesta a los besadores, según lo veo yo. No se sabe si el sentenciado a una lengua bífida mantendrá el sentido del gusto o gozará de un gusto doble. O si hablará con seseo o perderá toda capacidad de hablar. Sea como sea, creo, es posible acostumbrarse a una lengua bífida. Pasar de humano a pez, en cambio, es una transformación integral. De cuerpo, de ambiente, de estilo de vida.

Bárbara insiste en que uno puede acostumbrarse a todo y asegura que no le molestaría ser un pez: “nada les es prohibido, su vida es nadar”. Eso sí, solo se atrevería a condenarse a una vida acuática conmigo. Para qué convertirnos en peces, le digo, si ya estamos juntas. “Para que la vida se nos vuelva un río que naveguemos juntas, como un par de coloridos killis”.

Desciendo de la roca y escucho el crujido de una rama. Un tulipán agoniza, su tallo quebrado bajo mi pie. La ausencia de sangre me asusta.

Cuando Bárbara fantaseaba con convertirnos en peces me confesaba que dudaba de las prohibiciones. La escuchaba con el corazón tamborileando. Cualquiera fuese la temporada del año, está prohibido hablar de las prohibiciones. Bárbara las llama supersticiones, pues vienen acompañadas de castigos o consecuencias, pero ninguna tiene justificación. Está convencida de que alguien en el pasado desafió las prohibiciones sin sufrir sus castigos. ¿Acaso crees que nadie se atrevió a besar a otra persona durante Los Días? ¿Has visto a alguien con una lengua bífida? Los animales no siguen nuestras prohibiciones. ¿Si un jabalí mastica una planta, se alimentará de sangre?

El tulipán no sangra. ¿Podría estar Bárbara en lo cierto? Quizás estaba muerto antes de pisarlo. En el afán de regresar antes de las quince, resbalo y mis pies desnudos se hunden en la orilla y las olas rodean mis pies. Imagino mi piel convirtiéndose en escamas, pero nada ocurre.

Si Bárbara estuviese conmigo señalaría que mis pies sin mutaciones son prueba de que las prohibiciones son solo agüeros. Si Bárbara estuviese aquí, removería sus ropas y me convencería de imitarla. Me tomaría de la mano y me aseguraría, a medida que nos adentramos en el río, que no hay nada que temer. Yo flotaría boca arriba, con los ojos abiertos ante el sol y ella me pediría que disfrutara, que ambas somos prueba viva de la farsa de Los Días. Nos sumergiríamos hasta tocar el suelo del río. Si Bárbara estuviese aquí, le diría que mis pies se sienten extraños, que me ayude a mantenerme a flote, que no puedo separar mis piernas, ni mover los brazos, adheridos a los costados de mi cuerpo, que mi estómago se contrae y mi cabeza se achica y se apisona sobre mi cuello, que la piel se me cae en grumos y debajo de ella se asoma un tejido de azules y naranjas, que venga en mi ayuda, que estoy segura de que acabo de ver una de mis orejas flotar a mi lado, que no puedo continuar hablándole porque mis labios se han reducido a una trompa delgada que no hace sino abrirse y cerrarse y que, ahora que lo pienso, los tulipanes no crecen a la orilla del río, que alguien debió arrastrarlo hasta acá, que en mis pies no crecieron escamas al tocar el agua de la orilla porque la prohibición no es mojarse con agua del río sino nadar en él y solo cuando me atreví a hacerlo fui castigada, le diría que no tenía razón sobre las prohibiciones, pero sí sobre la vida en el agua, que ya me acostumbré a vivir en ella, que ojalá se atreva a desafiar las prohibiciones y venga y me acompañe en esta humedad perpetua.

***

El encargo

Carmen Pérez Marcos

Es lunes de Pascua, segundo lunes de abril del 39. La lluvia primaveral arrecia con fuerza, formando espontáneos riachuelos por las calles. En la plaza del pueblo varias personas esperan bajo los soportales del edificio del ayuntamiento al autobús de línea que les llevará a la capital. A la cabeza de la fila hay una vieja con una niña. Pero ni la vieja es tan vieja ni la niña es tan niña. La mujer luce pelo cano y va de luto riguroso pero no ha cumplido aún los cuarenta. Y la niña, que acaba de celebrar los catorce, lleva calcetines y corona su larga melena con un gran lazo, también negro.

La mujer tira de la niña hacia ella conforme comienza a escuchar los cuchicheos de los parroquianos que se encuentran en la fila. No quiere que oiga nada de lo que dicen, no quiere porque sabe que casi todo es verdad pero prefiere ser ella la que se lo cuente a la cría. Aunque no sabe cómo ni cuándo hacerlo. Decide apartarla y ponerla delante de ella, pero la niña protesta porque en ese sitio la lluvia la alcanza, mojándole las piernas. Con gesto adusto y un apretón en el brazo tan fuerte que le blanquean los dedos, la obliga a callarse, lo que hace aumentar el murmullo a sus espaldas. Se gira y lanza una gélida mirada al grupo imponiendo un tenso silencio.

Por fin aparece el autobús. Suben las primeras y, mientras la mujer abona el precio de los billetes, el conductor aprovecha para darle el pésame por la muerte de su padre, abuelo de la niña, que está muy grande, le dice, es la mayor de tu hermana ¿no?, pregunta, con lo rubios que son los chicos y ella ese pelazo tan oscuro, se parece a una actriz de “jollivú”, continúa con retintín. La mujer lanza entre dientes un escueto gracias, empujando a la niña hacia el final del vehículo. Ahí me mareo, protesta ella, pues cierras los ojos y te duermes, le dice y vuelve a apretarle el brazo con fuerza hasta que se sienta.

El resto de los viajeros va ocupando los asientos delanteros de tal forma que hay cuatro filas vacías entre ellos y las protagonistas de esta historia. La mujer abre el bolso y saca un papel arrugado, que estira y lee mientras se le van congelando los labios. De nuevo no pudo negarse a hacerle el favor a su hermana. Como siempre, nunca podía negarle nada a la reina de los líos. Experta en crear problemas, sabedora de que siempre estaría alguien ahí solucionando sus entuertos. Dobla el papel y lo vuelve a guardar. Sopla con gesto de hastío y comprueba que su sobrina no se ha dormido, solo tiene la cabeza apoyada en la ventana con la mirada perdida en el paisaje.

La chica se da cuenta de que la observa, gira la cabeza y se queda mirándola. Verás lo bien que va a salir todo, le dice la mujer, que ahora le aprieta el brazo suavemente. Pero yo quería quedarme con madre y mis hermanos, replica la muchacha. Pues ya sabes que no puede ser, ¿no te dijo tu madre por qué?, le pregunta, volviendo a tensar los dedos en el antebrazo. No, no me ha dicho nada, la niña contesta con las lágrimas desbordando las pestañas. Calla, calla, no llores, le da un pañuelo mientras comprueba que nadie se haya dado cuenta. Ya le contará cuando lleguen, solo le faltaba un berrinche público para echar más carnaza a los buitres.

Pero cómo explicarle, cómo contarle. Por más vueltas que le da, la mujer sólo ve la vía directa. Sin paños calientes. Ya tiene catorce años, hora de que espabile y abra los ojos, la vida es dura y en esos tiempos, más todavía. Tu madre no tiene para alimentar tanta boca, casi ni para comer ella. La chica vuelve a mirar por la ventana sonándose la nariz con disimulo.

Al llegar a Madrid esperan a bajar las últimas, con un último intento de interrogatorio del conductor como despedida, a buscar trabajo o de visita, les dice, pero la mujer contesta un seco “con Dios”. Se cuelga del brazo de la niña y comienzan a caminar. Sabes que tu madre trabajó en Madrid, antes de nacer tú, eso sí lo sabes ¿verdad? Algo me contó el abuelo, en una casa de mucha importancia. Si, así es, marqueses y además el señor era juez. Cuatro hijos tenían, varones todos, el mayor se hizo demasiado amigo de tu madre… Pero la muchacha pareció no oírlo. Ya sé, ya, madre era criada, pero yo no quiero ser criada. Nadie te ha dicho que vayas a ser criada ni nada parecido, trabajarás en el taller de una modista, sólo para traer y llevar encargos, a casas de mucho postín también. Seguro que no tendré que limpiar ni nada, inquiere la chica. Seguro que no, insiste la tía, pero vivirás allí y tendrás que recoger lo que ensucies, eso sí. Antes de ir al taller de la modista, tenemos que pasar por otro sitio, le dice.

Entran en un señorial edificio situado enfrente del parque de El Retiro, la tía le dice que oiga lo que oiga, se quede callada y que solo responda si le preguntan. Una doncella, con cofia y mandil, las hace pasar a una enorme sala donde una mujer, con una melena morena, idéntica a la de la muchacha, las espera sentada en un elegante sofá. No las invita a sentarse. Examina a la chica de arriba abajo, reconociendo en sus ojos la mirada de su primogénito. Muy digna se levanta, saca un sobre del bolsillo que entrega a la tía, desde lejos, sin acercarse y sin volver a mirar a la niña: con esto tendrás para comprarle unos buenos zapatos y un abrigo; y ahora largo, dijo sin alzar la voz, serena, señalando la puerta, no se os ocurra volver por aquí.

***

Las dos grietas del poema XXIII

Pepe Llopis Manchón

La dulcísima mañana en que Washigton Irving escuchó el poema XXIII de Nazhūn bint al-Qa‘ala, glosado por el poeta Ibn al-Yayyab, después de una arrítmica lectura que no pudo envilecer el candor de sus palabras, la fugitiva historia de un amor encerrada en aquellos versos encontró de nuevo un corazón sencillo en el que descansar algunos años más.

Era un abril templado, y el escritor americano paseaba con sus acompañantes por las callejas de la Alhambra contemplando las delicias de su arquitectura. A su paso, las milenramas y la flor de acanto parecían abrirse con algo de flojera, y el traqueteo del agua en los estanques devolvía un sol menguado, tan agradable a la piel blanquísima de la comitiva, que todos querían quedarse en Granada por un siglo, siempre que en ese siglo el mismo abril no dejara jamás de repetirse.

Al llegar a una fuente algo accesoria, Irving se percató de una pequeña grieta en la base de la misma de la que fluía, constante, una sola gota de agua. Deslizándose por el mármol veteado, la larga gota iba a parar justamente al fondo de otra grieta, esta vez ubicada en un pálido azulejo. De la comunión de ambas ranuras, como un secreto verdecido, nacía un brote intimidado de una muy honda hermosura.

Empujado por su astucia de escritor, y después de haber descubierto (tras los numerosos cuentos) que cada cosa en la Alhambra tiene su porqué, Washington Irving interrogó a su grupo sobre qué podría significar aquel prodigio minúsculo de la naturaleza y la técnica del hombre en perfecta armonía. Fue Pablo Hodar (nacido Bawlus b. Ilyās al-Haddā) quien contestó, gozoso, a su pregunta.

Arabista total, Hodar había quedado ya prendado en Coimbra, siendo apenas un estudiante, de la obra de Nazhūn bint al-Qa‘ala. Entre otros motivos que no cabe investigar aquí, fue la figura mítica de la poeta andalusí la que lo trajo a la Alhambra, confiriéndole la posibilidad así de intimar con Irving, y de hacerle conocer la dulcísima y triste historia del poema XXIII.

Canta Nazhūn bint al-Qa‘ala —cuenta Hodar— al amor de dos mujeres ilustradas, que vivieron sobre aquellos mismos empedrados de la Alhambra, muchos años ha. La primera de ellas, astrónoma, gran conocedora de las estrellas y de todos los cuerpos superiores de la bóveda celeste. La segunda, mística, en contacto directo con Al-lāh y las fuerzas telúricas de aquel espacio sagrado en el que ahora se encontraban. Desde niñas —explica Hodar—, ambas mujeres habían cultivado el arte de la palabra, la poesía, la retórica; habían dominado la matemática, se habían dejado aliviar por los encantos de la música; pero ante todo, ambas habían sucumbido a los preciosos tesoros del amor. Siempre juntas, una y otra conocieron los secretos más oscuros de la arquitectura andalusí, accedieron a cámaras que nunca volverá a pisar un hombre en esta tierra, leyeron grabados que nunca volverán a ser encontrados por ojo alguno que los busque; y conocieron así mismo los secretos más cándidos del violento amor. No obstante —dice Hodar—, una felicidad y una dicha tan puras son difíciles de soportar por el mundo de los hombres. El sultán del reino nazarí, de la misma edad que las dos ilustres, se reveló obsesionado por una de ellas, así como enervado por la pureza de su amor. Pasó por su cabeza la posibilidad de acabar con la vida de su contrincante, pero pronto entendió que eso no sería sino acabar con la vida de las dos. Así pues, una tarde cualquiera, les hizo llegar un mensaje con su mandamiento: al alba, la buscada se convertiría en su concubina y la otra marcharía de la Alhambra, o las dos beberían de la copa de la muerte.

Cuenta Hodar que la angustia sobrevino a las dos jóvenes. Su amor, su más preciado tesoro, tan poderoso, tan fuerte, viéndose amenazado por el dedo codicioso del poder. Pensaron en huir juntas, pero nadie podía escapar del sultán en el reino nazarí. Pensaron en condescender sus deseos, pero qué era sería entonces la vida sino un amargo sufrimiento. Desesperadas, acudieron a las mil estrellas del firmamento, a Al-lāh y a todos los ancestrales poderes de la Alhambra.

Y al llegar a este punto, Hodar hace silencio.

—¿Y entonces, amigo Hodar? —pregunta Washington Irving.

—¿Y entonces? Las súplicas fueron escuchadas —dice Pablo Hodar—. Ahí las tiene, amigo Irving. Dos grietas, una al lado de la otra; que a través de una mísera gota siguen perpetuando por siempre el hechizo de su dulce amor.

***

Apenas un nombre

María Rosa Gainza

Le gustaba ver, desde el andén, cómo se organizaban las familias del barrio para llegar a tiempo a la estación de Garín. Algunas madres se juntaban en la puerta de la escuela esperando que sonara el timbre, y así poder sacar a sus chicos. Entre retos y risas, corrían a tomar el tren que los dejaría a todos en la estación de Victoria, para comer en el galpón de la Obra de Don Orione, una construcción de ladrillos rojos y techo de chapa cedida por los ferrocarriles a la iglesia. Algunos días ella también se quedaba a almorzar ahí. No siempre, porque los encargados le hacían demasiadas preguntas. Son recaretas, les decía a las madres del barrio, no quiero que me sicologeen.

Cuando las familias volvían a la estación, todos subían al otro ramal que los dejaba en Barrancas de Belgrano. Allí se despedían y la Sole, como la llamaban en el barrio, caminaba hasta su parada, el paso nivel de la calle Pampa donde ganaba algunos pesos limpiando los vidrios de los autos que esperaban frente a la barrera.

La gente rica es buena, se repetía mientras circulaba con su enorme panza entre el calor y el vapor de los motores encendidos. La conocían. Sabían su nombre. Si necesitaba descansar o ir al baño, lo que era cada vez más seguido por el peso de su vientre, se corría unas cuadras hasta la estación de servicio. Allí también se habían encariñado con ella. Le regalaban la comida —aunque tenía plata para el sándwich y la gaseosa—, la dejaban pasar al baño y siempre le hacían chistes que la ponían de buen humor.

Una tarde del mes de julio aparecieron por su parada unas señoras muy amables y bien vestidas. Estaban recorriendo las calles con termos de chocolatada y facturas. Se quedaban conversando con los chicos de las esquinas y con las familias que llegaban de Garín. Sentados en la vereda, en una plaza o en el andén, compartían la merienda y la charla. Esas visitas se repitieron durante muchos miércoles. Luego de varias semanas los invitaron a un templo de la zona a jugar, hacer la tarea de la escuela o aprender costura. Un día de lluvia y frío, con la plata ganada ya en su monedero, ella decidió ir. A partir de entonces, todos los miércoles iba al templo judío. No era que le gustara coser, pero las señoras la trataban muy bien y no preguntaban. La acompañaban a los controles en el hospital, le compraron la medicación para la sífilis, le enseñaron a hacerse ropa y hasta le habían conseguido un cochecito y una cuna nueva. Los miércoles la Sole se olvidaba de la tristeza.

Recordó todo esto cuando amanecía. Los dolores eran cada vez más intensos y se achicaban las pausas entre contracción y contracción. Mejor no despertar a su mamá y a sus hermanas. De ellas solo había recibido insultos y golpes en los últimos meses. Que era una puta, que por qué no se lo había sacado, que una boca más para comer, que el pibito la había infectado, que había que hacerlo plata. Juntó la poca ropa que tenía para Abril —así llamaría a su bebé—, algunos pañales, el monedero con los ahorros y un papel con los números de teléfono de las señoras del Templo para darles la noticia. Cargó su bolso hasta la estación. No había nadie a esa hora. Niebla sobre el campo, escarcha y oscuridad. Frente a la estación habían abierto una agencia de remís. El dolor ya no la dejaba respirar. Tenía la opción de tomar el primer auto destartalado que esperaba pasajeros en la puerta, o tener a su bebé en el andén, pero no hubo que pensar demasiado: el chofer, al verla, le agarró el bolsito y la ayudó a subir a un coche, tratando de calmarla. Ella no dejaba de gritar y llorar.

Entró a la sala de parto a las seis de la mañana. La Sole Ríos tenía quince años cuando nació Abril. La sostuvo, la olió, la acarició, le besó la cara, deteniéndose en los ojos, la nariz, la boca y las orejas; la apretó contra su cuerpo. La oyó llorar cuando se la llevaron. Un murmullo de voces, pasos rápidos y nerviosos la pusieron en guardia, pero el sueño pudo más.

Cuando despertó, le dijeron que su hijita había nacido muerta.

Esa misma tarde salió del hospital. Junto al puesto de diarios de la esquina vio a su madre contando unos billetes. Con las fuerzas que le quedaban, la Sole corrió hacia ella, gritándole que le devolviera a Abril. Pero entonces apareció el custodio del hospital, un tipo grandote que la agarró del brazo y le dijo que se fuera o llamaba a la policía. Soledad Ríos supo que estaban arreglados el hospital con la policía y su familia. Otra lucha empezaba. Cargaba el peso de su nombre, un futuro que parecía marcado en ella desde siempre y la ilusión de borrarlo alguna vez.

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Miguel Humberto Hurtado

Buenos días. Ta envié el material. ¿Cómo se si les llegó? Gracias.

Tesy
Tesy
1 año hace

Hola. Yo quería saber lo mismo.

María Antonia Pérez López
María Antonia Pérez López
1 año hace

Excelente concurso sobre la mujer

aldelgado1@gmail.com
aldelgado1@gmail.com
1 año hace

Gran inciativa…#Historiademujeres

Silvina Marsimian
1 año hace

Hola! Enviada la historia. Me gustaría leer las que se van presentando.

lidia
lidia
1 año hace

Buenas tardes. ¿acusan recibo?

Sudana Vidal Ruiz
Sudana Vidal Ruiz
1 año hace

Buenos días. Envié un relato para el concurso y me gustaría saber si hay posibilidad de anularlo y enviarlo de nuevo con alguna modificación. Gracias.

Nuria San José Molina
Nuria San José Molina
1 año hace

Buenos días. Ya he enviado mi relato. ¿Confirmáis la recepción del mismo? Gracias.

Manuela Fernández
Manuela Fernández
1 año hace

Enviamos el texto pero no nos llega a nuestro email nada de que se ha entregado. Una pena, nos queda la duda.

Jadira
Jadira
1 año hace

Hola, donde y como puedo recuperar mi relato ???
Cómo saber si les ha llegado y está correcto en sentido de los requisitos y demás ??

Lourdes Madrid Flores
Lourdes Madrid Flores
1 año hace

Buenos días, les acabo de enviar mi relato, que espero les guste. Comentarles que el texto forma parte de un pequeño fotolibro que tengo en proyecto. Las fotografías también están hechas por mi. No se si hay alguna forma de enviárselo o este formato no es que requieren en esta ocasión. Si pudiera enviarlo, por favor, pónganse en contacto conmigo o leo aquí su respuesta. Gracias y un saludo

Josefina Rodríguez Gómez
Josefina Rodríguez Gómez
1 año hace

Seguro que no es posible participar siendo menor de 18 años?

César
César
1 año hace

No me he dado cuenta de que era una pregunta, hasta que he llegado al final y he visto el cierre de la interrogación .
Siempre me han dado envidia los ingleses y sus interrogaciones huérfanas ¿ Cómo coño lo harán para leer bien una pregunta desde el principio? Ahora lo sé. Simplemente se la suda. Para eso se han inventado su “Do”. Nosotros somos gilipollas, simplemente la volvemos a leer y ya está.
Esto…¿preguntabas algo?

Última edición 1 año hace por César
Adrián Sixto
1 año hace

Esperemos que nuestro pequeño grano de arena sirva de ayuda a nuestra cultura literaria. Gran propuesta #Historiademujeres. Espero que mi relato haya llegado correctamente.

Jorge
Jorge
1 año hace

Puesto que se trata de un certamen literario no estaría de más poder dar formato a los textos (cursivas, negrita…).

Es necesario

Alicia
Alicia
1 año hace

Hola, quería saber si notifican sobre la recepción de los cuentos enviados. Gracias

ILIANA
1 año hace

qué tristeza! recién me entero

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