La suerte de Conchita Montenegro fue un misterio, y es ahora, con el interés que suscita su filmografía, mezclado además con el que despiertan las mujeres pretéritas y singulares, cuando ese enigma parece comenzarse a despejar. Siempre situada en cierta ambigüedad, fue y no fue una actriz de su tiempo, esa encrucijada que nos llevó de las postrimerías de la pantalla silente a los albores de la parlante. Todo un trauma para el joven cine, que abandonó el silencio en el que concibió su lenguaje —la articulación de la narración en planos— sin haber llegado a experimentar con él hasta sus últimas consecuencias.
Con todo, de aquella coyuntura traumática surgió una de las pantallas más hermosas y desesperadas de la historia: el realismo poético francés de los años 30. Y allí, ni más ni menos que en los estudios de Joinville, en las inmediaciones de París, se construyeron decorados para que evolucionase por ellos Conchita Montenegro.
Como el común de los cinéfilos autóctonos, supe de ella por primera vez en Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1941), la cinta de exaltación falangista que, prohibida por el propio Franco tras su estreno, languideció en el olvido hasta los años 80, cuando la cinefilia, precisamente por su extraña interdicción, comenzó a interesarse por ella. Y, una vez más, fuimos a descubrir en sus secuencias, al margen de su mensaje, una auténtica obra maestra.
Luisa, el personaje de nuestra actriz en aquella sazón, es una joven militante de la Sección Femenina que vivirá el suplicio de las checas madrileñas. Tras ser violada por un miliciano en la del convento de las adoratrices, es trasladada a la de la calle Fomento. Cautiva en esta última, en una de las sacas perpetradas para el exterminio total de los burgueses —a los quintacolumnistas los torturaba hasta la muerte el Servicio de Inteligencia Militar de la República—, Luisa será pasada por las armas en la Pradera de San Isidro.
Aún por dilucidar el motivo de la prohibición de Rojo y negro —se dice que Arévalo era hedillista, los falangistas opuestos a Franco, pero no hay constancia de ello—, lo que está claro es que Conchita Montenegro incorporó en aquel título a la primera falangista retratada por el cine español, en el que, además, ha sido definido como el primer filme patrio de resistencia antimarxista. Y, desde luego, como el único sobre la clandestinidad de los camisas azules en el Madrid de la guerra. Pero a lo que voy en estas líneas es a cómo en Rojo y negro —alusión a los colores de la bandera del yugo y las flechas, por cierto—, la actriz compone a la perfección el prototipo de una mujer de su tiempo.
Empero, su encanto, su magnetismo, su fisonomía… Su prodigiosa fotogenia resulta más próxima a los cánones de los años 70 u 80 que a los de la pantalla de los 40, demasiado delgada para unos días en que gustaban las mujeres entradas en carnes, pues las flacas tendían a recordar a la audiencia el hambre que pasaba buena parte de la población.
Eso de ser una cosa y lo contrario, representar algo y lo opuesto… Ya digo, su ambigüedad, será una de las claves del misterio de Conchita Montenegro, el origen de su heterodoxia. Fue procaz en sus comienzos, su desnudo en La mujer y el pelele (Jacques de Baroncelli, 1929) es parangonable —por el lugar que ambos ocupan en la mitología de esa encrucijada que nos llevó del ocaso del silente al amanecer del parlante— al de Hedy Lamarr en Éxtasis (Gustav Machatý, 1930). Y fue tan recatada en su final como aquellas actrices de antes que, tras contraer matrimonio, daban por terminada su filmografía, para entregarse en cuerpo y alma a su labor como señora de… Pero hasta de Sonia Bruno, una de las grandes musas del cine español de los años 60 que, tras casarse optaron por ese camino —siendo la suya la retirada proverbial— se ha sabido más que de Conchita Montenegro.
Siempre entre una cosa y todo lo contrario —insisto—, tan singular actriz ya constaba en mi imaginario cinéfilo como la Luisa de Rojo y negro cuando se me derrumbó aquel esquema ante la Concha de La mujer y el pelele. Adaptación de la célebre novela homónima de Pierre Louÿs, aparecida en 1898, la Concha que recrea en sus secuencias tuvo que ser el modelo en el que se miraron Marlene Dietrich para su Concha a las órdenes del gran Josef von Sternberg —El diablo es una mujer (1935)—, Brigitte Bardot para la suya a las órdenes de Julien Duvivier —La femme et le pantin (1958)— e incluso Ángela Molina puesta a incorporar a tan tremenda sevillana a las órdenes de don Luis Buñuel —Ese oscuro objeto de deseo (1977)—.
Esa tendencia, para mí inevitable, de asociar a las actrices al personaje que interpretan cuando las veo por primera vez, me llevaba a relacionar a Conchita Montenegro con esas militantes de Auxilio Social —la asociación benéfica de la Falange— que daban de comer a los niños hambrientos de la posguerra y procuraban sanarles su avitaminosis; o con esas otras, de la Sección Femenina propiamente dicha que, desde el Castillo de la Mota (Valladolid), se dedicaban a la programación de actividades formativas y culturales.
Figuraciones mías ambas, una y otra se me vinieron abajo el 23 de febrero de 2011, cuando asistí por primera vez a una proyección de La mujer y el pelele, de Baroncelli, programada por la Filmoteca Española. Título señero, y asaz representativo del ciclo en que se encuadraba, El silencio de Eros, ese día descubrí que la Concha de Conchita fue una auténtica protomujer fatal.
Como es sabido, don Mateo —Raymond Destac en aquella ocasión— es un prominente hacendado prendado hasta la sumisión de Concha, una bailadora que ha acudido a su casa, dispuesta a animar, por unos vinos y una propina, una fiesta en el jardín del señor. Puede decirse que Baroncelli es grande al adaptar la que, con Las canciones de Bilitis (1894), es la obra más conocida de Pierre Louÿs, por su acierto al retratar algo que es la esencia misma del erotismo: ese juego de mostrar y ocultar los cuerpos. Montenegro sólo tenía dieciséis años cuando Baroncelli la descubrió bailando en un cabaret de Montmartre, que no en ningún tablao, y al punto vio en ella a la perversa —ninfa aún, ni siquiera mujer—, magnética y arrebatadora que estaba buscando. De ahí surgió ese “erotismo difuso”, que lo llama Bernard Bastide en Concha? Le diable, probablement (Positif, 421, marzo de 1996).
La primera visita de don Mateo a la casa de su ya adorado tormento y su madre consta en los anales del silente sicalíptico. Baroncelli primero nos muestra un pecho, que la bailarina exhibe para su pelele tras la celosía de su ventana. Después, como si se tratase de un striptease en vez de una filmación, se nos enseña un brazo de la muchacha. Al cabo aparece Concha en todo su esplendor sobre un fondo caleidoscópico. Para entonces, mi idea previa de Conchita Montenegro ya estaba totalmente desdibujada.
Tras el estreno de La mujer y el pelele —que se abre y se cierra con sendas referencias a El pelele (1791-92), el célebre cartón para tapiz de Goya— la sonrisa que Eros dedicó a Conchita, además de vertical, fue mayúscula. Contratada por la Metro, protagonizó en Hollywood, bajo la dirección de Ramón Navarro Sevilla de mis amores (1930). Y eso que, durante una prueba de cámara, aquel mito erótico se negó a besar a Clark Gable.
Nacida en San Sebastián en 1911, en el 21 ya residía en Madrid junto a su familia. No mucho después, se traslada a París para estudiar baile en la Escuela de Danza del Teatro de la Ópera. De regreso a España, en la capital se inició como actriz en Sortilegio (Agustín de Figueroa, 1927) y Rosa de Madrid (Eusebio Fernández Ardavín, 1928), sus primeras películas.
De vuelta a Francia, tras su colaboración con Baroncelli, logra dar una proyección internacional a su carrera. No sólo es la chica de las versiones españolas de algunos éxitos de Hollywood —con el doblaje aún por llegar, las grandes producciones se ruedan en los mismos decorados con diferentes actores para cada idioma—, también integra los repartos de Prohibido (William S. Van Dyke, 1931) y Besos al pasar (George Fitzmaurice, 1931). Antes de que acabe el año 31, protagoniza Cisco Kid para Irving Cummins. Leslie Howard, su compañero en Prohibido, es el más destacado de los galanes con los que trabaja entonces. Se cuenta que tuvieron un romance.
También se habla de las excelencias de la etapa americana de esta actriz donostiarra. Pero lo cierto es que lo mejor le fue dado en la francesa. Cuando en 1935 se quedó sin contrato en Hollywood, Conchita regresó a Europa. En Francia la dirigieron cineastas del calibre de Robert Siodmak, para quien protagonizó Noches de París (1936). Tras un primer matrimonio con el galán brasileño Raoul Roulien, con quien había ido al altar en el 35 para separarse de él en el 37, rodó en Italia La conjura de Florencia (Ladislao Vajda, 1941). Prohibida esta última por Mussolini, con la misma diligencia que Franco haría otro tanto con Rojo y negro, la actriz decidió regresar a España.
Aquí fue recibida como una estrella internacional, comparable con Greta Garbo. Y, verdaderamente, lo fue en algunos aspectos. Trabajó con algunos de los cineastas más sobresalientes de la posguerra. Así, para Florián Rey y CIFESA protagonizó Ídolos (1943), cuyo asunto —una famosa actriz francesa unida por un amor imposible a un español— le tocaba muy de cerca. Como, a su modo, también lo hizo Lola Montes (Antonio Román, 1942), una visión moralista de la célebre bailarina y cortesana decimonónica aludida en el título.
Casada en 1944 con el diplomático falangista Ricardo Giménez-Arnau, de Conchita Montenegro nunca más se volvió a hablar. Su retiro, incluso después de enviudar en 1972, fue tan obstinado que rechazó la medalla al Mérito Artístico que el Ministerio de Cultura le concedió en 1990. En consecuencia, Conchita Montenegro, una de las grandes musas del Eros silente, murió en 2007 en el olvido más absoluto.
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