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Comprender una pregunta - Miguel Barrero - Zenda
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Comprender una pregunta

De las raíces viejas Una cita apócrifa La veo por ahí de vez en cuando y siempre me despierta una sonrisa. Es una placa que luce en uno de los rincones más paradigmáticos del lugar donde crecí y que reproduce unas supuestas palabras que el poeta José Hierro habría pronunciado años atrás, en ese mismo...

De las raíces viejas

La última vez que estuve en Infiesto, hace algunos años, aparcamos el coche junto a un edificio ruinoso y descascarillado que parecía condenado a perecer más antes que después bajo alguna piqueta sin escrúpulos. Era, pero eso no lo supe hasta algún tiempo después, la nave que en 1926 había erigido una sociedad de socorro mutuo a la que sus fundadores denominaron La Benéfica de Piloña y que se ocupaba de que los vecinos del pueblo colaboraran entre sí y afrontaran en común las inclemencias de una vida que casi nunca resultaba todo lo fácil que hubieran deseado. En aquella construcción desahuciada y polvorienta, invadida por la vegetación y las humedades, se habían representado obras teatrales y celebrado sesiones de baile. También había servido como espacio para reuniones y tertulias y hasta acogido proyecciones cinematográficas periódicas, a razón de una por domingo. Mantuvo esos usos durante veinte años —incluso sobrevivió a los rigores dramáticos de la guerra civil y la primera posguerra— hasta que en 1946 su filosofía decayó y los cuatrocientos metros cuadrados de los que constaba su superficie pasaron a acoger una fábrica de dulces, primero, y un aparcamiento algo más tarde. Luego se abandonó y no sé si hubiese conocido algún futuro de no haber tenido Rodrigo Cuevas, cuando hace apenas un par de años se instaló en sus alrededores, la feliz idea de resucitarla. No es nada fácil embarcarse en una aventura de este carácter. A los costes que implica la reconstrucción de un inmueble abandonado y exhausto se suma la necesidad de asegurarle un porvenir que se amolde a su rehabilitación, y eso atañe tanto a la planificación de unos contenidos y una metodología que se adecúen a las necesidades y las vocaciones del territorio circundante como a la previsión de unas condiciones presupuestarias que materialicen los deseos. Rodrigo y sus socios en esta travesía han tenido el talento de garantizar ambas cosas concibiendo La Benéfica no como un mero contenedor, sino como una suerte de organismo cuyo sentido proviene de la propia historia del lugar, de las señas de identidad que le dieron su origen y de la convicción de que es posible devolver a los territorios castigados su autoestima a partir de una concepción de la cultura como algo vivo y mutable, un diálogo constante entre el pasado y el presente en el que cada generación interioriza las enseñanzas de la anterior y las adapta a sus nuevos códigos. Como todas las iniciativas que nacen no de una ocurrencia, sino de una idea, La Benéfica ha aglutinado a su alrededor complicidades que permiten albergar esperanzas respecto a lo que pueda estar por venir. De las raíces viejas, si se riegan con mimo y paciencia y sabiduría, pueden salir buenos frutos.

Una cita apócrifa

"Cuántas frases que atribuimos a personajes ilustres serán realmente suyas y cuántas pertenecerán a quienes los tuvieron cerca "

La veo por ahí de vez en cuando y siempre me despierta una sonrisa. Es una placa que luce en uno de los rincones más paradigmáticos del lugar donde crecí y que reproduce unas supuestas palabras que el poeta José Hierro habría pronunciado años atrás, en ese mismo sitio, cuando en 1999 lo invitaron a tomar parte en unas jornadas de literatura que se celebraron en la Casa de la Cultura: «Hay tres lugares en el mundo donde uno puede encontrarse realmente a gusto porque supieron no perder su sabor a pueblo: la isla de Manhattan en Nueva York, el barrio romano del Trastevere y la plaza de Requexu de Mieres.» Más allá de lo hiperbólico de la aseveración, tanto en lo que atañe a la comparativa en general como a la valoración de cada uno de sus términos —se puede aceptar lo del Trastevere, cuesta más dar por bueno lo de Manhattan—, no existe un testimonio fiable que certifique la literalidad de esas palabras. No las escribió, desde luego, José Hierro en libro o conferencia alguna, y tampoco refrendó nunca, que yo sepa, esa frase que se popularizó sólo porque alguna persona que lo acompañó en aquella visita la escuchó o dijo que la había escuchado. Dado que conozco bien la tendencia a la exageración de mis paisanos, tengo pocas dudas de que jamás se llegó a enunciar tal afirmación —o al menos no con esa literalidad, o no con ese significado exacto— y que fueron a rumorología y la divulgación interesada —creo recordar que alguna vez la vi mencionada en la prensa, antes de que se le otorgara rango oficial— lo que la elevó al estatus de máxima inapelable en unos tiempos en los que Google todavía no era lo que es hoy y aún no habían aparecido las redes sociales, lo cual facilitaba que uno pudiera muy bien no enterarse de lo que se decía sobre él no ya a cientos de kilómetros, sino en la calle de al lado. Cuántas frases que atribuimos a personajes ilustres serán realmente suyas y cuántas pertenecerán a quienes los tuvieron cerca y juraron y perjuraron que alguna vez las dijeron. Cuántos argumentos de autoridad no serán en verdad citas apócrifas que alguien se inventó y encapsuló sobre una firma ajena y andan hoy dando vueltas por el mundo, amparadas por rúbricas de personalidades más o menos ilustres que se indignaría o se carcajearía —esto último me casa más con la forma de ser de Hierro— al ver su nombre rubricando unas palabras que ni escribió ni pronunció y cuya fiabilidad radica únicamente en el lustre que les concede esa falsa autoría.

Efecto llamada

"Dijo Camus que el suicidio era el único problema filosófico verdaderamente serio, y bien es sabido que los dilemas intelectuales no aceptan respuestas unívocas"

Cuando trabajé en prensa local, aún existía la consigna de no informar acerca de los suicidios. Sólo se escribía sobre ellos si se daban determinadas circunstancias —cuando habían ocurrido en una zona céntrica de la ciudad en horas álgidas del día, con el revuelo consabido, o si las labores de rescate del cuerpo habían resultado lo suficientemente aparatosas como para que una buena parte de personas sospechasen que algo había pasado— y nunca se empleaban el sustantivo suicidio ni el verbo suicidarse, sino fórmulas variadas y eufemísticas —«por causas que se desconocen», «de manera repentina», «accidentalmente», etcétera— que dejaban el verdadero trasfondo de la cuestión a expensas de los buenos entendedores. El tabú obedecía a una teoría, cuyo fundamento científico desconozco, según la cual las noticias sobre suicidios podían inducir a quitarse la vida a personas que se lo planteaban pero aún no habían dado el paso, dando pie a un trágico efecto llamada del que no podía esperarse nada bueno. En los últimos tiempos, sin embargo, no pocas voces comenzaron a denunciar que aquella suerte de pacto de silencio suponía eludir un problema que existía, y no es raro en estos tiempos que la prensa informe, en algún caso con abundancia de detalles innecesarios y colindantes con lo morboso, de cuantos episodios se registran, con la consiguiente alarma social que se genera al constatar que no hay día en el que al menos una persona no resuelva cortar con todo en alguna parte del país. ¿Era mala la desinformación de antes o es aún peor la transparencia de ahora, si es que es la causante de ese efecto llamada que antes se procuraba evitar a toda costa? No lo sé y no creo que nadie se encuentre en condiciones de responder a esa pregunta. De poco sirve plantearse si alguien ha decidido quitarse la vida sólo porque ha leído que el día anterior hizo lo propio otra persona y si, en consecuencia, quienes divulgaron el primer suceso tienen algún tipo de responsabilidad ética o moral en el segundo. Nadie puede saber lo que pasa por la cabeza de los demás, ni siquiera cuando se les pregunta a ellos —porque pueden no acertar a expresar lo que les ocurre, de tanto dolor como acumulan— y al menos a mí me resulta imposible calibrar qué factores pueden acentuar o mitigar el sufrimiento atroz de alguien decidido a poner fin a sus días. Creo que, en cualquier caso, la falta de conciencia generalizada que hasta ahora ha habido acerca del problema se debe a la desinformación de la sociedad, sino porque esa suerte de silencio pactado terminó por derivar en una pasividad por parte de las instituciones que, ahora lo vemos, no estaba en ningún modo justificada. No hubo mala intención ni desidia, eso lo tengo claro, sino la lógica desafección de quien no termina de ver un problema porque nadie lo expone en su dimensión exacta. En estas últimas semanas se han suicidado personas muy jóvenes en la ciudad en la que vivo y en otras próximas. Personas que tenían por delante toda una vida que no quisieron vivir. Cuando chicas y chicos que atraviesan la adolescencia, o aún no la han alcanzado, o acaban de ingresar en la mayoría de edad, llegan a esa conclusión, es que nos encontramos delante de un problema que no atañe sólo a los políticos, ni a los educadores, ni a las autoridades sanitarias. Nos interpela a todos y cada uno de nosotros y nos cuestiona acerca del modelo social que hemos venido instaurando. Dijo Camus que el suicidio era el único problema filosófico verdaderamente serio, y bien es sabido que los dilemas intelectuales no aceptan respuestas unívocas, pero sí plantean el reto de formular adecuadamente una pregunta para que, de ese modo, podamos llegar a comprenderla.

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Miguel Barrero

Ha publicado las novelas Espejo (premio Asturias Joven), La vuelta a casa, Los últimos días de Michi Panero (premio Juan Pablo Forner), La existencia de Dios, Camposanto en Collioure (Prix International de Littérature de la Fondation Antonio Machado), La tinta del calamar (premio Rodolfo Walsh) y El rinoceronte y el poeta, así como el libro de viajes Las tierras del fin del mundo. Ha formado parte del programa 10 de 30 para la difusión de la nueva literatura española en el exterior. @MiguelBarrero Foto: Muel de Dios.

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